El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

30 agosto 2009

El remolino



Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Lo esperaba así porque se le atravesó el poema en la cabeza, porque pasaba las páginas del periódico en la playa, se detenía en los titulares y en las fotos y alzaba la vista al mar como si esperase una respuesta del horizonte, una señal que surgiera de la línea incierta que los sacerdotes indicaban con el dedo para situar el abismo, el fin de la tierra, las puertas del infierno. Miraba el horizonte desvaído de la mar porque intuía que en aquella calma se anunciaba la tragedia que estaba por venir; aquella calma de gentes desnudas, agolpadas sobre la arena, revueltas en el mar, apelotonadas en el chiringuito… aquel amasijo no era más que un presagio de la psicosis colectiva que estaba por llegar. Y volvía otra vez los ojos al periódico de los últimos días de agosto, «cuatro muertes en dos días por la gripe A». Repasaba los titulares y se acordaba del poema. «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos».

No había más que pensar en el contraste inmenso entre aquel instante de la playa masificada y el de una semana después, justo una semana después, cuando vuelva al trabajo y en la entrada del metro o en la puerta del edificio de oficinas se encuentre a unos tipos con mascarilla repartiendo folletos del gobierno. «Evite los besos y los abrazos, no comparta comida ni cubiertos ni vasos, ni le estreche la mano a nadie, lávese las manos a cada instante…». No había más que pensar en ese contraste, hoy juntos en el mar y mañana separados por la mascarilla de la desconfianza hacia todos; hoy juntos en la ducha de la playa y mañana despavoridos en un ascensor. El viento agitaba las páginas del periódico en la playa, cuatro muertos en 48 horas, y él miraba a su alrededor porque no podía ser casual que hubiera coincidido esa noticia con el final del verano, con la última oleada de calor pegajoso. Miraba el horizonte como esperando en que una nube negra apareciera de repente a lo lejos, primero un punto diminuto y luego una masa perfectamente distinguible que crece y crece sin parar, que se acerca y se acerca sin parar, como una plaga de langosta que iba a invadir la orilla en poco tiempo. Así, de esa forma, imaginaba la gripe A: lo peor no eran los miles de afectados ni las muertes, sino la plaga de desconfianza, de pánico, que invadiría la ciudad cuando las playas se quedaran desiertas y las olas se estrellen solitarias contra la arena.

Hemos vivido ya la primera gran crisis de la globalización y hemos sufrido el primer movimiento terrorista de la globalización. La gripe A es ya la primera pandemia de esta era, el primer virus de la globalización, y, como en los fenómenos anteriores, serán peores los efectos de la comunicación global que los del virus de la gripe. El miedo planetario, la desconfianza general, no se expande a consecuencia de un reguero de muertes, como la peste en la Edad Media, sino por el efecto de la psicosis que se genera. El efecto multiplicador de cuatro muertes provoca un estado de alerta devastador entre millones de personas. El virus se controla con una vacuna, pero ¿quién está a salvo del miedo, quién nos inmuniza de la psicosis? A la globalización le faltaba un virus; ya está aquí.

«Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». Y no será la III Guerra Mundial ni la bomba atómica de un tirano fundamentalista; no será tampoco el cambio climático ni ningún virus letal, vendrá la muerte y tendrá tu nombre, histeria, histeria colectiva, que es la plaga que nos trae la globalización. La última línea del poema de Pavese lo dice todo: «Descenderemos al remolino, mudos».

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Castrados



Debe parecerles el Constitucional como el lobo del cuento, que desde hace semanas enseña la patita enharinada por debajo de la puerta a ver cuál es la reacción de los tres cerditos, coincidencia casual del tripartito. Sí, porque lo que parece es que el Tribunal Constitucional no se atreve a hacer pública la sentencia del Estatut que mantiene guardada desde hace meses, o años, quién lo sabe, y se filtran algunos aspectos, globos sonda para ir atemperando la ira, la desafección, para ir acostumbrando el cuerpo a la sentencia que declarará inconstitucional una parte sustancial del Estatuto de Cataluña.

A principios del verano, en la primera remesa de filtraciones, se dijo que la sentencia recortaría las exigencias –imposiciones– catalanas de financiación ya que el Constitucional ya se había pronunciado al respecto en marzo de 2007. Se referían al pleito andaluz de la ‘deuda histórica’, cuando el Constitucional dejó sentado que es el Estado quien «tiene la competencia exclusiva para configurar el sistema de financiación de las comunidades que considere idóneo». Ahora, en esta asegunda remesa de filtraciones de la sentencia, se afirma que el Constitucional tiene decidido la inconstitucionalidad del «deber de todos los ciudadanos de conocer el catalán» y del concepto de nación, que conduce a establecer «relaciones bilaterales» con el Estado.

La primera enseñanza de un Estado de Derecho consiste en saber que nadie, ningún ciudadano, ningún colectivo, ninguna institución, está por encima del imperio de la ley. Ocurre, sin embargo, que, para burlar este principio elemental de una democracia, la reforma del Estatuto catalán, con la complicidad del Gobierno de Zapatero, ha estado forzando la legalidad desde el primer instante de la reforma. Se trataba, sencillamente, de imponer la política de los hechos consumados. De ahí, el ridículo del Constitucional, que no se atreve a hacer pública una sentencia, y de ahí las amenazas de la clase política catalana, contrarias a aceptar cualquier recorte del Estatut.

Había otro camino, claro, el mismo camino que se recorrió cuando se diseñó en la Transición el sistema autonómico y el Estado se garantizó su propia pervivencia con dos normas elementales: El recurso previo de inconstitucionalidad y la ley de los referéndums.

El primero garantizaba que cualquier estatuto o ley autonómica no se pudiera aprobar si previamente el Tribunal Constitucional no certificaba su legalidad. Lo segundo, la ley de referéndums, aprobada por UCD y el PSOE para frenar el proceso autonómico, establecía que los estatutos de autonomía tenían que superar un referéndum de máximos, con más del cincuenta por ciento de síes sobre el censo electoral, no sobre los votos emitidos.

Pasado el tiempo, cerrado el mapa autonómico, las dos medidas se eliminaron. Si se hubieran activado con la segunda oleada de reformas de estatutos, que es lo que se le exigía al Gobierno, ni el estatuto catalán ni el estatuto andaluz se hubieran aprobado (ni siquiera la participación –no ya los síes– llegaron al 50 por ciento). Ahora, tres años después, el Constitucional es un tribunal desacreditado y vilipendiado, y la clase política catalana es un triquitraque de barbaridades antidemocráticas.

Victoria Prego, en una de las remesas de filtraciones, comparó la sentencia sobre el Estatut con la ‘castración química’. Bien, pues ya veremos al final quién resulta castrado.

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Clandestinos



Un bocata en la mano y en la otra un papel con un nombre escrito: «Plaza de Catalunya». Podemos imaginar la escena. Llegan en furgones, de madrugada, y les abren las puertas de par en par. Por primera vez, desde que la Guardia Civil localizó su patera en alta mar, se abren las puertas y detrás no se divisa el patio fortificado de un ‘centro de internamiento’, denominación eufemística de la privisión provisional a la que se conducen todos los inmigrantes sin papeles, sin patria, sin nada. Bajan del furgón desconcertados, tras horas de viaje desde Almería, y un policía les señala la avenida. Ya se pueden ir. El bocadillo en una mano y el papel escrito en la otra es la señal que les indica la libertad, el salvoconducto que les otorga, desde ese mismo instante, la condición de ‘ciudadanos clandestinos’ de la Unión Europa.

Dicen en el sindicato de Policía que ha denunciado el traslado clandestino de los inmigrantes que siempre se elige como destino ciudades grandes porque, así, entre tanta gente, entre tanto trajín, «el impacto visual genera menor alarma social». ¿Y nosotros? ¿Debemos alarmarnos?

En la comisaría de Policía de Barcelona, que confirman el traslado de los inmigrantes pero desmienten los aspectos más chuscos, ofrecen una explicación que, acaso, nadie pueda discutir: lo ocurrido es inevitable, no hay otra salida. Es decir, todos esos inmigrantes pertenecen a países con los que no existen tratados de repatriación. Una vez superados en un centro de internamiento los 40 días máximos de reclusión (que ya es un delirio para un Estado de Derecho, porque no se les acusa de ningún delito pero se les retiene), ya sólo queda una salida, la libertad. O sea, la clandestinidad, la marginalidad.

Insisto, ¿debemos escandalizarnos por estos hechos? A estas alturas del fenómeno de la inmigración ilegal, es probable que la mayoría entienda que es verdad, que no hay otra salida; que la clandestinidad sólo podría combatirse con una barbaridad mayor, como convertir la inmigración ilegal en delito. Por tanto, sí, es verdad, no hay otra salida. Acaso como el problema mismo, que no tiene salidas. Sólo obsérvese un detalle: estos traslados se producen con un Gobierno del PSOE y entre dos comunidades gobernadas por el PSOE. Cuando la Policía denunciaba estos traslados durante el Gobierno del PP, todos esos que hoy les ponen un bocadillo en la mano y una dirección en la otra, sí se escandalizaban. Decían: «La responsabilidad del Gobierno no es distribuir a los inmigrantes por territorios del resto del España, sino, por el contrario, repatriarlos a sus lugares de origen con todas las garantías jurídicas y judiciales. Ahí está el fracaso de la política migratoria del Gobierno del PP». ¿Y ahora?

No es la clandestinidad de esos pobres lo que alarma, sino la clandestinidad política, la falta de escrúpulos. Eso sí que debe alarmarnos. Y de paso, aprender para cuando vengan otra vez con el mantra progre.

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Perseguidos



Un gerifalte policial pregunta intrigado: «¿Por qué ha decidido el PP ponerse en contra a todos los policías, los guardias civiles y los fiscales, si resulta que en uno de esos cuerpos la mayoría de gente comulga con el Partido Popular?» Se refiere a las denuncias de estos días en las que dirigentes del Partido Popular afirman que, por instrucciones del gobierno, los policías, los guardias civiles y los fiscales están sometiéndolos a una persecución indecente en toda España. «No sé, exactamente, a qué se refieren –prosigue el gerifalte– pero lo que está claro es que la mayoría son simpatizantes del PP y no entienden que utilicen su culo para darle una patada al Gobierno».

Ciertamente, aunque los sindicatos policiales han tenido desde el origen una inclinación natural hacia izquierda, en la actualidad el reiterado incumplimiento de las promesas de mejoras con la que el PSOE llegó a La Moncloa –olvidos y engaños que se convierten en insultos porque policías, guardias civiles y militares siempre son los últimos de la lista– les ha llevado a un enfrentamiento abierto con el Gobierno de Zapatero. Igual puede ocurrir en la Guardia Civil, con el agravante de la decepción por las mentiras del proceso de paz, y para qué hablar de la Fiscalía, donde la asociación mayoritaria es la conservadora, al igual que en la judicatura. En definitiva, que, al menos en teoría, como dice el gerifalte, la denuncia del PP nos lleva a una contradicción conceptual y política: la mayoría policías, guardias civiles y fiscales votarían al Partido Popular pero, a diario, trabajan en contra del Partido Popular. ¿Están, por tanto, equivocados? Quizá ni una cosa ni la otra. Veamos.

Parece evidente, por un lado, que las estrategias del PP suelen ser toscas, ‘manca finezza’, y en este caso la generalización a todos los agentes, a todos los fiscales, es una torpeza evitable: se trataría sólo de culpar al Ministerio del Interior y, en todo caso, a las cúpulas policiales. De la misma forma, extender la denuncia a toda España, a todos los cargos públicos del PP, es un exceso evidente: se trataría de resaltar sólo los cinco o diez casos constatables sin caer en la denuncia de un ‘Estado policial’, como se ha dicho.

La eficacia en la comunicación política no consiste en el exceso, en el exabrupto, en el trazo grueso. Y esta lección debería aprenderla el PP cuando, como es el caso, lo que está acreditado es que el PSOE, sobre todo cuando está en el Gobierno, es capaz de utilizar todos los resortes a su alcance para neutralizar al contrario. ¿Es probable que Interior haya grabado conversaciones a dirigentes del PP y las haya filtrado a la prensa amiga? Sí, claro, y no sería la primera vez. ¿Es probable que el PSOE utilice la fiscalía en su exclusivo interés político, más de lo que lo haría el Partido Popular? Desde los episodios de ‘El Pollo del Pinar’ cuando el GAL, no hay dudas. ¿Y es probable que el PSOE fuerce la detención de algunas personas, rivales políticos, más allá de la legalidad? Sí, claro, y tampoco sería la primera vez. ¿Y es probable que el PSOE niegue las acusaciones y que logre, además, invertir los términos, con la fuerza de su maquinaria mediática, y convertir la polémica en un arma de desgaste de quien denuncia? Desde el ‘espionaje’ andaluz, o sea, todo está dicho: el espiado acabó sentado en el banquillo y los que le espiaban, con la pose del orgullo herido, lo acosaron con querellas.

Lo cual que, sumando todas las respuestas, bien haría el PP en considerar que su ‘manca finezza’ y la falta de pruebas contundentes, puede acabar convirtiendo este asunto en un serio problema para ellos mismos.

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25 agosto 2009

Keynes bobo



John Maynard Keynes, cuánto despilfarro se comete en tu nombre. Porque no hace falta ser un especialista en la obra de Keynes para entender que la frase famosa de las zanjas, abrir y tapar zanjas con tal de dar trabajo a los parados, no se debe entender más que como un juego de palabras, una hipérbole provocativa que no se puede aislar de su contexto, una teoría económica compleja que entiende el desempleo como una consecuencia fatal del sistema capitalista. Pero nada, ahora, con este reduccionismo ideológico, se pone en práctica un subgénero progre de la teoría económica de Keynes, una especie de Keynes bobo, y se despilfarran miles de millones en levantar aceras, calles y plazas para volver a adecentarlas luego. Y vallas, gigantes, que solemnizan el disparate. Como ésta por la que paso, admirado, todos los días: «Obras de Adecuación Puntual en Espacios Públicos. Plan E. Gobierno de España». El colmo, o sea.

A principios de los ochenta, cuando se cumplió el primer centenario del nacimiento de Keynes, el profesor Fuentes Quintana publicó un extenso ensayo sobre su obra en el que destacaba la obsesión del economista británico por el alto número de parados de Inglaterra, del diez por ciento en los años 20 y del veinte por ciento en la década posterior, tras el crack de Wall Street. «¿No es la simple existencia del desempleo general un absurdo en cualquier época, la confesión más irrefutable de un fracaso, y el anuncio más terminante y desesperanzador de que una economía no funciona?». Keynes se hizo esta pregunta y su respuesta, en la Teoría General, supuso una revolución que pervive. Y sí, aconsejaba la intervención pública en épocas de depresión como medio para reactivar el mercado. Lo único que ocurre es que si Keynes se hubiera hecho esa misma pregunta en la España actual, con expectativas del 20 por ciento de paro, o en Andalucía, con expectativas del 30 por ciento de paro, es muy probable que la respuesta no hubiera sido la misma. Dicho de otra forma, si la existencia de un paro crónico es, como decía Keynes, «la confesión más irrefutable de un fracaso», lo que ha fracasado aquí claramente es un modelo económico, como el del Plan E, que crea una economía dependiente, una inmensa red de burocracia política y una administración endeudada hasta las cejas. Lo cual, que la revolución aquí, a lo mejor no está en seguir engordando lo público, a costa de adelgazar con impuestos las economías privadas, sino en todo lo contrario.

En el ensayo aquel de Fuentes Quintana, ya se advertía que «Keynes es muy peligroso para los aprendices de economistas». Es de suponer que sería por esto de pensar que todo consiste en abrir y tapar zanjas, que para colmo, tampoco es literal. Lo que decía Keynes, que se declaraba liberal, es que es preferible pagar a los trabajadores para cavar pozos en la tierra y rellenarlos luego, que dejarlos de brazos cruzados y privar a la economía del efecto multiplicador de sus salarios. De ahí al Plan E, en España, en estos momentos, va un trecho insalvable. Ni Keynes ni nadie sensato renuncia a una inversión pública efectiva, a que el dinero público se invierta en infraestructuras tecnológicas, por ejemplo, en vez de sustituir baldosas. Claro que eso requiere proyectos más serios, no parcheos. No hay más que observar el panorama. Todas las ciudades patas arriba, todas las calles rodeadas de vallas, edificios cercados, garajes inutilizados, destripadas por cientos las cloacas, sin control posible en los ayuntamientos porque no hay técnicos suficientes para tanta obra pública de golpe. Qué otoño nos espera…

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Democracia de ocupación



La página de la comunidad islámica española en Internet traía ayer noticias jubilosas de la mezquita que se va a inaugurar en Huelva, terminada a tiempo para que los musulmanes de la costa, una de las colonias más importantes gracias al trabajo de la fresa, puedan cumplir con sus obligaciones religiosas en el Ramadán que ahora comienza. Podría parecer llamativo que, junto a tanta euforia religiosa por la inauguración de una mezquita, la noticia de al lado celebre igualmente la promesa del Gobierno de eliminar de los colegios los símbolos religiosos. Pero la contradicción es engañosa, sólo aparente; la explicación es que la medida del Gobierno sólo afectaría a la religión católica y, aunque el 80 por ciento de la población española es católica, la comunidad islámica piensa que «manteniendo esos símbolos, se privilegia a la religión católica y no se respeta la igualdad democrática».

Había entrado en la página de la comunidad islámica buscando noticias de las elecciones de Afganistán, pensando que, sin duda, los musulmanes españoles, que viven en un estado democrático, que reivindican los valores democráticos supremos de libertad, justicia e igualdad, incluirían en su web una condena expresa de la sangrienta oleada de atentados de los talibanes contra las urnas. Pero no. En lugar de la condena, encontré un artículo incendiario contra la «democracia de ocupación» que pretenden imponer las mentes perversas y dementes de occidente. El argumento es el que sigue: El «imperio estadounidense y sus socios en la ocupación» han llegado con estas elecciones «al máximo nivel de alienación y de demencia» al organizar un ‘show democrático’ para que vote «un pueblo conquistado, masivamente pobre e ignorante, cuya única motivación diaria es el sufrimiento, la guerra y la muerte».
De la retahíla, quedémonos con dos expresiones, la ‘demencia democrática’ y la ‘democracia de ocupación’. En el primer caso, lo llamativo es la cínica contradicción con la que se utiliza la libertad de expresión que ofrece la democracia española para, a continuación, llamarla ‘demente’ por luchar para que todos los pueblos gocen de la misma libertad. ¿Debería preocuparnos que se propague ese mensaje entre los musulmanes que viven en España, inmigrantes o no? Probablemente, claro.

El segundo concepto, ‘la democracia de ocupación’, pertenece a un viejo debate teórico que, desde la caída de las Torres Gemelas, se ha convertido, sin duda, en el desafío más importante de la civilización, del progreso, en los últimos siglos: ¿Puede exportarse la democracia? «Yo respondo que sí, pero no siempre», sostiene Giovanni Sartori. Y cita como ejemplo varios casos, desde el fascismo europeo al Japón imperial, pero sin duda el más atractivo es el de La India porque allí la democracia se ‘impone’ sobre varias religiones, el hinduismo y el budismo, que la aceptan sin mayores problemas, y el islamismo, que la rechaza. Y concluye: «Por tanto, no es cierto que la democracia no sea exportable fuera del contexto de la cultura occidental. No obstante, su acogida puede chocar contra el obstáculo de una religión monoteísta», como el islam, estados teocráticos con valores sagrados e inamovibles contrarios a la democracia.

Y ahora, volvamos al inicio. Elecciones en Afganistán. Y nosotros, aquí, en España, en Andalucía, con tropas en Afganistán y conviviendo con una comunidad cada vez más extensa de musulmanes que, en gran medida, se identifica con el sentimiento de agresión de occidente. ¿No le ocurre a usted como a mí, esta sensación de estar sentados sobre un polvorín?

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El caos del Estado



El ministro de Justicia, el sosegado Caamaño, ha levantado una polvareda inexplicable en España por decir, con razón, que lo nuestro es casi un estado federal. ¿De qué se extrañan? Es verdad lo que dice: el Estado de las Autonomías es un invento español que nada tiene que ver con las fórmulas precedentes (y actuales) de organización de un Estado. De hecho, en España coexisten restos del estado centralista con cesiones de competencias al modo de los estados federales y, al mismo tiempo, con privilegios de algunas regiones que le confieren un matiz confederal. Ese caos es lo que llamamos Estado de las Autonomías; de todo un poco. Casi nada, casi todo.

En esto, tiene sentada cátedra el profesor de Constitucional José Acosta, que viene advirtiendo desde hace tiempo del riesgo de mantener este equilibrio inestable en España porque a nada conduce, a nadie satisface y nada soluciona. Como en tantas cosas, arrastramos un vicio de origen, nunca resuelto, que se ha soportado a sí mismo gracias a la prosperidad de los últimos treinta años en la mayoría de las regiones. Pero es verdad que la desigualdad está en el origen mismo de la Transición, cuando se pactó un modelo de Estado desigual (nacionalidades y regiones) con el objetivo de conceder autonomía plena sólo a las mal llamadas ‘nacionalidades históricas’, Galicia, País Vasco y Cataluña. Al resto, a las regiones, se les concedía una autonomía de segunda clase, a través de un artículo distinto de la Constitución.

Ocurrió, sin embargo, que el PSOE atisbó con acierto que las reclamaciones regionales, el agravio regional, era la agitación que necesitaba para acabar con el Gobierno de la UCD. Y así fue cómo el PSOE se descolgó de sus acuerdos con Adolfo Suárez y pasó a abanderar la reclamación andaluza de lograr una «autonomía de primera». Todos los historiadores coinciden ahora que el referéndum andaluz fue la tumba definitiva de la UCD; ahí se terminó de desmoronar en divisiones internas y descrédito. El «café para todos» de Clavero, contrario a la diferencia entre regiones, acabó imponiéndose y el resultado es que todas las autonomías han acabado asumiendo las competencias esenciales para la prestación de servicios. Pero ahí acaba la igualdad entre autonomías, porque las diferencias que persisten (como el cupo vasco o el bilateralidad catalana) le han añadido los toques de estado confederal que, inexplicablemente, se mantienen junto al funcionamiento centralista que pervive gracias a que el Gobierno de la nación mantiene la capacidad para distribuir fondos y competencias a su antojo.

Si el ‘café para todos’ se hubiera llevado a sus últimas consecuencias, España gozaría de un modelo federal, que nada tiene que ver con la unidad del Estado, el patriotismo o el independentismo, como de forma equivocada se sugiere siempre. De hecho, el estado federal es lo que jamás han aceptado los nacionalistas vascos y catalanes, partidarios de este modelo inestable, que nunca se cierra, y que les permite la reclamación permanente, la diferencia perpetua. En fin, que un estado sólo puede ser centralista (como Francia) o federal (como Estados Unidos); la confederación (Suiza) es la unión de estados soberanos. Que España reúna elementos de los tres es una singularidad tan inexplicable que lo normal es que un ministro diga lo que Caamaño, ¿qué es España? Casi todo, casi nada.

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19 agosto 2009

Violencia



¿Y si la razón última de la violencia de género no es el género? ¿Y si no es el machismo lo esencial, el motivo, la causa de esa terrible secuencia de malos tratos, de muertes de mujeres a manos de sus parejas? Casi cinco años después de la aprobación de la Ley de Violencia de Género ya vemos que su influencia real, estadística, en el problema es nula o insignificante, que periódicamente se conocen comparativas trimestrales o anuales en las que se constata el aumento progresivo de las denuncias en los juzgados y, al mismo tiempo, de los asesinatos. Aumenta la concienciación de la ciudadanía, aumentan las penas, se crean juzgados específicos y, sin embargo, el delito avanza imparable, incontenible. ¿Por qué? ¿No merecería la pena revisarlo todo, pensar de nuevo qué está ocurriendo?

La reflexión se hace más urgente cuando, ante estas preguntas, se oye la respuesta de los dirigentes políticos que están al frente de algunos de los organismos que han surgido al amparo de la nueva legislación, ministerios, observatorios, consejerías, institutos y foros, la nueva red de burocracia política creada en torno a la Igualdad o la Mujer. Todos ellos concluyen, cuando una estadística cuestiona la eficacia de las medidas puestas en marcha, que es necesario fomentarlas más. La secuencia, además, sólo se da en esta parcela. Si el exitoso cambio, por ejemplo, en la política de tráfico hubiera dado como resultado un aumento de las muertes en carretera, nadie del Ministerio del Interior concluiría que lo adecuado es profundizar en esas mismas medidas. Si una política produce el efecto contrario al que persigue, lo lógico es que se replantee la estrategia, al ver que ése no es el camino. En las políticas de Igualdad de género, sin embargo, ocurre lo contrario a lo que dicta la lógica: la ausencia de resultados satisfactorios conduce a la reafirmación de las políticas. Y esa terquedad, sin entrar en otras consideraciones sobre el estatus político, es una razón más para volver al planteamiento inicial. ¿Y si no es el género lo que motiva la muerte de tantas mujeres?

Sólo habría que acudir a las memorias anuales de la Fiscalía para comprobar que, aunque tengan un trato diferenciado en las evaluaciones, el aumento de las muertes por violencia de género, el «terrorismo machista», no se diferencia en casi nada del aumento de otros tipos de violencia, no sólo de violencia doméstica. Crece la violencia de género de la misma forma que aumenta la violencia juvenil, igual que se observan casos desconcertantes de violencia infantil; crece la violencia de género porque lo que aumenta es la violencia en la sociedad y la violencia siempre se ejerce sobre el más débil, la mujer en la pareja, el niño más retraído de la clase o de la pandilla, el abuelo quejoso o el padre de familia. Si fuera así, sólo tendríamos que pensar, desde un punto de vista meramente pragmático, en el sinsentido de haber creado una legislación específica y unos organismos específicos para intentar acabar con un problema general. El machismo, en este caso, estaría actuando como espejismo; el falso problema de fondo.

Tras la última memoria, el fiscal jefe andaluz, Jesús García Calderón, proponía, al hablar del aumento cuantitativo y cualitativo de la violencia juvenil, «un debate serio, profundo, científico, que aproveche los datos empíricos que tenemos», porque lo esencial, decía, «lo primero, es saber por qué ocurre». ¿Y si el problema no es el género, sino la violencia? Cinco años después de la aprobación de la Ley de Violencia de Género, ha llegado el momento de volver a las preguntas, a las dudas.

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La simulación



De la crisis se nos ha ocultado todo, el origen, la naturaleza y, ahora, el final. Por eso es tan interesante mirar hacia atrás y descubrir una palabra superpuesta en cada una de esas etapas. Podríamos, incluso, como en los exámenes tipo Logse, establecer una relación entre el momento concreto de la crisis y el eufemismo que ha puesto en circulación el gobierno para ocultar la realidad. Y así, trazamos las rayas correspondientes: origen-desaceleración, naturaleza-neocón, final-brotes verdes.

Lo primero, cuando se ocultaba el origen, fue la negación misma de la crisis. Cómo olvidar los muchos meses, quizá desde finales de 2007 hasta el verano de 2008, en los que el Gobierno consiguió que el debate económico en España se redujera a una polémica absurda, crisis o desaceleración. ¿No se acuerdan ya de la desaceleración? Incluso cuando ya habían pasado las elecciones generales y andaluzas que el PSOE volvió a ganar, Zapatero seguía sumido en el ridículo empeño de no pronunciar jamás la palabra crisis; el absurdo malabarismo de esquivar la palabra en cada intervención suya. Los periódicos titulaban con el más difícil todavía de las definiciones presidenciales. La economía no dejaba de caer, el paro subía imparable, la construcción se desmoronaba y los bancos cerraban las ventanillas alarmados por el incremento de la morosidad... y el presidente, a lo suyo.

– «Mire, yo diría que estamos ante una desaceleración transitoria».

En cada entrevista, en cada comparecencia (la frase anterior es de una conferencia en mayo de 2008) era igual. Tanto que, inopinadamente, la palabra crisis pasó a convertirse en una palabra de derechas, antipatriota y de derechas. Ser de izquierda era hablar de desaceleración; ser de derechas, de crisis.

La catalogación ideológica de la crisis económica vino bien para lo que ocurriría en la fase siguiente. Cuando el PSOE decidió, al fin, que ya se podía pronunciar la palabra crisis en público, el objetivo político fue el de ocultar la naturaleza de la crisis: La crisis en España era consecuencia de las políticas neoliberales de Estados Unidos. Los neocón entran en escena. Finales de septiembre de 2008. Mitin de Zapatero. Arranque de la crónica del día siguiente en El País: «Viva la socialdemocracia, abajo los neocon. En esta proclama puede sintetizarse el discurso que José Luis Rodríguez Zapatero, presidente del Gobierno, hizo ayer en Valladolid (…) Para el presidente, «el mayor fracaso de teoría económica tiene nombres y apellidos, son los neoconservadores, que tanto empleó Reagan y que tanto aplaudieron Aznar y Rajoy». Admitirán que culpar a Reagan de los cuatro millones de parados de España es una osadía inaudita en la política española. Tanto que, quizá por eso, cuela.

Quedaba la última fase, un eufemismo para anunciar la recuperación. En realidad ha sido fácil, porque se trataba de aplicar el mismo esquema. Si la culpa de la crisis era de las políticas equivocadas de los otros (no se entiende, por cierto, para qué se empeña entonces Zapatero en cambiar de modelo en España), ahora se aprovecha los signos de recuperación de Estados Unidos, Alemania o Francia para dar por terminada la crisis española. «Lo peor ya ha pasado; ya se ven los brotes verdes», que ha dicho Zapatero este verano.

Lo cual, que volvemos al principio. Estamos a un plis de que el PSOE diga de nuevo que hablar de crisis es antipatriota y de derechas.

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El don pervertido



Que no, que no puede ser: el resultado del debate de estas últimas semanas sobre los regalos a dirigentes políticos no puede ser que hay que reformar el Código Penal ¡para anular el artículo que lo convierte en delito! Ya sé que esta es, probablemente, una batalla perdida, sobre todo en una sociedad como la española, en exceso comprensiva con la corrupción, asimilada tantas veces a la picaresca y a la astucia. Y más allá aún, es una batalla perdida porque incluso intelectuales de la talla de Gómez Marín mantienen, en su ‘ensayo sobre el don’, que, desde una perspectiva antropológica, «regalar es propio del hombre que busca el entendimiento y la paz». «La democracia –añadía– ha sabido hacerse un sayo de esa vieja capa». Y concluía que, si se echa el pie a tierra, nada significan un bolso o cuatro trajes en comparación con otros casos de corrupción en los que fluían cientos de miles de euros cobrados en comisiones. ¿En realidad es así? ¿Tiene importancia o es una minucia que debe desaparecer del Código Penal? Veamos, porque el desacuerdo es total.

La figura del cohecho en el Código Penal es tan específica que no puede pasarse por alto que sólo existe como delito para la Función Pública. El soborno de todos los mortales, cuando afecta a un funcionario o a un cargo público, cambia de nombre y pasa a llamarse cohecho. ¿Y por qué se establece esa diferencia? Pues porque se considera, con acierto, que en el caso de un funcionario o de un cargo público, como lo que está en cuestión es la ética de una institución pública, como el riesgo es dañar el concepto noble de la Función Pública, independiente, rigurosa y ecléctica, se deben redoblar las cautelas. Para mantener esos principios grandes, esenciales, no vale sólo la regulación común, general, sino más amplia todavía. De ahí que el cohecho abarque los supuestos tradicionales del soborno (un dinero o un regalo a cambio de una determinada acción), sino que incluso considere delito que el funcionario o el alto cargo reciba dinero o regalos a cambio de nada. Ese es, de hecho, el artículo más discutido, el que se pretende anular con el argumento anterior de que, sino no hay nada a cambio, el regalo debe entenderse dentro de las relaciones sociales entre los hombres. Y no, claro, ésa es la equivocación porque las relaciones del poder nunca son relaciones sociales; quien regala a un cargo público o a un funcionario no lo hace por amistad, lo hace para recibir un trato de favor que no tiene por qué ser inmediato, medible o constatable. Con el poder y la Función Pública, la fría distancia que establece el cohecho. El don social, cuando atraviesa las puertas de un despacho, ya se convierte en un don pervertido.

Los límites ya los estableció Julio César en la famosa anécdota que relató Plutarco y que ha pasado a la historia sintetizada en una frase. La mujer de César no hizo nada; un pretendiente despechado se coló, disfrazado de mujer, en la fiesta de las vestales en la que sólo participaban mujeres. Sin saber nada, Pompeya Sila, la mujer de César, acudió a la fiesta en la que estaba el loco enamorado, el general Publio Claudio Pulcro, el que engañó a la seguridad con su vestido de mujer. Cuando fue descubierto, César montó en cólera y culpó incluso a su mujer: Sabía que nada tenía que ver con el incidente, pero «a la mujer de César no le basta con ser honrada, sino que, además, tiene que parecerlo». En el país de la picaresca, ese exceso nos irá bien.

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15 agosto 2009

Morenatti



Entonces, antes de que nos cerraran el Diario 16, los hermanos Morenatti se vinieron a Sevilla. Venían de Cádiz, de la redacción del Diario a la que una noche llamó un tipo, a las tantas, para contar algo o para curiosear algo, pero era tarde y ya sólo quedaban unos pocos redactores de guardia. Comenzaría preguntando por el director y, a medida que descendía, se iba quedando sin nombres.

– Pero, entonces, ¿quién queda en la redacción?, preguntó, ya desesperado, al de la centralita de teléfonos.
– En la redacción están Landi, Fopiani, Goretti y Morenatti.
– ¡Coño, la delantera del Milán!, exclamó el tipo con la guasa lapidaria de los gaditanos, que sueltan la frase y se queda ya escrita para los anales o para la leyenda.

Con los aires nuevos de la Expo llegaron a Sevilla los hermanos Morenatti, Emilio y Miguel Ángel, y parece que Emilio se bebió de golpe el aire aquel de los pabellones internacionales. Su carrera ascendente desde entonces no ha dejado de ensancharse, y de la misma forma que se le quedó pequeño Cádiz, se asfixió luego en Andalucía, y se echó a los aeropuertos para hacerse el fotógrafo grande en el que se convirtió hace tiempo. La mayor sorpresa, quizá, fue descubrir que Morenatti, que siempre ha gastado de colonia un aire chulo y suficiente, esconde un humanismo que le ha llevado en el desierto a retratar la soledad salvaje del fundamentalismo islámico con una precisición estremecedora, con una ternura escalofriante. Se palpa la tristeza, duele el drama. Su última exposición, la secuencia de catorce mujeres con el rostro deformado, rociadas con ácido, es mucho más que un reportaje, mucho más que una crónica, es el descubrimiento abruto de una realidad estremecedora, una antología de barbaridades que aquí se oculta muchas veces con la melaza del mito de las tres culturas, la tolerancia y otras historias sesgadas de hace más de cinco siglos. Para entender la diferencia que se nos oculta sólo hay que quedarse un instante delante de las fotos de Morenatti a esas mujeres, atacadas por sus maridos, por sus padres, por sus primos, atacadas por salvajes que continúan en libertad porque la mujer, en esos regímenes de fundamentalismo islámico, no tiene la consideración de una persona.

Hizo bien el Centro Andaluz de Fotografía, hizo bien Pablo Juliá, cuando se decidió a colgar en las paredes las fotos de esa barbarie porque la indiferencia de occidente, la equidistancia de lo políticamente correcto y el relativismo insoportable de las alianzas imposibles es una puñalada en el suelo a quien ha sido agredida. «Es un mal que vive entre nosotros», dijo Juliá entonces. Es verdad, sólo falta que, a continuación, señalemos sin tapujos dónde radica el mayor peligro para la Humanidad en este siglo nuevo, para el progreso, para la civilización. Dónde está situada la mayor batalla por la justicia y por la igualdad que puede librar hoy el hombre.

Por suerte, esto no es un obituario, la bomba de ayer no ha acabado con Morenatti cuando viajaba ‘empotrado’ en una unidad del ejército de Estados Unidos. Morenatti, gravemente herido, ha tenido la suerte que no tuvo Julio Anguita Parrado, el redactor de EL MUNDO que también viajaba con las tropas de Estados Unidos para cubrir la guerra de Irak. Pues bien, la bomba que mató a Julio en Irak es la misma que ha herido a Emilio en Afganistan. Y no se trata de Bush. Ni de Aznar. Los autores son los mismos; la respuesta y la visión no será igual. Pero conviene comenzar a distinguir a los canallas.

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El que manda



El elixir del poder se fabrica con los mismos ingredientes desde los orígenes de la humanidad. Existe, por ejemplo, una inclinación tribal hacia el más fuerte que no varía ni con la evolución ni con los distintos sistemas políticos. En teoría, esa componente de predominio del más poderoso, (una referencia inconsciente que, como tal, es quizá inevitable en las relaciones sociales; no sé, en el amor, en la familia o incluso en los grupos de amigos) tendría que ser incompatible con cualquier organización democrática que, por definición, se sustenta en el contraste de opiniones, en el debate y en la disidencia. Pero no, los partidos políticos mantienen este principio democrático sólo como discurso, no como práctica; más bien al contrario lo que se busca en los partidos –acaso, es verdad, porque es lo que espera también la sociedad, sobre todo la española– es la presencia de un liderazgo sólido, indiscutible, incuestionable. Si no es así, si no hay un liderazgo férreo, inexpugnable, se interpreta como debilidad. Lo cual, que estamos presos de un curioso laberinto de contradicciones: El cuerpo democrático de un país acaba valorando como un riesgo el debate interno mientras que los liderazgos rocosos, el cesarismo, se ofrece como garantía de cohesión, un certificado de seguridad y rigor.

Fíjense, por ejemplo, en lo ocurrido en los últimos cuatro meses en el PSOE andaluz, un periodo de tiempo en el que se ha incubado a toda prisa un líder nuevo. Griñán, que hace unas semanas era un político colmado, amortizado, que pensaba sólo en su jubilación; Griñán, que siempre ha sido un segundo de lujo, un tipo serio, alejado de la trifulca política, de las tripas del partido; Griñán, que rechazó la Alcaldía de Sevilla porque se batía en retirada, que nunca hubiera firmado este final para su vida política; Griñán, aquel Griñán, ha renacido como una crisálida inesperada, a sus sesenta y muchos, convertido en el nuevo e indiscutido líder del PSOE andaluz. «La presidencia me rejuvenece», dijo él, Griñán, hace unos días, cuando se vio salir del capullo convertido en líder.

Ha abandonado Griñán el enredo de sedas en el que lo envolvieron, y ya tiene asumido que la presidencia de la Junta de Andalucía tiene «como consecuencia» la secretaría general del PSOE, lo cual que los socialistas andaluces le han dado un giro completo a su historia, quizá el más sincero. Lo primero es el poder, lo segundo la representatividad. Volvemos a la teoría: el poder público es la consecuencia democrática de la representatividad. Aquí, ya vemos, se invierten los términos.

Quien mejor ha expresado el proceso, en el sentido tribal de antes, ha sido Chaves; es decir, el propietario del dedo que puso a Griñán en la Presidencia de la Junta después de que el propietario de otro dedo, Zapatero, lo sacara a él mismo del virreinato andaluz. «Ahora, el que manda en Andalucía es Griñán», ha dicho Chaves para ahuyentar debates y críticas, para despejar dudas y tentaciones, para encauzar debidamente las filiaciones y las devociones.

Cuando el próximo congreso del PSOE andaluz encumbre a Griñán (pasará de militante a secretario general), ¿tenemos que contemplarlo como una elección o como aclamación? Lejos, muy lejos, queda el tiempo en el que al PSOE le preocupaba que el poder acabara engullendo al partido; los años en los que el PSOE contaba con debates internos, corrientes internas, tensiones ideológicas. El elixir del poder se ha fabricado siempre con los mismos ingredientes. Griñán es el nuevo virrey. Nadie discuta por qué; es el que manda.

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Pena de muerte



Dice la consejera de Justicia: «A mí me llevan a votar la ley en que se asesine personalmente a los asesinos de tu hija y la voto, pero un responsable político no puede hacer eso». Bien. Obviemos, antes que nada, la expresión del «asesinato personal», pensemos que se trata de una ligereza, un lapsus o un error en la transcripción, porque a ver qué otro tipo de asesinato existe que no sea personal, como si fuera posible un asesinato que no afectara a la persona a la que se asesina. En fin, un absurdo propiciado, seguramente, por la extraordinaria dificultad del asunto que se trata y, sobre todo, por las limitaciones y prejuicios con los que la clase política se enfrenta siempre al debate sobre la cadena perpetua para determinados delitos que provocan una extraordinaria alarma social. La consejera de Justicia andaluza, Begoña Álvarez, sin embargo, se desembaraza de las respuestas de manual y revela que si ella, como diputada, tuviera que votar en el Parlamento una ley que condene a muerte a los asesinos de una hija suya, lo haría sin pensarlo ni un instante. Y añade, «pero un responsable político no puede hacer eso».

Hay que reparar en lo subliminal de la frase porque, en buena medida, todo el debate sobre el cumplimiento íntegro de las penas de cárcel se plantea siempre sobre la misma falsa presunción: que la sociedad se deja llevar por la pasión, por la ira, por la desesperación, mientras que la clase política, que es responsable y equilibrada, está obligada a frenar ese ímpetu irracional. ¡Qué insulto a los padres que han tenido las agallas de tragarse las lágrimas y ponerse delante de un micrófono para pedir serenidad y justicia! Ni los padres de Mari Luz ni los de Marta del Castillo han pedido jamás, como dice la consejera, «asesinar con sus manos» a los que secuestraron, abusaron y mataron a sus hijas. Hasta el momento, lo que han demostrado en España las familias afectadas por una de estas tragedias es una impresionante serenidad, reflexión y mesura.

No, no se les puede presentar, aunque sea inconscientemente, como salvajes porque lo que piden es lo que ya existe en muchos países desarrollados, cadena perpetua. Que si a los asesinos de sus hijas los condenan en su día a cien años de cárcel, que no acaben reduciéndolos a quince años por los beneficios penitenciarios. Y con informes psiquiátricos que revelan que ha sido sometido sin éxito alguno a los programas especiales de rehabilitación de delincuentes sexuales. Porque ésa, y no otra es la paradoja, saber que hay psicópatas que no se rehabilitarán jamás y, sin embargo, se les aplica el derecho constitucional a reinsertarse en la sociedad.

La consejera de Justicia ha llegado al Gobierno andaluz y, en muchas cosas, ha entrado como aire nuevo, brisa fresca en este sopor. Se la ve con ganas, con ideas, con determinación. Ha abierto las ventanas y se ha arremangado la camisa. Está bien. Pero el ímpetu no es nada sin reflexión, sin lógica. Que aproveche la cercanía de Espínola para repasar el Flamenco de Ley, que ahí encontrará la lógica que piden los ciudadanos y que, a veces, incluso comparten los propios asesinos: «Por celos la maté/ loco perdío me tenía./ Ahora está en la losa fría/ y yo en la cárcel estaré/ pa los restos de mi vía».

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12 agosto 2009

Patrioterismo



El último patriota al que debimos prestarle atención es a un tal Lucas, dispuesto sólo a reivindicar de su país el olor de las acequias, el verde plateado de los álamos cuando los mueve el viento, las estrellas cuando salpican la noche o el recuerdo de un vermut con ginebra en un pub inglés. Por eso a Lucas, el álter ego de Julio Cortázar, le daba la risa cuando los argentinos de su reunión se daban golpes de pecho con el patriotismo elemental de campanario, de símbolos y de terruño, porque su patriotismo era otra cosa, «su argentinidad era por suerte otra cosa, aunque dentro de esa otra cosa sobrenadan a veces cachitos de laureles», que son orgullos de vecindad o sabores de infancia, patrioterismo gastronómico o botánico o agropecuario o ciclista o futbolero.

Más allá de ese patriotismo por lo que somos, por lo que tenemos, por lo que añoramos, el orgullo de la identidad puede degenerar en nacionalismos que van del egoísmo a la ceguera. Para quienes aún se aferran a la raza, a la pureza, siempre es recomendable la conferencia dictada por Ernesto Renan en 1882: «La historia humana difiere esencialmente de la zoología. La raza no lo es todo, como entre los roedores o los felinos, y no se tiene derecho a ir por el mundo palpando el cráneo de la gente para después cogerlas por el cuello y decirles: ‘tú eres de nuestra sangre; tú nos perteneces’. Más allá de los caracteres antropológicos está la razón, la justicia, lo verdadero, lo bello, que son iguales para todos».

Ya entonces, Renan estaba convencido de que su idea grande, abierta de nación, tendría que abrirse paso con el tiempo y con la resignación que sucede a la derrota momentánea, que suele ser siempre la derrota de la razón. Pero ya vemos que han pasado los años, tantos años, y el nacionalismo es una llama que no se extingue. Reverdece con la demagogia de lo elemental y la apelación continua al egoísmo de lo nuestro, que no nos lo quite nadie.

En este sentido, si algo hay que reivindicar de la memoria de Blas Infante, del que acaban de cumplirse 73 años de su fusilamiento, es precisamente su concepto de «nacionalismo humano», no excluyente, que otras veces hemos invocado aquí. Y el espíritu de lucha, de lucha contra la desigualdad, contra los privilegios, contra la postergación de unos territorios en favor de otros. El nacionalismo andaluz más interesante es ése, el que defiende la igualdad; el que pone de ejemplo su historia milenaria y su riqueza, para defender la universalidad. Ése es, además, el nacionalismo andaluz más comprometido, el que, como ocurrió en los primeros años de la transición, se moviliza para impedir que la fórmula imprecisa, conscientemente ambigua, del Estado de las Autonomías oculte una España de dos velocidades, que es deseo último y confeso de nacionalistas vascos y catalanes. Ése es el nacionalismo andaluz que merece la pena, el que busca la igualdad, no la diferencia; quizá por eso es el más desatendido.

«Resumo, señores: el hombre no es esclavo de su raza, ni de su lengua, ni de su religión, ni del curso de los ríos, ni de la dirección de las cadenas montañosas». Muchos años después, Lucas resumiría a su forma con el mismo espíritu que Renan. Las acequias, el sabor de un dulce de leche, el recuerdo de una calle, de una esquina y hasta la fealdad de una plaza. «Y también algunos patios, claro, y sombras que me callo, y muertos».

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08 agosto 2009

Charlatanes



Entre las noticias del verano, hay un subgénero que apasiona: las noticias de las vacaciones de los políticos. Pocos retratos tan certeros como una crónica, en apariencia insulsa, en la que los políticos detallan sus planes de veraneo. Lo que ocurre es que, por lo general, las informaciones se enfocan mal, no se explota su valor genuino como retrato de clase. En vez de eso, esos reportajes se encabezan siempre con el descubrimiento bobo de que «los políticos son humanos». Como si alguien se sorprendiera al descubrir que el ser político es un ser común, vulgar; como si el personal tuviera la idea amasada, prefijada, de que la clase política la forma una raza o una especie distinta a la humana, superior, con usos y costumbres distintos a los del pueblo que gobiernan. Y no, claro.

El caso es que por esa bobería de enfocar las vacaciones de los políticos como una rareza impropia o como un gesto de camaradería o sencillez, se desperdicia el mejor análisis del subgénero, que no es otro que el descubrimiento palpable de la mentira incluso en los planes de ocio. O sea, que las trolas que suelen meter algunos políticos cuando se les pregunta qué piensan hacer en el mes de agosto suelen ser apoteósicas, impresionantes.

¿Qué necesidad tiene un político de mentir sobre sus vacaciones? Pues, lo hacen, oiga. Y esa tendencia compulsiva al engaño es la que convierte las noticias de las vacaciones de los políticos en un subgénero de gran valor documental; informaciones que tendrían que ser analizadas como un improvisado ‘test de sinceridad’. Concluiríamos entonces que, incluso cuando el personal está de vacaciones, «la política es el paraíso de los charlatanes», como decía George Bernard Shaw.

Fíjense, por ejemplo, lo que ha contestado el alcalde de Sevilla, el socialista Alfredo Sánchez Monteseirín, cuando le han preguntado qué piensa hacer en el mes de agosto. Transcribo el listado de propósitos del alcalde. Como este verano no hay elecciones de por medio, el alcalde dice que quiere relajarse. Y esto es lo que tiene preparado para «relajarse». Atención: la mayor parte del tiempo se va a quedar en Sevilla, para disfrutarla en agosto, y, sobre todo, «para inspeccionar el carril-bici con su propia bicicleta». ¿Y la playa? También, a Chipiona, para así, de paso, visitar a su madre. ¿Nada más? No, hay más:«pretende estudiar algo de inglés médico» y, finalmente, quiere «sacar tiempo para escribir un libro». Pero no un libro cualquiera, de cuentos cortos o ensayos de política, no, un libro de historia, de la historia de Sevilla en los dos últimos siglos desde la perspectiva de los dos últimos cardenales, Bueno Monreal y Amigo Vallejo.

La trola, como observarán, es inmensa. No se conforma con decir que se va quedar disfrutando de Sevilla en la soledad de agosto y de la playa, en Chipiona, como tantos sevillanos, no, se queda en Sevilla pero pedaleando, a 45 grados a la sombra, ¡para inspeccionar el carril bici!; no dice que vaya a repasar algo de inglés, no, va a «estudiar» inglés médico, como si no hiciera treinta años que no se pone una bata blanca; y por supuesto no se conforma con leer algún libro, no, va a escribir uno y de historia. ¿Lo ven ahora? Estas declaraciones están desperdiciadas. Después de lo del inglés médico en agosto, ¿cómo se va a creer nadie lo que diga el alcalde Monteseirín de las corruptelas municipales de Mercasevilla? Venga ya...

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Raitán



Fíjense qué dos noticias traía el periódico de ayer en las páginas de sociedad. La primera es una escena habitual de los últimos tiempos, varias decenas de inmigrantes tumbados en el cemento de un puerto cualquiera. Están tendidos en el suelo y el rojo fuerte de las mantas de los voluntarios resaltan la piel negra y, sobre todo, la blancura de los ojos vueltos, por el estado de shock en el que se encuentran. Es una escena habitual, ya digo. Los de ayer eran noticia (ya saben que la reiteración empequeñece los acontecimientos en el interés general y por tanto en la prensa, excepción hecha de la política) porque los encontraron en alta mar, exhaustos, a bordo de dos embarcaciones de juguete, de las que se venden en las tiendas de playa. La segunda noticia era de Raitán, el perro de un vagabundo de Dos Hermanas que la policía rescató hace unos días en condiciones lamentables. El dueño, alcohólico, indigente y enfermo, lo mantenía encerrado en una habitación y, por la falta de higiene, había criado una gran cantidad de pelo. La noticia lo detallaba: «una gran cantidad de pelo criado que, junto a la suciedad acumulada y el tremendo hedor, le había formado tremendos nudos y extraños apéndices, haciendo difícil distinguir éstos de las patas y el rabo del animal». Una asociación andaluza de defensa de los animales ha puesto sus servicios jurídicos a disposición del perro para emprender las acciones legales que sean oportunas (incumple la normativa de llevar un microchip) y –esto es, sin duda, lo más interesante de la noticia– su cautiverio ha despertado una corriente inmediata de solidaridad en media Europa: «A las pocas horas de hacerse pública la noticia ya se había rebasado el medio centenar de solicitudes de adopción procedentes de familias de España, Bélgica, Alemania, Holanda y Francia».

¿Podemos extraer alguna moraleja de estas dos informaciones o lo despachamos con la consideración genérica de que la mera vinculación de estas dos noticias es un ejercicio de demagogia insoportable? ¿Es pertinente sorprenderse por la inmediata corriente de solidaridad hacia el perro abandonado, algo que jamás se ha suscitado en Europa con respecto a uno sólo de esos inmigrantes subsaharianos? ¿Es conveniente establecer un paralelismo entre los cuidados que va a recibir el perro en un centro especializado y el destino que les espera a los inmigrantes, primero recluidos durante meses en un centro semi-penitenciario y luego repatriados o abandonados en la calle?

Dicen que Raitán está «psicológicamente fatal, constantemente asustado, gruñe y se esconde de quien se le acerque» y que, en cuanto se recupere, no será difícil encontrarle «una familia de acogida»... Que sí, que ya sé, que todo esto es demagogia. Y, además, es imposible luchar contra las fuerzas que mueven la sociedad, las corrientes de afecto inconscientes que se despiertan conducidas por los medios de comunicación. De acuerdo, pues, no comparemos: Vamos a limitarnos a tener con los inmigrantes la misma consideración social que con Raitán, la misma comprensión. Ni siquiera reparemos en la diferencia entre personas y animales. Rebajemos la demagogia a lo elemental: el perro ha sufrido, los inmigrantes también. Sólo eso. Cuando los vea en la playa, cargados de bolsos y de relojes, o en un semáforo, ofreciendo pañuelos y sombrillas, piense al menos en eso.

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El plan de la É



Elías se echó a la calle decidido a que le dieran las explicaciones menos usuales de la política: el porqué de una obra pública sin sentido. Una obra del Plan E. Junto a su casa. Primero llegaron y colocaron un cartel: «Obras de remodelación y mejora del acerado. Plan E. Gobierno de España». Letras rojas, con la E en todo lo alto, ondeante como una bandera de conquistas. Tendría que ser una buena noticia que el Gobierno descienda hasta las aceras, que baje hasta la calle y se ponga a la altura de sus ciudadanos. Tendría que ser una buena noticia, pero Elías recordaba que las aceras de su calle ya las levantaron hace tres años. Y salvo algunos desperfectos, estaban en buen estado. ¿Qué sentido tiene ahora volver a levantar las aceras? Se echó a la calle convencido de que podría evitar un despilfarro tan evidente.

Los albañiles y el operario de la excavadora lo miraron con cara de extrañeza y le pidieron que esperase al oficial. Pero el oficial tampoco tenía respuestas, y le pidió que aguardara al encargado, que llegaba al mediodía. Y nada tampoco, ninguna respuesta para la pregunta más sencilla: ¿Qué sentido tiene esta obra? «Es un tipo raro», oyó murmurar a sus espaldas. Ciertamente lo era. Su rareza consistía en creerse ciudadano, en no asumir como un siervo de la gleba la degeneración despótica de las instituciones, la desconsideración al contribuyente con ese paternalismo insoportable de quien presenta las obras públicas como favores, graciosas concesiones que el personal debe asumir con obediencia, gratitud y silencio. No era su caso. Cada dinero empleado en las aceras era dinero público; su dinero, por tanto. Lo cual, que volvía otra vez a la pregunta elemental: ¿Qué sentido tiene volver a levantar las aceras, poner la calle patas arriba durante meses, despertar a los vecinos a las siete de la mañana con las excavadoras, cortar al tráfico de punta a punta y dejarle inútil el garaje? ¿Para cambiar de nuevo las aceras? No puede ser.

Fueron pasando funcionarios y técnicos, o mejor iba pasando él, como una pelota de pin pón, de despacho en despacho, hasta llegar a la antesalda del despacho del concejal. «Está reunido. Tiene que pedir cita». Cansado de esperar, emprendió desolado el camino de regreso.

En la salida, un tipo le siseó. Se volvió a mirarlo. «Mire, en realidad, no encontrará ningún responsable porque las obras del Plan E son un auténtico caos. La orden era hacer todas las obras posibles de aquí a final de año. Entenderá usted que el objetivo no eran las obras públicas en sí, sino los contratos de empleo; es el mundo al revés porque el fin no es la obra pública sino la realización de la obra pública. Por eso hay obras con sentido y otras que son una barbaridad».

Un día llegaron y colocaron un enorme cartel. Allí en el bar, consumiendo cervezas, pensó que volvió a pensar en ese día. ¿De dónde viene la é? Este no es un plan eficaz, ni ejemplar, no busca la excelencia ni va a servir para reactivar la economía, ni para asentar el empleo. Este plan es un exceso, casi una evasiva del Gobierno, este plan nos embarga... Este plan es electoralista y sus resultados se van a evaporar en nada. Este plan es un error. Este plan, este engaño, debe ser España.

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04 agosto 2009

Automatismos



Hace un par de meses, el Tribunal Supremo absolvió de prevaricación al juez Urquía con el inquietante argumento de que «la mera ilegalidad» no basta para condenar a un tipo. Inquietante porque entre los hechos probados se reconocía que el juez de Marbella se quiso comprar un piso; que para comprarse el piso, en vez de ir al banco y pedir un crédito, se fue a ver a Roca al Ayuntamiento; que Roca le abrió la ventanilla y le dio los 73.800 euros que le hacían falta para pagar la vivienda; y que, a continuación, el juez fulminó un programa de televisión en el que se ponía a caldo al ex asesor urbanístico marbellí. En una sentencia anterior, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía había condenado por prevaricación al juez porque entendía que era evidente que se puso de parte de Roca en su conflicto judicial con la televisión en contraprestación del dinero recibido, «a cambio de un trato favorable en asuntos judiciales», decía la sentencia. Sin embargo, el Tribunal Supremo no llegó a ver clara esa vinculación porque la prevaricación sólo se habría dado «en absoluta falta de competencia o en inobservancia de esenciales normas de procedimiento». Es decir, que como el juez Urquía había respetado el procedimiento judicial y había dictado la resolución favorable a Roca con apariencia de legalidad, no es posible establecer una conexión entre el dinero recibido y el trato de favor.Y concluía con la frase de antes: «La mera ilegalidad no basta a estos efectos».

Ayer, el Tribunal Superior de Valencia archivó la causa abierta contra el presidente de aquella comunidad, Francisco Camps, con un razonamiento muy parecido. Afirma que, aún en el caso de que, en efecto, Camps y los demás hubieran recibido los regalos de los que se les acusa, no se puede descartar que los hayan recibido por amistad o por ser cargos del PP, en vez de por el cargo público que ocupan. Lo expresa, además, con términos que recuerdan la sentencia anterior de Urquía: no se puede establecer el cohecho con un «automatismo genérico» en el sentido de que cuando un alto cargo recibe un regalo éste se realice «en consideración a su función, por el mero hecho de constatarse que se reúne la cualidad de autoridad o funcionario público».

El cohecho o la prevaricación, o sea, no depende tanto los hechos probados como de la interpretación que haga el tribunal del ánimo del procesado. Hacen bien los tribunales en aclararnos estas cosas porque cualquier mortal, sin demasiados conocimientos jurídicos, hubiera interpretado todo lo contrario, aplicando sólo el sentido común; que el juez le dio la razón a Roca en su conflicto judicial con la televisión a cambio de los 73.800 euros de la vivienda y que si a Camps una empresa valenciana le regalaba trajes era por ser el presidente de la comunidad. Menos mal que los tribunales nos aclaran ahora que no debemos pensar así, que todo esto es un automatismo, meras ilegalidades que no dan para condenar a nadie por prevaricación o por cohecho. La duda es: a partir de este rasero, ¿quién puede ser condenado en España por prevaricación o cohecho? Quizá lo mejor será anular esos delitos del Código Penal. Que el personal se deja llevar por la evidencia, sin la sutil interpretación de un juez, y así nos va.

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03 agosto 2009

Hablar de ETA



Dices que estás cansada de hablar de ETA, que te hastía la reiteración, siempre la misma secuencia de palabras y de gestos después de un atentado, las mismas palabras de rechazo, los mismos comunicados de condena firmados por los mismos y redactados con idéntica sintaxis, repitiendo, una tras otra, las mismas expresiones que se emplearon en decenas de asesinatos anteriores. Siempre las mismas palabras para acabar siempre volviendo a lo mismo. La reiteración de la condena conduce a la repetición del acto, y eso es un sinsentido, un laberinto que te agobia.

Dices que estás cansada de hablar de ETA porque también las palabras se gastan, se agotan, y acaban por no significar nada. Dices que ya no te crees ni las palabras ni los gestos de quienes repiten esas palabras, labios compungidos detrás de un atril y cejas arqueadas mientras las manos van batiendo el aire como queriendo inflar esas palabras que ya no dicen nada, que están vacías. Porque una palabra sin significado es un cuerpo sin corazón, sin alma, un zombi; una palabra sin significado es mucho más que una derrota que se oculta, un gesto mecánico que quiere esconder su impotencia. Una palabra sin significado es el vacío más letal de una democracia, porque es entonces cuando habrá muerto cualquier ilusión, cualquier esperanza, cualquier consuelo de justicia. Las palabras gastadas de una democracia hacen de alfombra a los aprovechados, a los dictadores, a los arribistas, a los demagogos populistas. Por eso son letales.

Dices que estás cansada de hablar de ETA, de que todo vuelva a la misma sorna con la que, dentro de unos días, algún juez diletante elaborará desde su alta magistratura un auto pretendidamente sesudo e inevitablemente frívolo sobre la prevalencia del derecho a la libertad de expresión de los familiares de presos etarras sobre el derecho de las víctimas de no ser humilladas, abochornadas, escupidas. Estás cansada de que, otra vez más, te llenes de miedo cuando bajes a la playa con tus hijos, en Málaga o en Cádiz, y oigas acercarse las sirenas de un coche de policía. Como aquella noche en la que mataron a Martín Carpena y te recluiste en tu piso de alquiler, abrazando a tus hijos, mientras revoloteaban en la noche los helicópteros de la Policía y en el asfalto se secaba la sangre del concejal asesinado. «El Martín Carpena», porque lo peor es que para muchos, ese nombre ya sólo es la referencia del pabellón cubierto en el que juega al baloncesto el Unicaja. Qué triste paradoja es ésta de que el homenaje se convierta en la mejor muestra del olvido.

Dices que estás cansada de hablar de ETA, pero es ahora, en este instante en el que las palabras parecen cansadas, ahora que te hastía hablar del terrorismo vasco, cuando hay que hablar más fuerte, con la cara descubierta, sin esconderse ni amilanarse; sin darse por vencido, ni por cansancio ni por miedo. Ahora, más que nunca, hay que hablar de ETA. Para decirle al Gobierno que con ETA, ni una tregua más. Para señalar con el dedo la insoportable veleidad de quienes hacen de la equidistancia una falsa doctrina de pacificación. Para exigir que los presos por terrorismo no gocen de privilegios en las cárceles. Para animar a los ciudadanos vascos a que salgan a la calle con la fuerza dormida del ‘espíritu de Ermua’ para mirar a la cara a los salvajes y no esconderse jamás. No cansarse jamás.

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