El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

29 octubre 2010

Tuteo político



Primero fue el tuteo indiscriminado y, desde hace ya bastantes años, se le ha añadido el empleo generalizado del diminutivo. De forma que uno entra en una tienda a comprarse unos zapatos o un televisor, y lo primero que hace el dependiente –no todos, es verdad– es comenzar a explicar las diferencias de precios y de calidades como si a uno le faltaran dos hervores. Como ayer, por ejemplo: «Mira, éste es muy baratito. Si te lo llevas, presentas la facturita en la caja y te hacen un descuentito. Guárdate bien la facturita, ¡eh!, porque tienes dos años de garantía. Pero ya verás, cuando estés en casita... Te vas a alegrar». Y se queda uno con cara de bobo, sin haber pronunciado ni una sola palabra, estupefacto. O, mejor, estupefactito.

Fernando Lázaro Carreter consideraba que el tuteo, pavorosamente extendido en España, es una de las manifestaciones más visibles de la crisis de una serie de valores que tienen que ver con la educación, con el respeto, con los buenos modales; con esa antigualla que se llamaba urbanidad y se impartía en los colegios. «¿Somos capaces de valorar cuánto ha costado a la humanidad el código de conducta civilizado que ahora se desmorona?», se preguntaba Lázaro Carreter sin adivinar más respuesta que la constatación del evidente declive de las más elementales normas sociales civilizadas y su vinculación con las desnortadas tendencias al igualitarismo, que nada tienen que ver con la igualdad.

Como después de la tienda, me detuve en la sesión el Parlamento, observé que el problema de la política es también el tuteo. Los diputados, entre ellos, guardan escrupulosamente el tratamiento de señorías, pero cuando se refieren a la gente tienden a tutear a los electores, a los ciudadanos. Se oyen las explicaciones del Gobierno ante las preguntas de la oposición y la sensación que se tiene es que, a sus ojos, los ciudadanos son seres inmaduros, infantiles. Por eso, el Gobierno, ante las críticas, ya sean por los recortes sociales, por el despilfarro o por los abusos en la Función Pública, la única conclusión que extrae es que es necesario reforzar la comunicación (la propaganda) porque los ciudadanos no lo han entendido bien. Seres inmaduros incapaces de comprender que cuando le meten la mano en el bolsillo es por su propio bien.

La propia transfiguración de José Antonio Griñán en Pepe Griñán tiene mucho que ver con el tuteo. En la sesión de ayer, Arenas le deslizó con habilidad el escándalo de su segundo y Griñán, Pepe Griñán, decidió tutearnos a todos con una conclusión inaudita sobre lo ocurrido: «El PSOE es el partido que más se parece a Andalucía». ¿Y eso qué quiere decir, Pepe Griñán? ¿Acaso que todos recibimos subvenciones de la Junta o es que piensa que todos somos iguales, unos fulleros? Ayer, en el Parlamento, el presidente se comportaba como el dependiente. «Lo de Velasco no es nada, una sospechita de nada. El PSOE sigue siendo tu partido, el de todos los andaluces. A lo demás, lo le eches cuenta, que es una tonteriíta».

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28 octubre 2010

Los calaveras



A Mariano José de Larra le preocupaban los calaveras. Hace algo menos de dos siglos, Larra se percató de que la historia del mundo estaba condicionada por los calaveras; que esos especímenes habían determinado la historia del hombre sin que nadie, ningún historiador, ningún filósofo, ningún estadista, hubiera reparado en ello. De la misma forma que no se le presta atención a la fuerza determinante de la estupidez humana, como nos advirtió Cipolla, la presencia de los calaveras en el gobierno del mundo es la que nos puede explicar los acontecimientos más importantes de la historia. Lo Que le preocupaba a Larra es que, convencido como estaba de la importancia de los calaveras, nadie había considerado hasta entonces la necesidad de definirlos y, más allá, nadie se había preocupado de encontrar el origen etimológico de la palabra calavera aplicada, no al cráneo descarnado, sino a la persona, al personaje. Y eso, añadía él, que se trata de una especie que pertenece a todos los tiempos: “César, marido de todas las mujeres de Roma, hubiera pasado en el día por un excelente calavera. Marco Antonio, echando a Cleopatra por contrapeso en la balanza del destino del Imperio, no podía ser más que un calavera; en una palabra, la suerte de un pueblo se ha decidido a veces por una simple calaverada”.

Lo que puede suceder en el asunto de ese tipo, Rafael Velasco, que acaba de dimitir de todos sus cargos públicos, en el PSOE y en el Parlamento de Andalucía, quizá se explique por lo anterior, por la calaverada. El personaje, desde luego, da la talla de calavera, porque sólo hay que verlo, cómo viste, cómo habla, cómo actúa, para entender que pertenece a esa especie que se perpetúan a lo largo de la historia. Pero la consagración definitiva en esa condición de calavera le ha venido con su episodio final; el descubrimiento de las subvenciones que recibía la empresa de su mujer de la Junta de Andalucía, su mofa inicial al trascender el escándalo y la sobreactuación final de su dimisión, en la que no ha reparado en fronteras morales. Y ha sido esto último, de toda la historia, el peor final de todos. Sencillamente, las explicaciones que ha ofrecido el tipo para justificar su doble dimisión pueden considerarse, desde un punto de vista moral, tan graves como el escándalo en sí. Dicho de otra forma: ¿por qué hay que permitir que un político, en vez de dar explicaciones detalladas, se permita acusar a quienes le denuncian de practicar una “cacería que ha puesto en riesgo a su familia, a su mujer y a su hijo"? Nadie, con dos dedos de decencia política, se parapetaría en su mujer embarazada y en su hijo. Ese límite, que Velasco ha rebasado, es inaceptable. Es más: Velasco lo sabe; lo sabe desde mucho antes de que estallara este escándalo en EL MUNDO. Lo sabe y lo calla. La impudicia de poner a su familia por delante para arrojarla como excusa y extenderla como remordimiento con tal de justificar una quiebra política, es un límite que no tendría que haber rebasado. Y él lo sabe. Y lo calla.

Velasco ha sido víctima de sí mismo. De una forma de hacer política, de una generación de dirigentes atrofiada de poder. El PSOE de Griñán, quizá el primer sorprendido por el escándalo de quien él consideraba su infalible ‘número dos’, haría bien en desmarcarse pronto de ese discurso de cacerías familiares. Pongamos que, como decía Larra, Rafael Velasco no es más que uno de esos especímenes de la historia que se dan en llamar calaveras. Como ya han pasado dos siglos, el diccionario ahora recoge la voz ‘calavera’, referida al carácter, no al cráneo, en sus dos acepciones finales. Dice así: "Hombre de poco juicio y asiento. Hombre dado al libertinaje”.

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Entierros



Antes de lo suyo con la ‘señorita Trini’, antes de que se levantara aquella polvareda feminista que no entendió que el mensaje corrosivo no iba en la adscripción de género sino en la vena aristocrática, Alfonso Guerra contempló desde la lejanía la nueva hornada de dirigentes del PSOE y, ante alguno de los suyos, sentenció el panorama: “Esos no saben lo que es ir a un entierro sin ganas. O a una boda sin ganas… No, no, no lo saben”. Sí, es verdad, ésa es la diferencia entre los dirigentes socialistas como Alfonso Guerra y la nueva generación de jóvenes dirigentes del Partido Socialista que, en vez de clandestinidad, encontraron despachos; en vez de lucha en las agrupaciones, aprendieron de traiciones; en vez de ideales memorizaron consignas. Aquellos que hicieron del PSOE, pueblo a pueblo, el partido que arrasó hace veinte años con un mensaje nuevo, de cambio, de ilusiones, no pueden tener esperanza alguna en el futuro de ese mismo partido, hecho en las tabernas y en las universidades, en manos de esos jóvenes que, en Andalucía, se les llama ‘griñaninis’. Aún desde el barro en el que se emponzoñaron al final del felipismo, esos dirigentes que construyeron el PSOE de la democracia son capaces de atisbar el abismo que les separa de esta nueva generación de Leires, Bibianas y Velascos. Esos tipos no se han roto en kilómetros por los pueblos para abrazar a la viuda de un concejal muerto, ni se han estropeado un domingo para asistir a la boda de carne en salsa y tarta de merengue de la hija de un alcalde. En la ciénaga de la corrupción de los años negros del felipismo llegaron, como ya se contó, a planificar el envío de un maletín para la viuda de un diputado muerto, envuelto en trampas. Pero hasta en ese detalle miserable se podrían encontrar diferencias en la forma de entender un partido, una militancia.

Es verdad que la concepción del partido obrero, esa estampa de Novecento, se la han tragado los tiempos; que las estructuras políticas de los partidos, después de treinta años de democracia, no tienen nada que ver con las del final del franquismo, cuando ‘Isidoro’ llenaba las plazas de toros con Triana tocando al fondo. Es verdad, sí, pero la evolución tendría que haber sido de otra forma, con dirigentes nuevos, jóvenes, formados. Idealistas en lo que cabe. Esta generación asusta a los propios veteranos del PSOE cuando los oyen hablar, cuando los ven actuar, y comprueban que han adquirido todos sus vicios de supervivencia, todos los rencores del sectarismo y ninguna de las virtudes de la política. Soberbia de poder y ausencia de ideales.


Dicen que ayer, el joven Rafael Velasco, ascendido por Griñán al ‘número dos’ del PSOE de Andalucía presentó su dimisión como diputado tras el escándalo de su mujer, los 730.00 euros en comisiones que le había apañado la Junta de Andalucía. Dicen que alegó “motivos personales”, pero, en política, todo el mundo sabe que esa expresión significa, en realidad, “motivos inconfesables”. Ese tipo, Rafael Velasco, por cómo viste, por cómo habla, por cómo asciende como la espuma, debe ser de esos dirigentes a los que Guerra retrató con su sentencia. Con una diferencia: Velasco ya ha aprendido lo que es a un entierro sin ganas. Ayer mismo, por la tarde, tuvo que asistir al suyo como diputado socialista. Igual tiene que presenciar otros en adelante.

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25 octubre 2010

Barbas blancas



En la barra de un bar, en el encuentro fortuito de una esquina o en los pasillos intransitables de unos grandes almacenes, siempre surge alguien que sorprende con una revelación política inesperada. “¿Sabes cuál es el problema de Rajoy?”, me dijo el otro día una señora con un bolso marrón. “No puede ser que se empeñe en llevar el pelo teñido y la barba blanca… No es creíble”. Por muchas vueltas que le hubiera dado a las encuestas del fin de semana, por muchos análisis macroscópicos, por muchos repasos que se le den a las perspectivas electorales, jamás hubiera pensado que ésa era el problema. Debe ser una limitación intelectual, pero jamás hubiera caído en esa explicación de la realidad política. El pelo negro y las barbas blancas… ¿Será eso? El caso es que, desde que me lo dijo, no he dejado de ver a Rajoy como un tipo partido en dos mitades, el pelo negro y las barbas blancas; un líder dividido, un hombre de dos caras, dos estampas. Porque es verdad, en Rajoy la espesura negra del pelo se rompe en el mismo instante en el que la patilla desciende de la oreja para convertirse en una llanura blanca, de brotes de nieve rasurada.

Pelo negro y barba blanca, ¿será eso? Porque es verdad que el Partido Popular parece imbatible en las encuestas y se ha instalado en una mayoría absoluta que supera incluso a la de Aznar, cuando la ‘lluvia fina’ del nuevo milenio le otorgó a la derecha española la primera mayoría absoluta en el Congreso; porque es generalizada la sensación de que el ciclo del PSOE se ha agotado ya, que no da para más; todo eso es tan cierto como que, a continuación, a cualquiera que se le pregunte añade que Rajoy es un tipo que no convence del todo. Que por eso en las encuestas no despega del todo, que la distancia que separa al PSOE del Partido Popular se debe más a la debacle de Zapatero que al ascenso de los populares. Existe un punto de desconexión, de apatía, de desconfianza final, entre el personal y el líder de los populares que no se entiende bien, que no se explica con razonamientos políticos ni con lógicas electorales. Ni la coyuntura de los casi cinco millones de parados, ni la deriva política del zapaterismo, ni el recuerdo de la herencia del PP en los ocho años que estuvo en el Gobierno de la nación, mitigan ese efecto final de desconfianza. Pero, ¿por qué?

El pelo negro y la barba blanca. Estos vaticinios políticos desconciertan a cualquiera. Y no se sabe ya si es un síntoma de inmadurez democrática, de frivolidad, de una sociedad en la que sólo impera la imagen, o una demostración de lo contrario, de la sutileza de una ciudadanía que es capaz de percibir en esa dicotomía de pelos un gesto de desconfianza, de impostura. Ayer en Linares, como otros domingos soleados en Dos Hermanas, en Antequera o en Valverde, el Partido Popular va conquistando plazas y bastiones electorales del PSOE, ciudades que siempre han votado socialista. Suenan discursos de cambio y la gente aplaude la llegada de la alternancia. Pero entonces llega una señora con el bolso marrón y repara en la estética del líder, que tiene los pelos negros y la barba blanca. Y se hace un silencio que nadie puede superar, que nadie acierta a explicar. ¿Será eso?

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22 octubre 2010

Mañana es sábado



La gente ha comenzado a encomendarse a Dios cada vez que Zapatero reacciona y cambia algo, cuando inventa algo o cuando lo dice. Un tipo con muchos trienios en la Administración confiesa, entre café y caladas de puro, que nada más conocer el relevo en el Ministerio de Asuntos Exteriores ha dirigido una plegaria a Dios porque «es un milagro que Moratinos haya sido ministro durante seis años y que ningún país nos haya declarado la guerra». La misma reacción de encomienda misericorde tiene el ex secretario general de Comisiones Obreras, José María Fidalgo, que al contemplar los cambios se ha acordado de la expresión de una feligresa a la salida de misa de doce. «Que Dios guíe su mano por donde menos daño haga», ha dicho Fidalgo un poco antes de que Carlos Herrera se subiera en el pescante de los carromatos. Y todo en este plan.

Lo que sugiere todo esto no es, desde luego, que España de pronto se haya hecho más católica, sino que el problema del Gobierno socialista, como han entendido bien los viejos zorros de ese partido, es de credibilidad del presidente Zapatero y, por extensión, del zapaterismo. Que no parece que la gente confíe mucho en sus palabras, diga lo que diga ahora, ni en sus guiños políticos, por mucho que zarandee los ministerios y cambie de gobierno al ritmo inaudito que lleva, seis años de mandato y ocho cambios de gobierno. Lo normal será, en definitiva, que en una semana el cambio de Gobierno se haya olvidado y que los problemas vuelvan al cauce en el que se encontraban: la cruda realidad de la calle. Que no son explicaciones lo que se precisan, sino respuestas. La ingenuidad es pensar que, con la mera recarga de peso político al Ejecutivo, se solventan los problemas. Esta frase, por ejemplo, de una crónica política: «El presidente Zapatero pretende dar un impulso a su Gobierno en uno de los momentos más delicados que atraviesa desde que es presidente, acorralado por una crisis económica que ha desencadenado una monumental destrucción de empleo en España. Para hacer frente a la situación, el presidente ha ideado un nuevo equipo de un perfil político muy acusado que traslade a la opinión pública los proyectos en marcha para salir de la crisis». ¿Saben cuál es el problema? Pues que, por mucho que lo parezca, la frase no es de hoy, sino de hace más de un año, de abril de 2009. Y puede parecer normal que el personal se canse, mire para otra parte, cuando comience a oír de nuevo que los cambios nos ayudarán a salir de la crisis, y esas cosas.

Sucede incluso que, cuando el discurso está tan gastado, tan manido, la política se despeña por la ridiculez. Ahí está el presidente de la Junta, José Antonio Griñán, con ese paternalismo ridículo con el que se ha referido a la salida de Rosa Aguilar del Gobierno andaluz, como si fuera un objeto, un jarrón chino que se presta, un cuadro para decorar un salón. Eso de que si Zapatero se la hubiera pedido para el Ministerio de Trabajo no la hubiera dejado, pero como se la ha pedido para el de Medio Ambiente, la deja salir. Será porque en Andalucía, como todo el mundo sabe, el paro no es ningún problema.

Lo mejor, en fin, es que podemos presumir ya que el impacto de la crisis de gobierno se habrá diluido la semana que viene. O como diría Mourinho –el entrenador del Madrid al que algunos intelectuales empiezan a entronizar–, con cambio de Gobierno mañana es sábado, y sin cambio de Gobierno mañana es sábado. Otro sábado más con cuatro millones de parados.

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¿Por quién llora Moratinos?



Sólo porque ésta es la primera vez que un ministro rompe a llorar en cuanto se anuncia su destitución, merece la pena elevar a la categoría de acontecimiento la anécdota de las lágrimas de Moratinos ayer en el Congreso. Sólo porque el comportamiento político habitual no es éste, ni aquí ni en ninguna otra parte, sería un error imperdonable no reparar en que las lágrimas de Moratinos significan mucho más de lo que aparentan. ¿Por quién lloraba Moratinos? Esa es la cuestión. Y el que encuentre la respuesta, hallará las claves secretas de la remodelación del Gobierno de Zapatero.

Lo más fácil, y quizá lo más equivocado, es pensar que Moratinos lloraba por su destitución como ministro de Asuntos Exteriores. Es lo primero que se piensa, es verdad, cuando se ve al hombre secándose las lágrimas con su pañuelo blanco, sentado por última vez en el banco azul. Pero no es así, con mohines de llanto, como los políticos expresan su desaprobación por un cese o por un cambio, sino con el gesto contrario, las sonrisas de hielo que, por ejemplo, exhibían ayer De la Vega, Bibiana o Beatriz Corredor. Además, una persona que se ha pasado una legislatura y media al frente de Exteriores no puede ansiar otra cosa que detenerse un minuto en su propia vida. Y lo que le espera a Moratinos, desechada la absurda idea de que fuera candidato a la Alcaldía de Córdoba, es un destino diplomático placentero y lustroso. Moratinos, con su cara redonda de Papa Noel, con sus ojillos pequeños y tristes, con sus andares apesadumbrados, deja el Ministerio y para él será una liberación.

No, Moratinos no lloraba por él, lloraba por el ocaso del imperio, por el fin de un ciclo, por el final de una ilusión. Moratinos se veía ayer abandonando la Alhambra y lloraba por su rey, lloraba por Zapatero, otra vez obligado a hacer las reformas que no quería, a suprimir los ministerios que no deseaba, a renunciar a todo aquello que lo identificaba como líder. Moratinos lloraba porque a Zapatero, después de ceder en su política con la Reforma Laboral, ha tenido que ceder ahora en la única parcela de coherencia interna que le quedaba, el Gobierno. Es el fin del zapaterismo por lo que lloraba Moratinos, por este cambio de gobierno en el que se intuye, otra vez, que han sido las presiones de fuera, esta vez de su propio partido, las que han dictado el eje nuclear de la remodelación. Los guiños propios de otras épocas, sus apuestas personales, como la entrada ahora de Rosa Aguilar o el ascenso de Trinidad Jiménez, pueden equipararse al valor político fundamental que tiene esta remodelación: la evidencia de que en el PSOE todo se está disponiendo ya para el control del partido tras el zapaterismo.

Los psicoanalistas han visto en la estampa mitológica de Saturno devorando a sus hijos un acto de melancolía y de destrucción. Moratinos miraba ayer a su alrededor y veía eso mismo, a Zapatero devorando a sus creaturas. Por eso lloraba.

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18 octubre 2010

Bronca



Cuando un político pierde el favor de la calle, pierde los pies y las manos. Si la calle se vuelve bronca, arisca, si la calle se emputece con gritos y vozarrones, el político se convierte en un faquir arruinado que camina sobre brasas ardientes y se quema. El bálsamo de abrazos que lo aupó a un liderazgo de moquetas y comodidad, se transforma entonces en una lluvia de aceite hirviendo. Y en las fotos aparecen con la cara desfigurada, desubicados, abrumados por la protesta, por el griterío, por el insulto. Sus nombres se escriben en pancartas de protesta con saliva negra, con la tinta indeleble de la mala leche y del cabreo.

Cuando un político pierde el favor de la calle, se precipita a un vacío en el que nada le queda, porque la política sin los aplausos, sin el calor del pueblo, se autodestruye, y el político se encuentra de pronto en una cárcel de odio, de exasperación. Una tormenta de odios macerados nubla el cielo, lo ennegrece, y se les ve caminando rápidos, marcando el paso rápido de los asesores, de los escoltas, para evitar el chaparrón. Se les ve correr, con sus trajes planchados y el deseo inútil de encontrar un refugio de calma en medio del aguacero de abucheos. Miran hacia abajo, miran hacia arriba, miran sin mirar a nadie. Cuando un político pierde el favor de la calle, la corte de serviles que siempre le acompaña enmudece, palidece y susurran maldiciones contra la turba hostil que los atosiga, que los acosa hasta arrinconarlos. Y allí, en el rincón, comprueban que sin la calle nada les queda, nada son y nada pueden ser. Porque un político que pierde el favor de la calle es un privilegio truncado, un globo pinchado. Decadencia envuelta en desprecio.

Un político nunca entenderá el abucheo, la pitada, la bronca. Siempre encontrará justificaciones públicas («va en el sueldo») y condenadas privadas («fascistas, fachas, exaltados»), pero nunca comprenderá las razones de la bronca porque hace tiempo que no escuchan los latidos de la calle. Se creen elegidos, se ven a sí mismos como dioses menores, y sólo esperan palabras de agradecimiento, aplausos de miel. Pero entonces, un día, irrumpe la calle, sobreviene la bronca para recordarles que la democracia también se expresa con la desaprobación, con la pitada, y que con esas chiflas, la gente, el pueblo, va tejiendo una alfombra que les conduce a la salida, al final.

Cuando los militares le pitan a Zapatero, cuando los funcionarios abuchean a Chaves, no son los militares ni los funcionarios los que tienen que recapacitar porque ni los militares ni los funcionarios son colectivos de descerebrados, de exaltados, sino gente normal a las que, con el nepotismo, con el olvido, les han tocado el resorte de la mala hostia, de la indignación. Cuando un político pierde el favor de la calle, una niebla de rencor, de antipatía, desdibuja el decorado de consignas gubernamentales. Los estúpidos lemas de propaganda oficial desaparecen de la vista. El político se encuentra, entonces, perdido en esa niebla porque los exabruptos lo han devuelto a una realidad que habían olvidado: no son nadie sin la gente.

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O rei Gaspar



Si Gaspar Zarrías hubiera sido ministro de Trabajo, tan sólo por una hora, como lo fue ayer, habría tenido tiempo suficiente para convertir los cuatro millones de parados en un proyecto de modernización de España. Con una hora, Zarrías habría transformado la tiesura española en un símbolo de la vanguardia europea. Y el Fondo Monetario Internacional aparecería en los telediarios envuelto en una oscura trama de intereses del ‘trío de las Azores’ conspirando contra España. Con una hora sólo, Zarrías habría instruido a los ministros en el difícil arte de la ubicuidad política y en la maestría de atravesar los charcos sin mancharse. El secreto mismo de la eternidad en política lo guarda Zarrías junto a sus pócimas venenosas de elaboración casera. Una hora de rumores bastó para que La Moncloa se viera tan desbordada que, por primera vez, tuvo que salir a desmentir las quinielas periodísticas sobre los cambios de Gobierno. Eso nunca había sucedido, será por el vértigo de pensar que Zarrías podía sentarse en un Consejo de Ministros.

Por eso, lo ocurrido, antes que una metedura de pata de Canal Sur –que tratándose de Zarrías ya será otra cosa distinta a un error–, es un atentado a la biografía de ese gran superviviente: Gaspar se merecía ese final de ministro porque, en su caso, sería una vuelta a empezar. Desde Escuredo a Chaves, treinta años lo contemplan ocupándose de todo, desde el puente de mando a las alcantarillas. Sí, merecía ese final. Zapatero no ha sabido verlo, o no se ha atrevido, y ha estropeado, otra vez, la secuencia lógica de los acontecimientos. Si lo que busca es un «cambio profundo» en el Gobierno, si lo que ansía el presidente es un ministro de Trabajo con un «fuerte perfil político», Zarrías era el hombre. Con Zarrías, ni Tomás Gómez hubiera ganado las primarias de Madrid ni los barones regionales se le hubieran rebelado. Zarrías hubiera enterrado la baraka y hubiera sacado la badana.

Que sólo Zarrías conoce las entretelas de los grandes escándalos del régimen andaluz; que sólo Zarrías ha sido capaz de salir ileso como político de una fotografía en la que los senadores votaban con las manos y con los pies; que sólo Zarrías ha logrado organizar un pucherazo con unas primarias –en contra, además, del candidato que salió ganador– y convertir la evidencia en una conspiración. Sólo Zarrías es capaz de organizar en una democracia la compra clandestina de una red de medios de comunicación y luego venderlos sin que, ni siquiera el propio PSOE, que era el teórico propietario, haya logrado desentrañar la operación millonaria.

En el Mauthausen de la política, Zarrías será siempre el preso que sobrevive a todos, el único que supera el exterminio de los focos, el desgaste diario del poder. Zarrías, o rei Gaspar. Qué pena que sólo haya dudado una hora. Sólo con eso, seguro que Griñán ya se ha puesto a cavilar.

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14 octubre 2010

Para perder (y II)



Partimos de una duda: ¿podría ser José Antonio Griñán el único barón autonómico al que el declive de Zapatero no puede perjudicarle? La duda surge, claro, de las diferencias electorales que existen entre Griñán y el resto de líderes regionales del PSOE que sí se han presentado a unas elecciones, que sí han ganado unas elecciones y que, en sus respectivas autonomías, sí tienen un peso político y electoral propio, que suma a la potencia de las siglas del partido. Por ello, es lógico que los barones regionales no quieran a Zapatero a su lado en los mítines de campaña que están por venir, ya que el presidente ha convertido su baraka en un lastre, del ‘efecto Zapatero’ al ‘defecto Zapatero’. Patxi López, Montilla, Barreda, Fernández Vara… Todos, incluso Tomás Gómez, tienen, en mayor o menor medida, un patrimonio político que conservar. Griñán, no.

A partir de ahí, como nada puede perder quien nada posee, puede parecer lógico que Griñán, a diferencia de los otros barones, no deba temerle a la presencia de Rodríguez Zapatero en Andalucía. Sin embargo, a pesar de que parezca lógico el planteamiento anterior, no es así en absoluto porque, aunque Griñán como líder político no se vea afectado por el declive de Zapatero, quien sí se ve arrastrado por esa deriva de baraka es el PSOE de Andalucía. Es decir, palabras mayores: porque lo que se resquebraja es la fortaleza mayor del PSOE andaluz, lo que lo ha convertido en un partido hegemónico, su impresionante base electoral. De hecho, como se ha apuntado otras veces, la única explicación estadística de que el PP haya comenzado a subir y a ganar encuestas en Andalucía no es la necesidad de alternancia, que existe y se refleja en las encuestas desde hace quince años, sino la caída en picado de la imagen del Gobierno de la nación. Por contradictorio que parezca, la mala gestión de Zapatero en el Gobierno de la nación puede acabar afectando al votante socialista en las elecciones andaluzas más que la mala gestión de la Junta.

En esas, la designación en el PSOE de un «candidato para perder» en las elecciones generales, como se apuntaba ayer en boca de un dirigente socialista, puede tener un efecto letal en Andalucía. Griñán no fue elegido como un «candidato para perder», pero su carácter insustancial en lo político y en lo electoral, unido al declive de Zapatero, puede ser letal para los socialistas andaluces. Y si eso ocurre, si el PSOE mantiene su deriva y acaba perdiendo el gobierno de la Junta de Andalucía, el panorama que se le presenta al PSOE en Andalucía oscila entre la complejidad y el abismo. La complejidad surge de la dificultad de que la actual dirección regional del PSOE, en manos de jóvenes cachorros, pueda sortear el poder de las ejecutivas provinciales, siempre en tensión, y el abismo aparece al contemplar la ausencia de un líder sólido que pueda administrar la derrota y revitalizar un partido anquilosado tras treinta años de gobierno.

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Para perder (I)



Escondido en los reportajes que se publican estos días sobre el post-zapaterismo, un dirigente socialista, camuflado en el anonimato, ha ofrecido la que, a mi entender, es la clave fundamental del debate actual del PSOE. El reportaje, como otros, se reparte entre los partidarios de que Zapatero anuncie ya su retirada y los que, por el contrario, consideran que el presidente sigue siendo el mejor candidato de los socialistas. Uno del bando de estos últimos, afirma lo siguiente: «Incluso para perder, Zapatero sigue siendo el mejor candidato».

Esto es, a mi juicio, lo esencial: El PSOE, que tiene sobrada experiencia en ciclos políticos y en mareas electorales, es consciente de que la etapa política de Zapatero está finiquitada y que, salvo un milagro o un sobresalto, el Partido Popular tiene ganadas las próximas elecciones. Si, además, parece ya claro que la economía no comenzará a recuperarse hasta 2013, un año después de las elecciones, la última esperanza que le quedaba a Zapatero se desvanece en el horizonte. En esas, la frase: «un candidato para perder».

Ningún partido político de gobierno –otra cosa son los partidos minoritarios– elige jamás candidatos «para perder» salvo cuando la vista está puesta en el día después de las elecciones. Cuando se busca «un candidato para perder» es porque ya se trasciende de la coyuntura política y de las elecciones mismas, y lo que se plantea es la reorganización del partido después de esas elecciones. El resultado electoral, por tanto, no es la cuestión de fondo, en el debate interno del PSOE (aunque es esencial evitar, como dijo Barreda, una debacle electoral); no, lo importante es tomar posiciones para gestionar el post zapaterismo. De hecho, el declive implacable del zapaterismo ha dividido el PSOE en tres grupos bien definidos: los barones regionales, la vieja guardia del partido y los nuevos dirigentes del zapaterismo. En cada uno de esos grupos se han comenzado a tomar decisiones.

Comencemos por la ‘vieja guardia’. El deterioro de Zapatero ha movilizado, de nuevo, a dos viejos aliados, Felipe González y Prisa, que tienen sobradas razones para considerarse maltratados por Zapatero y pretender que, tras su marcha, el PSOE vuelva al sendero del que el presidente lo sacó. De esa alianza de la ‘vieja guardia’ surge el nombre de Alfredo Pérez Rubalcaba como sustituto de Zapatero. Pérez Rubalcaba es la apuesta que González y sus aliados mediáticos han comenzado a fomentar, no para ganar las elecciones (¿puede pensar alguien que Rubalcaba es un líder capaz de remontar las encuestas?), sino para evitar que el partido caiga en manos de los herederos de Zapatero. Por ejemplo, en manos de Carmen Chacón, la ministra de Defensa que, en los últimos días, se ha multiplicado en entrevistas para dejarse preguntar por la sucesión y para respaldar a Zapatero, «tome la decisión que tome». Porque lo esencial es que la decisión la tome el propio Zapatero y que sea él, con el respaldo del PSOE, el que organice su final.

El último grupo de presión es el de los barones regionales. Todos comenzaron hace meses el desmarque de Zapatero. Lo que persigue cada uno de ellos es blindarse del ‘defecto Zapatero’ en sus respectivas elecciones autonómicas. En esas están Patxi López, Montilla, Barreda, Tomás Gómez... ¿Y Griñán? El caso del presidente andaluz, es distinto. Por una duda: ¿podría ser Griñán el único dirigente regional al que Zapatero no puede perjudicarle?

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12 octubre 2010

El fanfarrón



Fue un fanfarrón. Cristóbal Colón era, además de un aventurero, además de un osado, además de un tipo cultivado, además de todo eso, era un fanfarrón; uno de esos especímenes de la raza humana que se heredan, generación tras generación, y se encuentran en cualquier rincón del tiempo, en cualquier lugar del mundo, exhibiendo contentos su condición de fantasmas. Cuando volvió de su primer viaje a América, se paseó por Sevilla, se pavoneó por las calles en su entrada triunfal con una corte de indígenas asustados, papagayos de colores, cestos de frutas, flores desconocidas y, lo más importante, unas bolsitas con pepitas de oro. Y como Colón era de natural jactancioso, no se limitó a mostrar abiertamente aquel presente como un pequeño tesoro encontrado en las Indias, sino que se puso a contarle a todos que la tierra conquistada era tan rica en oro que cualquiera podría llenar un saco de oro con una pala, como en España se podía llenar un saco de arena o de tierra. El resultado de la fanfarronería lo cuenta muy bien Stefan Zweig en sus Momentos estelares de la Humanidad, porque el reclamo del descubrimiento del Nuevo Mundo no sólo atrajo a nobles honrados y aventureros audaces, sino todos los desechos del momento: «Toda la mugre y la escoria de España mana hacia Palos y hacia Cádiz. Ladrones marcados a fuego, salteadores de camino, bandoleros que en el país del oro buscan dedicarse a un oficio más lucrativo. Hombres cargados de deudas que quieren escapar de sus acreedores. Maridos desesperados que quieren huir de sus pendencieras esposas. Todos los desesperados, los huérfanos de la vida».

Las sucesivas conquistas de América, desde el descubrimiento del Pacífico hasta la impresionante odisea de la derrota del imperio azteca, la protagonizan esos hombres que desembarcaron en la otra orilla del mar con sus barbas largas, el pecho enlatado y un puñado de estandartes viejos. La superioridad de la civilización española y el cainismo salvaje de las tribus indígenas se encargaron de todo lo demás, hasta hacer posible que ejércitos de apenas unos centenares de personas se hicieran con el mando de aquellas tierras. No podría haber conquistado Hernán Cortés el imperio azteca si no fuera porque, a su llegada, todos los vecinos del todopoderoso Moctezuma encontraron en el conquistador español un arma poderosa para vengarse de él. La venganza indígena contra las batidas frecuentes que ordenaba su propio gobernante y que asolaba pueblos enteros para consagrarlos al sacrificio de los dioses y al canibalismo. Se van uniendo factores y surge la conquista de América resumida en una sola frase, la del historiador Will Durant, que sirve de marco a la película Apocalypto: «Una gran civilización no es conquistada desde fuera si antes no se destruye ella misma desde dentro».

Lo peor de la leyenda negra es que lo reduce todo; primero, al agravio, al enfrentamiento, y luego a la insoportable dictadura de lo políticamente correcto. Es el absurdo de analizar las conquistas de hace cinco siglos con los parámetros sociales, morales y éticos de hoy, con lo que la historia de la humanidad queda reducida siempre a conceptos y valores posteriores que nada tienen que ver con la época. Hoy es doce de octubre: celebremos la historia, desechemos los complejos. Y, sobre todo, aprendamos del pasado, de cómo se destruyen a sí mismas las civilizaciones.

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11 octubre 2010

Luis Portero



Ocurre igual en cada tragedia, cada uno de nosotros puede detallar y recrear lo que hacía en el momento preciso en el que todo se vino abajo, dónde estaba cuando recibió la noticia, en qué pensaba cuando, de repente, todo cambió. Sí, cada vez que miramos atrás y tropezamos con una desgracia, tragamos saliva y comenzamos el relato por los minutos anteriores al desastre, al pie del precipicio. Quizá por el vértigo que nos produce ese estado de inocencia en el que vivimos, sin reparar jamás en que la vida puede cambiar en el instante siguiente. O porque nos agarramos inconscientemente a la felicidad previa; volvemos a ese instante previo en el que nada había ocurrido en un intento, desesperado e inútil, de detener el tiempo en ese punto. Hace diez años, los hijos de Luis Portero, Daniel y Luis, se fueron a la piscina de un club de Málaga. No se les va a olvidar jamás porque, cuando se salieron del agua, el teléfono móvil ardía de llamadas: acababan de dispararle a su padre en Granada, en el portal del bloque de pisos en el que viven. La persona que les contó la noticia, el viaje de vuelta a Granada, la entrada en el hospital, la imagen de su padre entubado en una camilla, las lágrimas de su madre, la cara del médico cuando certifica el fallecimiento… Es tan brutal la caída, el abismo por el que se despeña el corazón, que es normal que al recordar cada tragedia nos remontemos al instante previo de felicidad; quizá, el último instante de felicidad completa que nos reservaba la vida. Aquella piscina en la que nadaban...

Con los muertos de ETA ocurre, además, que este ejercicio inconsciente de recrear los momentos previos a un atentado no se limita sólo a la familia, a los amigos o a los compañeros de trabajo, sino que se traslada a toda la sociedad porque todos padecimos, en mayor o menor medida, el sobresalto de aquella noticia. Alberto y Ascen, Martín Carpena, Luis Portero, Muñoz Cariñanos… Sabemos dónde estábamos aquel día, sabemos lo que sentimos y no queremos olvidarlo. Fue tan grande el dolor que, para siempre, el aniversario de esas muertes estará arropado de un manto inmenso de ternura, de respeto, de consideración a las familias de los muertos de ETA. Yo no concibo otra forma de recordar a las víctimas del terrorismo etarra. Ni lo concibo ni lo admito. Por eso me rebela lo ocurrido con Luis Portero hace unos días, en el acto de recuerdo de su asesinato.

Luis Portero fue un fiscal incómodo para la Junta de Andalucía, varias veces puso el dedo en la llaga de la corrupción, muchas otras censuró la falta de medios de la Fiscalía y siempre reivindicó la independencia profesional, de los fiscales, en particular, y de la Justicia, en general. Sí, Luis Portero fue un fiscal incómodo para el Gobierno andaluz; un profesional molesto para aquellos que han transformado la hegemonía electoral del PSOE en Andalucía en una suerte de régimen que castiga la disidencia y premia el servilismo. Pero incluso asumiendo que las cosas son así, que fueron así, lo que nadie puede explicarse es que, diez años después, Luis Portero siga estando en la ‘lista negra’ del régimen andaluz. Le hacen el vacío en el aniversario de su asesinato y lo tachan de todas las condecoraciones. ¿Puede entenderse que no haya recibido ninguna distinción de la Junta de Andalucía a título póstumo, siquiera por el hecho de haber sido el primer fiscal jefe de Andalucía, siquiera porque lo mataron? Los muertos de ETA no tienen filiación política; los muertos de ETA son muertos de todos. No entenderlo así es llevar el sectarismo a un límite insoportable de miseria política.

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08 octubre 2010

Tiririca



Para buscarle explicaciones al presente, podemos experimentar con la célebre sentencia de Carlos Marx sobre el viejo vicio del hombre de tropezar dos veces en la misma piedra. «Hegel –escribió Marx– dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa». Sobre esa frase, rotunda y certera, podríamos establecer ahora una variación. Es cierto que la historia se repite, sí, pero no en todos los casos la sucesión de acontecimientos se produce de la forma que establece Marx, primero la tragedia y luego la farsa; muchas veces es al contrario, de forma que la aparición de un acontecimiento caricaturesco, burlón, sólo es la antesala de una degeneración mayor, el anticipo de una tragedia. Es como si la vida, la historia, colocara balizas de alarma con la degeneración cómica de un país, de un sistema, de una civilización. Una señal de alerta del destino.

Por ejemplo, qué significado puede tener que un payaso se convierta en la revolución electoral de unas elecciones, como ha ocurrido en Brasil con el payaso Tiririca, sin ninguna experiencia en la política. Desde este domingo pasado, Tiririca es el parlamentario con mayor apoyo popular de aquel país al cosechar más de un millón de votos. No es necesario decir que, por supuesto,Tiririca, que en portugués significa gruñón, no tiene ninguna experiencia en la política. De hecho, esa lejanía de la política la utilizó para convertirla, con una serie de lemas burlones y provocativos, en su principal arma de campaña. De hecho uno de sus eslóganes rezaba: «¿Qué hace un diputado? No tengo ni idea, pero vote por mí y se lo cuento». Y, sobre todo, el eslogan central de su carrera electoral: ‘Vote Tiririca, pior do que está não fica’. La rima se pierde en la traducción al castellano, pero no la contundencia del lema: «Vote a Tiririca, peor de lo que está no va a estar».

Hace años, en la desolación de la vida municipal de Sevilla, por la mediocridad y el despropósito, propuse de broma a un amigo inquieto con la deriva que planteara su propia campaña electoral con un eslogan sencillo. «Si Fredy es alcalde, por qué no yo». Fredy, el apelativo guasón con el que se conoce al alcalde de Sevilla, Alfredo Sánchez Monteseirín, es uno de los dirigentes políticos con peor imagen entre la ciudadanía, con un rechazo más radical, y, sin embargo. es el alcalde con más años en el cargo de la historia democrática de Sevilla. Sólo ganó una vez las elecciones y, sin embargo, ha gobernado durante tres mandatos consecutivos. De haberse presentado, mi amigo podría ser ahora un populoso concejal sevillano. Como Tiririka.

La cuestión, en fin, es analizar por qué se producen estos acontecimientos; si, como se decía antes, estas elecciones extravagantes del electorado deben interpretarse como señales de un deterioro mayor. A mi juicio, no hay lugar a dudas: el desconcierto del electorado ante la ausencia de liderazgos y el descrédito de la política por la anorexia de los discursos sion los que conducen a la abstención y, de ahí, a la irrupción de candidatos irrisorios. Es la desconfianza de la política como medio para elegir a los mejores en el gobierno del pueblo. La elección de un payaso, de un radical, de un racista, de un populista trufado de fascismo son variaciones de una misma deriva: los antisistema. Una democracia necesita alimentarse de credibilidad a cada instante; a veces lo consigue con boutades. Pero para eso, hace falta interpretar a tiempo las balizas del destino.

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Tócala otra vez, San



La última que al presidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán, le funcionó el olfato fue el 18 de marzo en Sevilla. Acaban de elegir, por tercera vez, a Santiago Herrero como presidente de los empresarios andaluces y, a la salida, todos esperaban el abrazo (o no) de los dos presidentes, enfrentados desde antiguo por presidir la cúpula de la patronal española. Entonces, Díaz Ferrán se agarró del brazo de Herrero y, como guiado por el destino, su mente viajó rápido hasta ‘Casablanca’, la peli de Bogard. «Presiento que éste es el comienzo de una hermosa amistad», dijo Díaz Ferrán. Y acertó porque a la pugna que estaba por venir sólo le faltaba, como en todos los pulsos por el poder, el ambiente nebuloso del final de ‘Casablanca’, entremezclado de cinismo, traiciones y ambición.

Díaz Ferrán y Santiago Herrero no son clónicos de Rick y del capitán Louis Renault, pero representan, como en la película, dos personajes muy distintos en la organización patronal. El primero es, esencialmente, un empresario; el segundo es, esencialmente, un funcionario de la patronal. Por eso el debate profundo que se va a dirimir ahora en la cúpula empresarial es si para dirigir esa organización es preferible colocar al frente a un empresario, sometido a los vaivenes de sus empresas, o a un gestor nato que jamás trasladará a la organización las tensiones de sus quiebras y sus tiesuras, como ha ocurrido con Díaz Ferrán. El esquema que ha funcionado históricamente en la organización empresarial ha sido el segundo, el de José María Cuevas, que dirigió la CEOE durante 23 años sin sobresaltos ni euforias. La comodidad de un hombre gris del que siempre se espera lo previsible, lo conveniente, lo políticamente correcto.

Desde su primer intento para ascender a la cúpula de la CEOE, del que salió vapuleado, lo que ha defendido siempre Santiago Herrero es la conveniencia de mantener en la organización empresarial este modelo de gestión tranquilo, en manos de profesionales de la organización de los que no se puede esperar nunca una manifestación de trabajadores por el impago de sus salarios o la quiebra de una empresa por un desfalco. Herrero, que lleva toda su vida en la organización patronal, es justamente eso, más funcionario, más gestor, que empresario. Aburrido y efectivo para los suyos. Y porque esa es su línea, ha sabido esperar, pacientemente, a que la presidencia de Díaz Ferrán se cayera sola.

Por eso, Santiago Herrero vuelve a la carga. En aquel ambiente peliculero que Díaz Ferrán extendió ante él como una alfombra de niebla, a Santiago Herrero sólo le faltará añadir ahora, si el triunfo le acompaña en el futuro, un nuevo diálogo de aquella película memorable.

– Le echaré de menos, Rick. Es usted la única persona en Casablanca que tiene menos escrúpulos que yo.
– Gracias.

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San Rafael



De todos los procesados del caso Malaya, sólo uno tiene protección divina. Por lo menos, la protección divina que idearon los romanos con su universo de dioses cercanos y emperadores caídos del cielo. El mismo mármol que sirvió para modelar la divinidad de César en sus estatuas, le ha servido a uno de los acusados del caso Malaya para auparse en calles y plazas de Andalucía sobre el resto de mortales. Sólo uno, sí, Rafael Gómez, el hombre que le puso su cara a todas las estatuas de San Rafael que iba construyendo cuando el boom de las urbanizaciones y los mangazos. Y desde allí, en lo alto de la columna, mientras los niños juegan al columpio y las manos de los amantes reptan sudorosas por los bancos, uno mira al cielo y repara en la estatua de San Rafael con la cara de este procesado del Malaya. Y aterra pensar que nos susurra, como en las escrituras, «yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que tiene entrada a la gloria del Señor».

Rafael Gómez, Sandokán. Era normal que su abogado irrumpiera ayer en el juicio del Malaya con una lengua de fuego, una espada flamígera con la que destapó con estruendo la caja de los secretos guardados. ¿Quién es J.A.G.? ¿Por qué no está sentado junto al resto de los acusados si, como ellos, figura con iniciales en el libro de sobornos de Roca? ¿Doscientos mil euros a cambio de qué? ¿Es cierto que esas iniciales corresponden a Juan Antonio González, el comisario jefe de la Policía Judicial? ¿Quién lo protege, por qué lo protegen?

El juicio del Malaya se ha roto; comienza otra etapa. Ya no hay líneas de cortesía jurídica, ni pactos de caballeros, ni cartas escondidas. Y ha sido Rafael Gómez, Sandokán, quien ha roto la baraja. Quizá para cerrar el círculo de un proceso penal que, en su mejor versión, comenzó una noche de cartas y alcohol. Una mano de póquer de tres millones de euros. Podemos imaginarlos, en una nube de humo de habanos, acariciendo sus cartas con la yema de los dedos. Cartas arriba: Roca los ha vencido. Todos se levanta y se van. Sólo a la salida, uno de los dos constructores de aquella timba jura venganza porque Roca llevaba cartar marcadas. De todos los orígenes posibles del caso Malaya, éste es, sin duda, el más completo. Y Rafael Gómez estaba en aquella partida. O quizá no, pero la leyenda siempre le va a acompañar.

Dicen que la mansión que se construyó en Córdoba la diseñó siguiendo la planta de la Casa Blanca con un salón oval en el que deslumbra a los amigos cuando abre las ventanas del jardín. Un pequeño arroyo serpentea entre los árboles y las estatuas de granito de animales salvajes. Aquel paraíso lo observa desde la altura una estatua de San Rafael que, como todas las demás, también tiene su cara. Al poco de salir de la cárcel, Sandokán se desanudó la corbata: ««Yo, que empecé de cabrero, he llegado a deber 3.200 millones de euros. Fijaos de lo que puede llegar a ser capaz un simple cabrero». Rafael Gómez ha vuelto a sus orígenes, ha sacado del cajón los arrestos de quien se fue a emigrar a Francia y, cuando volvió, abrió con los ahorros una tienda de ultramarinos. El principio de su fortuna multimillonaria.

Ahora, sobre las cenizas de su imperio, a la sombra del ángel que lleva su cara, quizá se ha jurado, con un beso en los dedos en cruz, que a Sandokán nadie lo engaña.

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05 octubre 2010

Eternidad



De mejora en mejora, en España se han vuelto a superar los cuatro millones de parados. Hace un año que vemos la luz al final del túnel, y en Andalucía ha vuelto a subir el paro en todas las provincias andaluzas. Desde que comenzaron los brotes verdes, el desempleo sólo ha tenido cuatro meses de descenso, durante la temporada de primavera y verano, y luego ha vuelto a subir para situarse en los porcentajes del veinte o del treinta por ciento que nos hacen diferentes a todos los demás países del mundo desarrollado. Si éstas son las mejoras, si ya se ve la luz del túnel, si ya han llegado los brotes verdes, cuánto tiempo nos queda de penuria económica. Nadie lo sabe.

La mecánica volvió a repetirse ayer con la angustia de las palabras gastadas; el Ministerio de Trabajo confirmó la nueva subida del paro y en el Gobierno, en las dos versiones de la misma moneda, el andaluz y el español, repitieron como autómatas de las consignas políticas que «los datos no son buenos, pero la economía española empieza a mostrar síntomas de mejora que todavía no se han traducido en una recuperación del empleo». ¿Alguien se deja llevar por esa euforia prefabricada? No lo parece, no. Más bien al contrario, la reiteración de los cantos de falsa euforia lo que acaban por confirmar es el desnorte completo de quien tiene las riendas de la economía. Y, en esta ocasión, ya no se trata sólo del Gobierno; la desdicha es mayor. Si trazamos un triángulo con los tres principales actores que deben contribuir a salir del agujero en el que ha caído la economía española, el gobierno, los empresarios y los sindicatos, comprobaremos que todos los análisis conducen al pesimismo.

El Gobierno, en sus dos versiones, la andaluza y la española, porque ha perdido toda la credibilidad que se precisa y porque es incapaz de abordar las reformas profundas que necesita la sociedad española, que trascienden del mercado laboral y, desde luego, del recorte de derechos de los trabajadores. Los sindicatos porque se han parapetado en un discurso antiguo, desfasado, y jamás han propuesto o impulsado mejoras que contribuyan a reducir el desempleo: ni siquiera parece afectarles y, de hecho, no ha habido ninguna protesta contra el crecimiento del paro. Y los empresarios, también los empresarios. Si la pregunta más inquietante desde el principio de la crisis es qué sector va a tirar ahora de la economía española para salir del agujero, una vez que la construcción se desmoronó y nunca volverá a tener el protagonismo de los últimos quince años, que nadie mire a los empresarios para buscar respuestas. Si el problema es la iniciativa, el carácter emprendedor de la sociedad, sólo encontraremos empresas que se vuelcan en aquellas actividades que están subvencionadas. Como las energías renovables; la subvención como negocio. Si el problema es que el dinero público se ha acabado, no veremos en España empresas más grandes que aquellas que están pendientes de la obra pública. Si el problema es la investigación y el desarrollo, no hallaremos más que estadísticas que demuestran que la inversión en I+D+i en el sector privado es mucho más baja que en las administraciones públicas, aunque éstas, a su vez, sean las más bajas de Europa.

No, ni luz al final del túnel, ni brotes verdes; estamos en la reiteración de la penuria. «Cuando la eternidad se mueve, la llamamos tiempo», decía Platón. Aquí, la flecha del paro se mueve, hacia arriba y hacia abajo, y lo llamamos evolución. Pero no es eso. La eternidad lo define mejor.

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04 octubre 2010

Excepción democrática



La paradoja de la democracia española es que los partidos políticos se reservan para sí mismos la democracia como una excepción. Se volvió a comprobar ayer mismo, cuando la participación en las elecciones primarias del PSOE de Madrid movilizó de formas extraordinaria a los militantes. En las urnas y en las redes sociales, que ya se han incorporado al discurso político con más fuerza real que los anquilosados mítines, era curioso comprobar ayer cómo los partidarios de uno y otro bando celebraban el descubrimiento de la democracia: “Primera conclusión segura: Los socialistas madrileños teníamos ganas de poder decidir, por fin, a nuestro candidato. Sin duda los socialistas hemos logrado revitalizar la política, volver a ilusionarnos”, decían los partidarios de Tomás Gómez. “La movilización en las urnas es altísima y en la red no se queda corta, siguen llegando mensajes de facebook y twitter. Hemos conseguido una campaña en la red y una nueva forma de hacer política”, sostenían los defensores de Trinidad Jiménez.

¿Hemos logrado revitalizar la política? ¿Hemos conseguido una nueva forma de hacer política? A partir de la perplejidad que pueden provocar estas afirmaciones, lo llamativo ya no es sólo, como se apuntaba antes, que el ejercicio democrático se pueda celebrar como un descubrimiento cuando, sobre todo en un partido político, tendría que ser una rutina. No, eso ya lo sabemos porque es elemental; de todos los sistemas concebidos por el hombre, la democracia es el más perfecto, el más justo, el más acorde con la dignidad humana. La cuestión es que, si esto es tan elemental, por qué las organizaciones nucleares de un sistema democrático se enrocan en todo lo contrario. Por qué los partidos políticos, en su organización interna, tienen la democracia como una excepción. Porque si esa es la norma, si la imposición de los candidatos y la falsa democracia de los aparatos es la regla que se impone en todos los partidos políticos, las jornadas como la de ayer se convierten en un ejercicio de hipocresía, puro maquillaje. La excepción que confirma la regla. Como en Andalucía, donde el aparato ha impedido cualquier proceso de primarias temeroso de que las urnas de los militantes pudieran resquebrajar el leve liderazgo interno de José Antonio Griñán.

A estas alturas de la democracia española, los partidos políticos no pueden seguir amparándose en la sobreprotección que necesitaban tras el franquismo para mantener la actual dictadura de los aparatos, los conciliábulos de intereses y servilismo en los que el líder se rodea de fieles y se mantiene lejos de la realidad. Las elecciones primarias de ayer en las catorce ciudades o regiones españolas donde se celebraron lo que demuestran es la necesidad imperiosa de que los partidos políticos se abran a la sociedad. Se trata de volver a la esencia de un sistema democrático, la participación ciudadana. En todos los procesos electorales, en los internos, los que afectan sólo a los militantes de un partido, y en los externos, los que nos afectan a todos, con la promulgación de listas abiertas y la adopción de medidas, como las segundas vueltas en las elecciones municipales, que devuelvan a la política su carácter social; que alejen la política del carácter sectario de la actualidad.

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