El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

30 noviembre 2009

Emprenyar



Nada hay más rentable en la historia reciente de España que la desafección. Antes incluso que el nacionalismo, fue el carlismo el que descubrió esta bicoca de presentarse con cara de mala hostia en Madrid y salir de los despachos con la chequera llena. Allí donde arraigó el carlismo, llegaría después el nacionalismo vasco y catalán y sólo tuvo que cambiar los objetivos porque la estrategia ya estaba diseñada. Ventajas económicas para calmar desafección, privilegios fiscales por la resignación de convivir con el resto de España. Se trata, además, de una maniobra perfecta, que se retroalimenta, porque las ventajas y los privilegios que se logran con la mala hostia consiguen mejoras permanentes para esos territorios, con lo que cada vez les resulta más fácil justificar la diferencia que existe con el resto de España. No es raro, por tanto, que el mecanismo histórico de la desafección se eternice y se expanda, de forma que logra sobreponerse a cualquier tiempo, que empapa cualquier ideología. La misma cara de mala hostia durante dos siglos, ya sean reaccionarios carlistas o progresistas tripartitos. Tan demoledora es la estrategia, que hasta nuestros días se arrastra y se condensa en una sola frase, un aviso: «Hay preocupación en Catalunya y es preciso que toda España lo sepa».

Mala hostia es una expresión, un estado de ánimo, una disposición moral que en catalán se traduce como «emprenyar». De ahí lo del ‘català emprenyat’ que ha vuelto a surgir estos días cuando los diarios catalanes han unificado sus editoriales para advertirle al Tribunal Constitucional y para advertirle a España que «estos días, los catalanes piensan, ante todo, en su dignidad; conviene que se sepa». Y la dignidad de Cataluña, dicen, está por encima de las leyes, por encima de la Constitución. O como escribía un ciudadano catalán en uno de los foros de internet que han rebosado estos días, tras la marejada: «¿per què els andalusos, estremenys, castellans, etc., han de dictar-nos les lleis?», se preguntaba y, sin quererlo, deslizaba un detalle («andaluces, extremeños, castellanos…») que dice mucho de la sociología prepotente y racista del ‘catalán emprenyat’.

Al final de todo, la duda que suscita este inmenso disparate, tan repetido en la historia y tan rentable para la cofradía de la desafección, es cómo actuar ante él. ¿Otra vez recordar que en un Estado de Derecho la legitimidad nunca puede estar por encima de la legalidad? ¿Que pagar más dinero a Hacienda no supone pagar más que los demás ni, por supuesto, garantiza más derechos? ¿Que el agravio del fuero vasco no se solventa con nuevos privilegios? ¿Otra vez repetir la historia, recordar la burda manipulación para inventar un pasado que nunca existió? ¿Merece la pena recordar otra vez que el Estatut de Catalunya no hubiera salido adelante en la Transición, que ahora se invoca, porque no habría superado ni el recurso previo de constitucionalidad ni los requisitos de la Ley de Referéndums?

Quizá no. Acaso sea absurdo, inútil, porque, como parece obvio, este un debate no se resuelve con argumentos, que la pugna no es por la verdad sino por la diferencia, por el privilegio. Y lo del catalán emprenyat, o sea, una mera pose, rentable como ninguna. No hablamos de razones sino de una inercia histórica. «Los que roban carne de la mesa/ predican resignación./(...) Los hartos hablan a los hambrientos/ de los grandes tiempos que vendrán./ Los que llevan la nación al abismo/ afirman que gobernar es demasiado difícil/ para el hombre sencillo». Tan antiguo, tan harto, tan cansado como Bertolt Brecht.

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25 noviembre 2009

Barbate


Todos los días llama a la puerta algún mendigo. Hacen sonar el interfono y piden «una ayuda, que estoy en el paro y tengo cinco bocas que alimentar». Llegan a diario, casi siempre al mediodía, quizá buscando la solidaridad de los peroles, la complicidad de esa hora en la que en las casas hierven los cocidos y, al oír el interfono, se imagina el estómago vacío de un tipo enclenque, mal afeitado, con las suelas gastadas de pedir trabajo en los polígonos, «peón de cualquier cosa», dice siempre, y que desde hace un año ya no tiene donde agarrarse. Llegan a diario, son los mendigos de la crisis.

Hace tres días, al descolgar el interfono del mediodía, la cantinela sonó distinta: «Una ayuda, por favor. Somos los familiares del pesquero Pepita Aurora, que se hundió en Barbate... Murieron todos... y no tenemos nada». ¿Familiares del Pepita Aurora pidiendo limosna en Sevilla, a 180 kilómetros de distancia y dos años después del hundimiento del barco? Tanto si era cierto como si era una estratagema para conmover, aquel hombre que iba de puerta en puerta, aquel tipo que llamó a mi casa, estaba trazando sin saberlo la línea que separa la normalidad del sobresalto. Si era verdad, porque aterra pensar que la mendicidad de los familiares de los pescadores del Pepita Aurora les lleva a pedir limosna por media Andalucía, como una compañía de fracasados que recorre los pueblos. Si era una burda mentira, porque querrá decir que la crisis nos ha llevado de nuevo, como arrastrados por la marea, a un estado social que conocemos de antiguo, casi una constante histórica: la picaresca cervantina del tullido, del tuerto; la limosna de alma en pena.

Fuera verdad o fuera mentira, lo que no ha de dudarse es que el tipo aquel que iba recorriendo las aceras es el espíritu mismo de Barbate y, desde allí, un símbolo de otros muchos rincones de Andalucía. «La pesca y la miseria han definido la historia de Barbate durante muchos siglos», cuenta algún cronista local. Es verdad. Se pueden cerrar los ojos frente al mar y pensar que aquí llegaron los fenicios y los romanos y llenaron las redes con el oro azul de estos mares, caballas, sardinas y boquerones, y, desde luego, atunes. Desde muchos siglos antes de que naciera Cristo, Barbate mantiene el olor concentrado del garum y de la sangre de los atunes cuando un aguijón los atraviesa en la almadraba. Y ese olor de pescado en salmuera y de sangre salada es el olor de pobreza de un pueblo marinero, el olor de la historia, de un sino.

La secuencia de estos días no debe ser casual. Primero el mendigo de las aceras, «una limosna para el Pepita Aurora». Luego el alcalde, implorando dinero público para este pueblo, el único de España que se ha quedado fuera del Plan E. Cuarenta por ciento de paro y un ayuntamiento en quiebra. Y al final de todo, ayer mismo, el informe oficial sobre el hundimiento del Nuevo Pepita Aurora: no fue la tormenta, no fue la fatalidad; que fue la chapuza, la miseria, la cutrez. Fue el sobrepeso en la carga, el cierre de las aberturas de desagüe cegadas por las redes, los botes salvavidas inservibles… No, no, ni el accidente ni la secuencia de estos días debe ser casual, que ésta es una Andalucía que amanece todos los días frente al mar, como un ánfora enterrada en la arena.

Pepita Aurora, Pepita Aurora… Repito el nombre e intento imaginar los ojos de una mujer que se llame así, Pepita Aurora, que se crió en Barbate, que se casó con un pescador y que acabó llorando en el puerto cuando les dijeron que nunca más regresarían.



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24 noviembre 2009

Uno por ciento



El fiscal general del Estado, Cándido Conde Pumpido, se fue la semana pasada al Congreso para tranquilizar a los diputados y brindarles, con un informe detallado, la explicación que deben ofrecer a partir de ahora cada vez que se hable de corrupción de la política española: “no se puede hablar de corrupción generalizada de la clase política porque los imputados representan sólo el uno por ciento de los cargos públicos que hay en España”. Y luego se detallan las cifras, que el personal ya se ha aprendido de corrido, 730 imputados de un total de 100.000 cargos públicos, de los que 264 pertenecen al PSOE y 200 al Partido Popular.

Puede ser ésta la primera vez que una comparecencia del fiscal general del Estado ha satisfecho a todo el mundo; la primera vez que a Conde Pumpido lo utiliza la oposición como cita de autoridad. Quizá la única vez en la vida que se le puede oír responder lo mismo a dos personas tan distintas como Juan Manuel Albendea, ex banquero, jubilado y del PP, y a Leire Pajín, socióloga, treintañera, cargo público desde que tenía 24 años, y del PSOE. “No, mire usted, lo que me parece más importante es que el fiscal haya dado el dato de que sólo el uno por ciento de los cargos públicos tiene algo que ver con la corrupción, lo que demuestra que el 99 por ciento de los representantes políticos son honrados, hacen su trabajo con dignidad y decencia y sirven a los demás”. Cuando una pipiola y un bragado coinciden en una materia tan delicada, no hay duda alguna: aquí hay gato encerrado.

Para empezar, el planteamiento que se realiza está viciado de origen, ya que, aún aceptando que el porcentaje de imputados es muy pequeño, eso no quiere decir que el resto de políticos en activo sean honrados y, mucho menos, que trabajen con decencia y como un servicio a los demás. Ya es mucho abarcar. Mejor no entrar ahora en consideraciones sobre la naturaleza de la vocación política y sus perversiones actuales. No, dejemos la cuestión en el hueso del porcentaje: ¿es mucho o es poco un uno por ciento de imputados en política? Cada cual, desde luego, puede escandalizarse como lo prefiera pero pensemos, por un instante, qué sucedería si en España hubiera setecientos y pico banqueros en la cárcel por quedarse con el dinero de la cuentas de sus clientes. O setecientos periodistas en chirona por difundir exclusivas falsas, reportajes de ficción y entrevistas con personajes que nunca han existido. O setecientos dentistas detenidos por estafar al personal y joderle las dentaduras. Cuando se habla de delitos, un uno por ciento de un gremio es motivo suficiente para que cunda la alarma; mucho más cuando ese gremio representa la ciudadanía y está obligado, por ética democrática, a dar ejemplo ante todos.

Lo diga la pipiola o el bragado, lo confirme el fiscal o la policía, la política española atraviesa un momento de grave crisis interna por una corrupción transversal que la recorre de arriba abajo, que la atraviesa de izquierda a derecha. El gran error está en creer que la corrupción de la política se limita a los casos de corrupción política. No es así, va mucho más allá. Tiene que ver con la concepción de la política como un estatus social privilegiado; tiene que ver con la creencia soterrada de que es normal que exista una financiación oculta de los partidos; tiene que ver con el cinismo con el que se tapan los casos de corrupción propios y se airean los ajenos… El uno por ciento, en fin, es un escándalo. No por el porcentaje, sino por la excusa.

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17 noviembre 2009

Inculpación


Yo también habría bajado las escaleras para que parasen la obra. Es el instante que presentimos algo va a estallar, porque te has despertado con ruido, has desayunado con ruido, has trabajado en el despacho de tu casa con ruido, has comido con ruido y ahora, cuando son las tres y media de la tarde, sientes que la sangre se ha ido agolpando en la sien, comprime las venas y parece que se va a desbordar. Te duele la cabeza, te va a estallar. Sí, habría bajado las escaleras para pedirle al jefe de obra que parase la maquinaria un instante, la radial que corta las grandes baldosas de mármol para la acera, la hormigonera que remueve incesante las paletadas de cemento, arena y grava; el calambrazo de la radial, fugaz, estridente, y el run-rún monótono, constante, de la hormigonera.

Si, yo también habría bajado las escaleras y hubiera pedido que llamasen a la policía local, porque a esas horas sólo un policía local puede conocer que tu ayuntamiento, verde, ecológico y sostenible, ha aprobado decenas de ordenanzas que garantizan el descanso de los vecinos. Y ésta es una obra pública y lo que se espera de lo público es el ejemplo, no la trasgresión ni el abuso. Un cartel en medio de la calle, “estamos trabajando para usted, perdone las molestias”, no es un salvoconducto para saltarse todas las prohibiciones. ‘Obra pública, prohibido protestar’. Pues no. En una democracia, nadie, ningún alcalde, ningún plan especial, está autorizado a convertir en un calvario la vida de cientos de miles de ciudadanos por una mala planificación de los proyectos, por una demora injustificada, por una concentración de obras en la vía pública, innecesaria, inhumana.

Sí, yo también habría bajado las escaleras y, si al llegar la policía, en vez de escuchar mis reclamaciones, me hubieran pedido la documentación, a ti, no a la radial ni a la hormigonera, me habrían detenido porque a las tres y media de la tarde, en chandal y después de comer, la cartera se ha quedado arriba, en el piso. En todo caso, es igual, porque está muy claro que no es la documentación lo que busca la policía sino el escarmiento. Lo sabes por esa sensación extraña que te lleva a, de repente, verte y oírte protestar como si estuvieras fuera de tu cuerpo, como si tus palabras las devolviera el eco de un abismo en el que estás a punto de caer. Un estorbo, una odiosa incomodidad, la impotencia, la pesadilla, de sentirse diminuto, insignificante, frente a un poder gigante, capaz de ridiculizarte delante de todos, tus vecinos, tus amigos. Delante del jefe de la obra que mira, sonríe, y vuelve a poner a funcionar la hormigonera y la radial.

Si, yo también habría bajado las escaleras y habría acabado en la comisaría, en un calabozo, humillado en un rincón, mirando fijamente una pared que te repite: ‘no eres nadie’. Éste ha sido el proceso a la abogada malagueña Inmaculada Gálvez. Yo no estaba allí, no sé lo que ocurrió, pero me creo la sinceridad de sus lágrimas cuando me contaba lo ocurrido, la pena grande de verse condenada por algo que no ha hecho, la angustia de sentirse maltratada por todos, odiada por todos. Seis meses de cárcel. Qué barbaridad. Sí, supongo que esto es una inculpación moral: Yo también hubiera bajado las escaleras. No te arrepientas de eso. Que eso es lo que se espera de un buen ciudadano.


Ilustración: Paraíso en Obras

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12 noviembre 2009

Bolas chinas




En el último congreso de UGT de Andalucía, celebrado en Jerez, los sindicalistas recibían a la entrada una mochila con la correspondiente acreditación, un par de bolígrafos, una agenda y un detalle muy especial: unas bolas chinas.

– ¡Toma ya! Anda que les van regalar los tres tomos de El Capital. Esto es lo que quedaba por oír de la crisis de las ideologías: Ya se puede imaginar ese final de congreso, todas las sindicalistas en pie, cantando La Internacional con el ánimo encendido por las bolas chinas… Pero, ¿eso qué era, un congreso de UGT o una reunión de tapersex?

No, no, era el congreso de la Federación de Servicios de UGT de Andalucía. Y si se atiende a las explicaciones de la secretaria general de la Federación, Olvido Aguilera, el obsequio de las bolas chinas es mucho más que eso; es mucho más elocuente. Dice la dirigente sindical que el regalo de las bolas «es por un tema, fundamentalmente, de género». Esto es lo esencial. Las bolas chinas como regalo pertenece al reino del lenguaje de género, de la sostenibilidad o el igualitarismo, que lo mismo se aplica a la educación que a las religiones. Son los mimbres de esa ideología boba que se presenta como una nueva izquierda. Si el género es un capítulo esencial de esa nueva ideología, es lógico que el nuevo referente puedan ser unas bolas chinas; es un regalo, o sea, de contenido ideológico porque la ideología se ha reducido a eso.

Ocurre, además, que aunque desde fuera cualquiera se ruboriza al analizar estas cuestiones con un mínimo rigor intelectual o con la mínima sensibilidad de izquierda real, cometeríamos un error enorme si pensamos que todo esto no pasa de ser una enorme frivolidad, sin más trascendencia. No. Aunque desde fuera produce sonrojo, la verdad es que, al menos hasta ahora y por lo menos en España y en Andalucía, ese discurso de pretendida nueva izquierda ha logrado plenamente sus objetivos. Si lo esencial es buscar elementos de diferenciación con ‘la derecha’, si lo fundamental es levantar siempre un muro, otra línea divisoria entre los conceptos de izquierda y la derecha, estas nuevas fronteras que se han trazado han funcionado a la perfección, aunque nada tengan que ver con los valores esenciales de la izquierda, del progreso, ni con los problemas reales de este tiempo.

– O sea, que bolas chinas, ¿no? Y a los tíos, que eran el sesenta por ciento del congreso de UGT, qué le regalaron, ¿una vagina a pilas o una muñeca hinchable?

No, eso hubiera sido un regalo sexista… A los señores sindicalistas también les regalaron las bolas chinas. Dicen que para acabar con el tabú y los complejos y porque, en cualquier caso, siempre se las podrán regalar a sus parejas a la vuelta del fin de semana de congreso. Se decía que Pablo Iglesias era, ante todo, un luchador que tenía una gran pasión por la libertad, por la democracia, por la justicia, y que esa pasión fue la que le llevó a fundar el Partido Socialista y la UGT. Calculen ustedes la distancia que va desde la pasión al placer, de Pablo Iglesias hasta las bolas chinas, y podrán trazar el abismo que separa a la UGT de sí misma.

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Cultura política (y 2)



«Otra democracia es posible» fue el nombre de la coalición o amalgama que se presentó en las últimas elecciones municipales y generales con un logotipo que difícilmente se podía confundir con otros: una mano introducía una papeleta de voto en el váter. Durante la campaña electoral, siempre se les podía encontrar en los reportajes pintorescos de la jornada, como aquella vez que presentaron un lema referido a la sexualidad del votante: «Hacerlo cada cuatro años provoca impotencia». Como era previsible, llegaron las elecciones y nada más, cero. Ni siquiera podría considerarse un fracaso porque, ciertamente, tampoco existía expectativa alguna de éxito.

Es normal, sí. Porque el estado de cabreo raras veces se convierte en estado electoral si no hay nadie que sepa liderarlo. Volvamos a la duda original de la nueva cultura política: ¿Por qué la sociedad está cada vez más harta de los escándalos de corrupción y de privilegios de la clase política y, sin embargo, cualquier aventura al margen de los grandes partidos está condenada al fracaso? La realidad es que en la democracia actual triunfan quienes manejan la política con técnicas de mercado. La ‘democracia marketing’ en la que, como confesaba Alfonso Guerra, lo esencial en los partidos no son los ideólogos, los pensadores, sino los especialistas en sondeos y los consejeros de imagen capaces de crear «el nuevo modelo de representante político que obedece más a las leyes del mercado que a sus propias ideas».

A raíz de lo que acabamos de ver, podemos concluir, como parece obvio, que en el mercado político, como en cualquier otro, no se puede triunfar con la anti-oferta; puedo estar harto de una marca, me puede haber decepcionado un producto, pero si no aparece otro mejor, con más calidad, no dejaré de adquirirlo cuando me haga falta. Y entre la propuesta de tirar el voto al váter o introducirlo en la urna, siempre es más atractiva esta última aun cuando pensemos que no sirve de nada. El mercado es, sobre todo, pragmático.

En esta misma tesis abunda Vicente Verdú en El capitalismo funeral. Dice: «Lo característico de estas movilizaciones es su desafección de lo político. Rechaza ser calificado de derechas o de izquierdas y (…) carece de jefatura y de jerarquía. (…) Procede sin duda de la misma cultura de demanda de equidad, transparencia y verdad, pero ¿qué ideario? ¿qué otra democracia? ¿cómo será posible?».

Antes de contestar, vamos a un ejemplo práctico, reciente. Denuncias en la Cámara de Cuentas andaluza por sobresueldos injustificables y la reacción inmediata de todos los partidos, todos, es la de justificar esos extras abusivos. «Es legal», dicen. ¿Y qué? Sólo bastaba, claro, que los sobresueldos no fueran legales... Y añaden: «No hay diferencia con lo que ocurre en otros organismos similares». En eso, o sea, nada que objetar. Es verdad: Lo de la Cámara de Cuentas andaluza, multiplicado por miles, nos daría la cifra del cabreo ciudadano.

¿Otra democracia es posible? En el triángulo que se establece entre la sociedad, la política y el poder todo está inventado desde hace mucho. «El genio político –decía Hegel– consiste en identificarse con un principio». Si lo consideramos así, acabaremos de nuevo en un círculo vicioso: si el movimiento antisistema o el hartazgo social no contiene ningún principio, no puede aspirar a cambiar el mercado político, con lo cual la única posibilidad de modificar el sistema es a través de uno de los partidos clásicos, que son los únicos capaces de concitar el genio político

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09 noviembre 2009

Cultura política



Para cualquiera que haya trabajado en la redacción de un periódico o de una radio, incluso para cualquiera que se haya aficionado a los relatos o las series sobre los periodistas, le resultará familiar el grito de estupefacción, “¡Es que no lo entienden!”, con el que los redactores de The Dally Telegraph recibían las noticias de la Cámara de los Comunes al publicarse la primicia de los sobresueldos, las dietas y las facturas que los diputados cargaban al erario público, desde hipotecas hasta comida para perros. El escándalo entre la ciudadanía era mayúsculo y la clase política británica se enrocaba, presentaba como soluciones promesas de transparencia que se apilaban sobre las anteriores; no lo entendían y, pese a la vergüenza de aquellas facturas, se presentaban ante la sociedad como víctimas de la podredumbre de aquel sistema.

Por aquel escándalo que destapó el Telegraph acabaron dimitiendo el presidente de la Cámara de los Comunes, una docena de ministros y un centenar más de parlamentarios que no volverá a presentarse a unas elecciones. Aún así, William Lewis, director del Telegraph, recordaba estos días en España, a raíz de los premios periodísticos que convoca EL MUNDO, que “unas simples dimisiones no modifican la política”. Y añadía: “Lo que ha cambiado en realidad es la cultura política: La ciudadanía ya no va a aguantar más la sensación de disfrutar de unos derechos sin límite que han emponzoñado prácticamente a todos los parlamentarios, salvo a una honorable minoría”.

Pero, ¿de verdad ha cambiado la cultura política? Es evidente que el personal cada vez soporta peor las noticias sobre los excesos de la clase política, pero sólo un optimista patológico puede llegar a pensar que la ciudadanía ya no va a aguantarlo más. Para que eso suceda, para un cambio real de la cultura política, el ciudadano cabreado, hastiado, necesita previamente de mecanismos eficaces para remover la estructura de partidos actual. Dicho de otra forma, si la irritación ciudadana no logra canalizarse y hacerse presente en el sistema, nada cambiará porque el malestar no pasará de charlas de café y, en todo caso, de un aumento progresivo de la abstención; crecerá la desafección hacia la política, como se plasma a diario en los sondeos. Y todos los intentos habidos hasta ahora para trasladar a las urnas ese cabreo sordo ciudadano se ha esfumado el día de las elecciones, en el que vuelve a prevalecer el juego clásico de los partidos políticos.

A poco que distanciemos la mirada, observaremos que la burocracia política ha crecido de forma exponencial (especialmente en España, con la aparición de una clase política nueva, la autonómica) y toda ella reproduce los mismos vicios, a la escala correspondiente. Así, por ejemplo, los sobresueldos que se conocen hoy de los miembros de la Cámara de Cuentas andaluza serán mayores o menores en cuantía que otros escándalos de abusos, pero pertenecen al mismo patrón; surgen de la misma concepción de la política como un privilegio, la misma lógica que llevó a los lores británicos a considerar normal que sus facturas domésticas se cargaran en el presupuesto general. ¿Cambiar de cultura política? Sí, esa es la asignatura pendiente. Pero de momento no hay profesores que la impartan.

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08 noviembre 2009

Analfabetos



Imaginemos a un ilustre conferenciante en el aula Magna de cualquier universidad andaluza. Se celebran unas jornadas sobre la crisis del modelo universitario y aquella es la conferencia estelar, un hombre admirado por todos, al que nadie discute ni su trayectoria ni su pensamiento. Por tanto, allí están todos, expectantes, algunas autoridades, los profesores y un buen número de alumnos. Y dice el conferenciante: “Todo cuando se diga del deterioro del sistema educativo es poco. En la popularización y simplificación última de los principios pedagógicos ‘modernos’, que tienen ya dos siglos a la espalda, se ha llegado aquí a sostener oficialmente que corregirle la ortografía y demás primores gramaticales a los muchachos equivale a cortarles su espontaneidad creadora. Y las universidades, igualmente inundadas de analfabetos. Baste traducir una noticia de estos días, que dice así: ‘Los estudiantes podrán ganar puntos académicos subiendo a la montaña rusa y escribiendo acerca de esta experiencia. La actividad se enmarca en un curso denominado Estudio de Cultura de la Montaña Rusa en el que participan sociólogos, arquitectos e historiadores de arte que tratarán el tema de las montañas rusas desde sus propias perspectivas’.”

Imaginemos que en el aula magna se extendió entonces un murmullo, entre la sorpresa, la risa y la desaprobación, que el conferenciante supo aprovechar para detenerse un instante, alzar la mirada a su auditorio, y aguardar de nuevo a que se hiciera el silencio para exponer sus conclusiones: “Entre las muchas vueltas que se le está dando al problema del analfabetismo funcional, y entre las diversas causas que contribuyen al fenómeno, todavía no he tropezado con la duda de que tal vez no todos los seres humanos tengan la voluntad o la capacidad mental para aprender las primeras letras. Y ojalá no se caiga en la cuenta de que pudiera ser así, porque entonces se postularía como ideal democrático la igualación en un nivel de analfabeto… El analfabetismo, en fin, es inevitable si se supone que todos los ciudadanos han de poseer un título académico, si, además, cualquier distinción está mal considerada y si, en definitiva, la democracia no es entendida ya como igualdad de oportunidades sino como nivelación por el más bajo rasero”.

Imaginemos que algunos periódicos del día siguiente situaban destacada la noticia de aquella conferencia, con titulares a cuatro columnas y una foto del conferenciante con la mano abierta, un gesto subliminal que recuerda al instante el ‘basta ya’ de tantas manifestaciones. Y un editorial elocuente: “Todos iguales, todos analfabetos.

Podemos imaginarlo así, tendremos que imaginarlo así porque, en realidad, la reflexión anterior se produjo y llevaba la firma de una persona ilustre, sí es real, pero con una sola diferencia sobre lo que hemos imaginado: que no era una conferencia sino el fragmento de un ensayo escrito por Francisco Ayala en 1978 sobre el momento actual de la cultura. ¡Hace 31 años! O sea, cuando a España le quedaban todavía un sin fin de reformas educativas por delante, entre ellas la ‘revolución’ de la Logse y la que está por llegar, del plan Bolonia, un gran ideal que, a lo que se ve, se va degenerando igualmente por los mismos derroteros de igualitarismo. Ayala ha muerto. El escalofrío de estas reflexiones viene bien para mantener el recuerdo de su excelencia y la contundencia de sus advertencias. Treinta y un años han pasado… Produce vértigo pensar dónde estaremos ahora.

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05 noviembre 2009

Callejuela del Zapato



Muntazer Al Zaidi es el auténtico héroe de nuestro tiempo. No sé cómo no le han puesto ya una calle en Sevilla ni cómo no lo han invitado a dar conferencias en la Fundación de las Tres Culturas de la Junta, ese «centro de colocaciones» que cuesta, nada más que en alquiler, 172.000 euros euros al año (lo cual, por cierto, no se entiende, porque la sede es el pabellón de Marruecos en la Expo 92, un edificio que fue cedido a España). En fin, a lo que iba: que desde que Muntazer le tiró el zapato a Bush en una rueda de prensa, el periodista iraquí se ha convertido en una celebridad en todo el mundo, oriente y occidente. Y antes de que se les ocurra el homenaje, detengámonos un momento.

Vamos a analizar el fenómeno contradicción a contradicción. Primera: Muntazer lanza su zapato a Bush en una rueda de prensa en Bagdad, según repite, por «la guerra de Irak, los gritos de las mujeres y el llanto de los huérfanos». La sensibilidad y el compromiso de una persona tienen como exigencia primera la universalidad si no se quiere tropezar con la hipocresía y el cinismo. Es decir, no es posible hacer distinción ni entre las víctimas ni entre los tiranos porque, en ese caso, ante esa discriminación, cualquier discurso acaba destruyéndose a sí mismo. ¿Por qué en sus 30 años de vida el periodista Muntazer no tiró su zapato contra Sadam Hussein? ¿Qué pasa con las viudas de Sadam, con sus huérfanos, con sus lágrimas? No sabemos por qué no tiró sus zapatos a Sadam, pero sí podemos estar seguros de una cosa: Muntazer hoy ya no estaría vivo; estaría juzgado, condenado y ejecutado. Ningún demócrata, nadie que crea en la libertad, confunde la tiranía con los abusos de una democracia.

Segunda contradicción: el juicio. Muntazer lanzó su zapato y, días después, a lo que renunció el presidente de Estados Unidos fue a presentar cargos contra el periodista. Por esa actitud, el delito que se le imputó a Muntazer pasó de ‘agresión contra un jefe de Estado’ (que se paga con siete años de cárcel) a un delito menor de ‘insulto a un líder extranjero’ (nueve meses de prisión). En el juicio, el periodista rehusó disculparse («Volvería a hacer lo mismo») y su abogado defendió su acción como «un acto de libertad de expresión». El zapatazo se produjo en septiembre de 2008 y un año después, en septiembre de 2009, Muntazer ya estaba en libertad. Y ello porque la Justicia que surgió de la guerra, que no es la Justicia de un tirano, es la que ha hecho posible un juicio justo. De ahí el atasco mental: si se afirma que la guerra de Irak sólo fue un acto criminal, si no sirvió para nada, cómo admitir que un acto criminal puede tener efectos positivos, avances esenciales para la libertad de expresión de Muntazer y su derecho a un juicio justo. Bonito enredo. Es como intentar hacer pasar por ‘rasgo cultural’ el hecho de que, por su zapatazo, varios magnates árabes le hayan obsequiado con sus hijas de 18 o 20 años. Igual que otros le han regalado un caballo, un coche o un fajo de billetes.

Ahora que Muntazer acaba de salir de prisión, lo primero que ha hecho es crear una fundación de ayuda a Irak y abrir una cuenta en un banco en Suiza. Es la última de sus contradicciones. ¿Por qué en Suiza? ¿Por qué no en Irak, ahora que los soldados americanos se baten en retirada? Tampoco hay respuesta lógica: Si se afirma que Muntazer es líder y referencia de los ‘insurgentes’, no tendría por qué temer un atentado. Si embargo, es así. Por eso se ha instalado en Europa; porque Europa es el lugar ideal para que Muntazer pueda desarrollar su idolatría; alejada de la realidad, acampada en las moquetas de las alianzas de civilizaciones. Al tiempo, que ya lo veremos por aquí, en un atril o en una calle. ‘Callejuela del Zapato’, por ejemplo. ¿Qué les parece?

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04 noviembre 2009

Inquisidores



Para extorsionar a un juez, lo mejor es convencerlo de que durante la instrucción del sumario sea despiadado con quien lo soborna. Que a ojos de todos, salten chispas cada vez que el juez cita a declarar a su procesado; que una mirada de odio lo atraviese, que un vozarrón lo estampe contra la pared cuando le ordene silencio; que se le espese la saliva en la comisura de los labios cuando dicte la orden de prisión sin fianza y desestime todos los recursos de sus abogados. Que ordene grabaciones de todos sus teléfonos y lo humille luego públicamente con filtraciones de sus comentarios más groseros. Después de una instrucción así, a cara de perro, ¿quién iba a sospechar que lo único que buscaba el juez era la libertad del acusado; que lo había sobornado el delincuente para, ante la contundencia de las pruebas en su contra, el juicio se declarase nulo y el acusado quedase libre, absuelto de todos los cargos? No hay que darle más vueltas, para extorsionar a un juez lo más efectivo sería una instrucción inquisitorial, que es, además, lo que suele pedir el personal.

Si se repasa la historia judicial reciente en España, encontraremos varios casos que servirían para ilustrar lo anterior. Con una diferencia esencial: la actuación de esos jueces no se debe a que hayan sido sobornados por nadie sino que está provocada por el virus del estrellato; la independencia judicial les produce un vértigo, un mareo, que les hace verse a sí mismos como seres sobrenaturales. No, no es cuestión de dineros ni extorsiones, es la vanidad de algunos jueces la que conduce muchos casos al fracaso. Asuntos que nacen con una carga probatoria contundente, voluminosas como toneladas de fardos de hachís o contante y sonante como un maletín de billetes, y que acaban anulándose por completo porque, en su día, el juez se excedió en la autorización de las grabaciones telefónicas o que no atendió debidamente las garantías procesales de los acusados. ¿Va a ocurrir lo mismo con el caso Gürtel o con Malaya, como anticipan los abogados?

No hay mayor frustración en una democracia que ver salir por la puerta de un juzgado, sonriente, desafiante, a quien de sobra sabemos culpable. Cuando eso sucede, el error está en pensar que el problema es del exceso de las garantías de un Estado de Derecho. No, el error es confiar en esos ‘jueces estrella’ que viven de su propio espectáculo. Sólo cuando se comprende lo anterior, crece la admiración por los jueces callados, trabajadores, rigurosos y discretos hasta la exasperación; jueces que nadie conoce, que jamás aparecen en los periódicos, y que tienen a sus espaldas grandes sentencias, su única forma de expresión pública. Jueces que no ven en la independencia judicial un altar, un púlpito de adoraciones, sino un pilar esencial de la democracia, un ejercicio imprescindible de responsabilidad pública; jueces que no se marean cuando se suben al estrado del tercer poder. Por esos jueces a los que admiro, por el hartazgo de los jueces estrella, urge una reforma profunda del sistema judicial español que haga recaer en los fiscales la instrucción de los procedimientos. Ganará la investigación con la especialización de los fiscales, ganará la Justicia al fortalecerse la independencia del juez cuando, ajeno a la instrucción, dicte la sentencia y, sobre todo, ganará la sociedad con la erradicación de esa especie ampulosa que habita entre las togas, los jueces estrella.

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03 noviembre 2009

Si entrem en això...



«Si entrem en això, tots ens farem molt de mal. Si entrem en això, tots olorar malament». Lo ha dicho Pujol sin carraspear, lo ha dicho del tirón y con el dedo índice de la mano derecha, ligeramente encogido, agitándose al compás, con la experiencia de quien oyó silbar las balas de Banca Catalana en sus oídos («vamos a meter en la cárcel a Jordi Pujol», que dijo aquel delegado del Gobierno andaluz). Lo ha dicho con la contundencia de quien se ve desprendido de ataduras y compromisos, con la libertad incómoda de quien ha comenzado a descodificar los secretos de su memoria. «Si entramos en eso, todos nos haremos mucho daño. Si entramos en eso, todos oleremos mal». Lo ha dicho y el hedor reconocible nos desvela que, en efecto, los sumarios que se van abriendo estos días no son sino muestras fehacientes de un mal generalizado: la corrupción política.

Pero es esa advertencia que nos señala que la corrupción política en España afecta a todos los partidos, corrupción transversal, que decíamos hace unos días, la que debería provocar en la clase política una catarsis de limpieza; es esa amenaza la que debería impulsar a la sociedad a exigir a los partidos políticos, no un pacto de silencio, sino un acuerdo general para desmantelar las estructuras que hacen posible esta corrupción extensa. El error está en pensar que la corrupción afecta sólo a los procesados y no a los partidos políticos en los que han convivido cómodamente hasta que una investigación judicial destapa un entramado de recalificaciones y de enriquecimiento. Cuando el listado de delitos es siempre el mismo, una retahíla que se repite idéntica tras cada redada (prevaricación, tráfico de influencias, falsedad documental y blanqueo de capitales) y afecta por igual a todos los partidos políticos, es la democracia española la que tiene un problema de primer orden. No son los partidos políticos los que tienen el problema, es la sociedad la que tiene el problema con sus representantes.

Lo cual, que lo que habría que hacer es, precisamente, lo contrario de lo que dice Pujol; lo que hay que hacer, de una vez por todas, es entrar en eso. Que no es tan complejo de desentrañar, o sea. La corrupción política tiene su origen primero en las estructuras cerradas de los partidos políticos. Es entonces cuando la política degenera hasta convertir un servicio público en una clase privilegiada, enrocada en el poder. A partir de ahí, de esa concepción de casta, la lucha por el poder no conoce límites y se muestra siempre dispuesta a sisar en las contrataciones públicas unos porcentajes con los que fortalecer las estructuras, la maquinaria que les ayuda a vencer. Como una concatenación fatal se une la desproporcionada burocracia política, la abultada estructura de los partidos (contagiada luego a sindicatos, patronales y todo cuanto se alimenta de ese esquema poder) y los desmesurados gastos en las campañas electorales, que son ya permanentes. Lo de menos, contemplado el problema desde esa perspectiva general, son aquellos que, a su vez, agrandan sus bolsillos y se aprovechan de la corrupción admitida por el sistema, el hedor generalizado del que habla el honorable. Lo de menos son los pijos valencianos o los aprovechados del Poniente almeriense.

Que no, que no es lo que dice Pujol, que es lo contrario: Si no entramos en eso, entonces será cuando acabemos mal.

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02 noviembre 2009

Días de rosas



Yo jugaba en la tierra colorada, como de albero tostado, mientras las mujeres de negro, arrodilladas frente a tumbas de cal, le pasaban un trapo húmedo a las lápidas de mármol. Las miraba en silencio, cuando agachaban la cabeza y metían el trapo en un pequeño cubo de plástico, luego lo sacaban y lo retorcían para exprimir el agua enjabonada, y de nuevo lo volvían a poner sobre la lápida, como si la acariciaran, describiendo círculos pequeños que se hundían en las letras doradas del nombre del marido muerto, del hijo muerto, de la madre muerta. Limpiaban y lloraban, se comían las lágrimas y se mordían los labios.

A lo lejos, desde aquel rincón de tierra colorada, el cementerio podía imaginarse como una ciudad de grandes edificios encalados, balcones desbordados de flores y calles anchas, pero todos, incluso un niño como yo, sabía muy bien que nadie se divertía en esta ciudad, que hasta los ramos de rosas recién cortadas parecían tristes el Día de los Difuntos; que allí se iba a pasar el trago de enfrentarse al pasado, a lo perdido. El primero de noviembre las mujeres limpiaban las lápidas y pasaban el trapo cuidadosamente por las hendiduras de la cruz grabada en el mármol, como si limpiaran el sudor de la frente arrugada de quienes amaban y ya no están aquí, sino allí, en esta otra ciudad; y los dos, los vivos y los muertos compartimos la impotencia de no poder abrazarnos nunca más. Un día al año celebramos este Día de los Difuntos para abrazar la memoria y sentir el calor de los recuerdos. Y luego de abrazarse de nuevo, las lápidas se volvían relucientes y la pena se quedaba flotando como pompas de jabón en el aire de flores, de rosas, de cada principios de noviembre.

En un libro de Magris se cuenta la historia de una rosa de papel, una fábula brevísima que escribió una niña deprimer curso en Trieste, una redacción de colegio que se publicó luego en una gaceta escolar y dejó desolado al escritor. «La Rosa era feliz. Un día, la Rosa se sintió marchitar y estaba a punto de morir. Vio una flor de papel y le dijo: ‘qué rosa tan bella eres’. ‘Pero si soy una flor de papel’ ‘¿Pero sabes que estoy a punto de morir?’ La Rosa ahora estaba muerta y ya no habló más». No es posible que la niña que lo escribió fuera consciente de la precisión con la que trazó la angustia primera de los hombres. No es posible que una niña dibuje así el abismo diario al que nos enfrentamos, la grieta que se abre cuando el deseo de perdurar se agarra al instante y quiere hacerlo eterno, busca parar el tiempo. Y dice Magris: «Se es fiel a las lágrimas de las cosas vivas si se escucha su llanto, su deseo de durar un poco más, por lo menos como las cosas falsas».

Yo las miraba desde el fondo, en un rincón de tierra colorada al final de la hilera de lápidas blancas y jugaba a las bolas porque allí era fácil cavar un pequeño agujero y no había niños mayores que se quedaran con tus canicas, como en el patio del colegio. En cuchillas, levantaba la mirada y contemplaba la hilera de los nichos del cementerio y las mujeres de negro, fieles a su llanto, fieles a los recuerdos, junto a las rosas nuevas. El sol del mediodía secaba pronto las lágrimas cuando resbalaban por la mejilla y se estrellaban en el mármol.

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