El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

30 marzo 2012

El mitin huelga



Una huelga general es a los sindicatos lo que los mítines de una campaña electoral a los partidos políticos; actos de reafirmación dirigidos a los militantes y protagonizados exclusivamente por los militantes. La sociedad, que se queda fuera, que mira desde la puerta o se cambia de acera cuando escucha el tumulto, se limita a contemplarlos, a oírlos, pero rara vez acude a un mitin político en una campaña electoral o secunda decidida una huelga general. Desde ese punto de vista, por tanto, la huelga general de ayer fue un éxito, es verdad, como dicen los sindicatos, pero esa valoración es tan irrelevante como considerar un éxito un mitin electoral atestado de militantes de un partido político, ahítos de banderitas, vítores y proclamas. Es un acto introspectivo; musculación, no más. Por eso, ante la cancela de la fábrica o frente al escaparate de unos almacenes, los delegados sindicales se reúnen y entonan entusiasmados su himno sindical de reafirmación: «Hacía falta ya una huelga, una huelga, hacía falta ya una huelga general».

Sí, una huelga general es a los sindicatos lo que los mítines a los partidos políticos y de la misma forma que un mitin está condenado al fracaso si no se organizan autobuses gratuitos para acarrear militantes de todos los pueblos de alrededor, una huelga general fracasaría estrepitosamente si no existieran los piquetes coactivos desde la madrugada. ¿Cómo, por ejemplo, se puede considerar que un país está en huelga general si la sociedad recupera la normalidad a partir de las doce de la mañana, cuando los piquetes se han marchado a sus casas o a sus bares?

Ayer, a últimas horas de la madrugada, en la puerta de entrada de las cocheras de la empresa municipal de autobuses de Sevilla, la estampa que se podía observar lo decía todo. A un lado, un cordón de decenas de policías alineados sobre un fondo de furgones al ralentí con el destello silencioso de las sirenas azules. Al otro lado, otro cordón de sindicalistas, también varias decenas, con banderas de plástico rojo apoyadas en el hombro sobre un fondo de pintadas en la pared que llamaban a la huelga general. A unos metros de distancia, se les veía como dos ejércitos a punto de entrar en combate, en el instante previo en el que se miden las fuerzas, se encienden los ánimos, se inflama la tensión. Lo que pasaría después no dista mucho de lo que, a esa misma hora de la madrugada, ocurría en cientos de fábricas y empresas de toda España; sí, es seguro que el resultado de esa pugna de policías y sindicalistas es el cierre parcial de la fábrica o la empresa, pero dónde está ahí la sociedad. La gente, toda la gente, a esa hora en la que se decide el éxito o el fracaso de la huelga general está en su casa. Como en los mítines, no participa; se limitará a contemplar el músculo de los sindicatos y a jurar en arameo por la sucesión de dificultades que tendrá que atravesar para llegar a su puesto de trabajo, para llevar a sus hijos al colegio, para encontrar una gasolinera abierta... Hasta que, a partir de las doce, el descanso de los piquetes instaure la normalidad.

«Hacía falta ya una huelga, una huelga, hacía falta ya una huelga general», cantan los delegados en su éxtasis. En lo que quizá ninguno de ellos ha reparado es en el simbolismo oculto que encierra esa cantinela, entonada con la música de aquella canción infantil que decía «había una vez un barquito chiquitito que no podía, que no podía, que no podía navegar (…) Y si esta historia, parece corta, volveremos, volveremos a empezar». Pues eso.

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29 marzo 2012

Trincheras


Dices que a tus compañeros de clase les ha cambiado la cara después de las elecciones. Que ahora están más relajados, como aliviados. Que lo has notado en el ambiente, en las bromas de los pasillos, en la cordialidad de las sentadas en el césped, en la relajación de las asambleas. No era así en las últimas semanas, a medida que se iba acercando la fecha de las elecciones fue creciendo a tu alrededor una tensión que desconocías; la normalidad con la que tú recibías las encuestas que vaticinaban una mayoría absoluta del Partido Popular se transformaba en crispación en las aulas, en enfado. Hasta llegaste a pensar una vez que quizá eras tú la equivocada, que quizá tenían razón quienes decían que había que parar a la derecha, que no se podía permanecer impasible ante la invasión. Y luego, en los mítines, también los dirigentes de varios partidos lo decían, que las conquistas sociales estaban en peligro, que los derechos laborales estaban en peligro, que las libertades estaban en peligro, que la democracia misma estaba en peligro.

Dices que ahora todo eso ha cambiado, que las urnas han liberado el ambiente y ha vuelto la normalidad, y hasta los encierros que se habían programado para esta semana ya se han desconvocado. Eran encierros contra la Reforma Laboral pero, en realidad, se trataba de encierros preventivos, por si ganaba la derecha en las elecciones; para que todo estuviera programado. Que ha ganado la izquierda en Andalucía, y no hay de qué preocuparse ahora. Los sondeos estaban equivocados y todo ha sido como un mal susto, una pesadilla que por fortuna ha pasado. Y de ahí, del susto, es de donde nace esta euforia de ahora, mucho más acentuada que la alegría previsible, más intensa que la satisfacción esperada. Dices que la gente, sencillamente, está contenta porque piensa que han vencido a fuerzas superiores que se habían alineado para que aquí ganara la derecha, poderes fácticos, el interés de los mercados, el capitalismo agazapado. Ese era el peligro y el peligro, en Andalucía, se ha conjurado.

Dices que te quedaste asombrada en la primera asamblea del lunes, en la universidad en la que estás, en la clase de Ciencias Políticas en la que el profesor abrió el debate con los alumnos para analizar el resultado de las elecciones. Uno tras otro, los alumnos que ahora ya están felices explicaron que la sociedad andaluza ha sabido interpretar a la derecha, a la verdadera derecha, a la que se esconde tras las siglas y las sonrisas azuladas de las vallas de publicidad. “Es normal que la gente no haya querido votar a Arenas porque le tiene miedo a que vuelva la Guerra Civil y los fusilamientos”. Dices que un alumno se puso en pie, que lo dijo así, y que otros muchos compañeros de clase, estudiantes de 18 y 19 años, lo respaldaron con gestos de asentimiento. Tú te levantaste indignada para protestar. ¿Guerra Civil? ¿Fusilamientos? Pero la mayoría de la clase estaba de acuerdo con el riesgo que se había corrido, porque había oído historias de su familia, o de sus conocidos. Dices que el propio profesor terció en el debate para darle la razón a los primeros porque, según explicó, nadie puede obviar que la extrema derecha está incrustada en el Partido Popular. Dices que no entiendes nada y yo, en fin, comprendo tu desconcierto. En una universidad andaluza, ochenta años después sigue calando la triste figura de un dictador al que muchos de ellos ni siquiera sabrán ponerle nombre. Esta es Andalucía, sociedad de trincheras.

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28 marzo 2012

Adormidera


Esta vez, a diferencia de lo que ha venido ocurriendo por sistema en el Parlamento de Andalucía, no habrá un dirigente del PSOE que se suba a la tribuna del Parlamento para ensayar el guiño rebelde y burlón del «decíamos ayer», dirigido a los escaños de su principal oponente. Ya sé que eso es, justamente, lo que parece; que nada ha cambiado en la política andaluza y que, por muchas que sean las justificaciones que se busquen en el PP, la única realidad constatable en política es el poder, el gobierno que podrá seguir disfrutando el Partido Socialista después de haber perdido las elecciones andaluzas. Pero no habrá un «decíamos ayer». No, no podrá entonarlo Griñán por mucho que, como 'ser político', haya nacido -no renacido, sino nacido- este domingo pasado; por mucho que esta victoria le facilite el camino como líder en el PSOE después de haber estado desahuciado y liquidado por los compañeros adversarios, por los compañeros amigos. Por todos… La diferencia con otras etapas radica en que la gestión de esta 'dulce derrota' puede ser mucho más complicada y perniciosa para el PSOE de lo que ahora parece; más tortuosa incluso de lo que ahora se puede sentir por el efecto adormidera, el relax inmenso que, lógicamente, recorre el cuerpo socialista tras haber logrado sobrevivir al domingo electoral.

Cuando pase ese efecto, el PSOE se enfrentará a una realidad que siempre ha esquivado. De hecho, el PSOE de Andalucía nunca ha gobernado con Izquierda Unida, siempre ha renegado de esas alianzas de la «izquierda plural» que ahora se bendicen. En las tres ocasiones en las que el PSOE ha tenido que gestionar una mayoría parlamentaria insuficiente, ni siquiera se ha planteado la posibilidad de ofrecer un acuerdo de gobierno o un pacto de legislatura a Izquierda Unida: para ese trabajo de apoyo a la mayoría, bastaban los tres o cuatro diputados del Partido Andalucista. Esa sería, sin variar ni un ápice, la apuesta que el PSOE estaría realizando ahora de nuevo si tuviera la más mínima posibilidad. Pero ni ha ganado las elecciones para imponer un discurso de fuerza mayoritaria ni tiene otra salida parlamentaria que la de implorar el apoyo de IU para que no ocurra aquí como en Extremadura.

Por las primeras reacciones de los dirigentes de Izquierda Unida tras las elecciones, parece claro que los dirigentes de esa formación ni olvidan el pasado de repulsa ni se dejan ahora atrapar por la fascinación antigua de los cantos de sirena de la 'casa común' y la unidad de la izquierda. Uno de los futuros diputados de esa coalición ya ha dicho que «antes de hablar de pactos», el Parlamento debe aprobar una comisión de investigación sobre el escándalo de los ERE. Otro diputado ha añadido que un gobierno de izquierdas en la Junta de Andalucía debe tener claro «que para salir de la crisis hay que adoptar medidas anti sistema». Debe faltar ya poco para que, en el primer amago de negociación, se soliciten partidas de gasto nuevas, extraordinarias, que exigirán una modificación profunda del presupuesto. ¿Cómo reaccionará el PSOE si, en el primer pleno parlamentario, Izquierda Unida aprueba, con el apoyo del PP, una comisión de investigación de los ERE? ¿Puede asumir la crítica situación financiera de la Junta de Andalucía nuevas exigencias de gasto?

La última vez que el PSOE se encontró en una situación parecida, el entonces presidente de la Junta, Manuel Chaves, resolvió la encrucijada con un portazo: disolvió el Parlamento a los dos años y convocó elecciones. Ya veremos cómo acaba esta legislatura.

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27 marzo 2012

Valderólogo



Que sí, que sí, que está en la cumbre de su carrera, que yo me quedo escuchándolo y acabo embobado, deslumbrado por las piruetas increíbles de sus expresiones, con el susto metido en el cuerpo, que se cae, que se cae, que se la pega, que se la pega, porque es imposible, porque parece mentira, pero al final resurge, y sale airoso, se impone, y completa con tres palabras la acrobacia dialéctica en medio del estupor del público. ¡Voilá! Es Diego Valderas, el candidato de Izquierda Unida, en el mejor momento de su carrera política. Es tan dulce el periodo político que atraviesa que, según tengo observado, ha conseguido que sus expresiones habituales, en apariencia inconexas y carentes de sentido, adquieran un tono superior casi poético; un regusto de sabiduría popular. Habla Valderas y a quien lo escucha le puede parecer que está delante de un trovador de otra época, de un hacedor de refranes nuevos o de un consagrado vendedor ambulante de retorica arrolladora.

Son expresiones suyas, intransferibles, que lo hacen diferente a cualquier otro candidato del orbe político. «A mí, ese asunto me hace sonrisa», dice Valderas, y esa forma de decirlo lo distingue de todos los demás, del que simplemente sonríe, que se queda corto, y del que diría «ese asunto me hace sonreir», porque con el infinitivo prolonga la acción sin sentido. «Me hace sonrisa», sin embargo, es un preciso punto medio, distante, altanero. Le añade todos los matices de los que carecen las expresiones anteriores. O cuando dice: «Yo entendería que me dijeran, dejadme esperar tiempo». Cualquier hubiera dicho, «dejadme tiempo», o «vamos a esperar un tiempo». Valderas une las dos expresiones y se concede esta licencia poética: «dejadme esperar tiempo». Porque el simbolismo, la metáfora, la expresión gráfica siempre está en su discurso. Ante un asunto concreto, no se limita a decir que hay problemas; no, eso no tiene mérito. Valderas dice: «Es verdad que hay elementos de dificultad sobre la mesa». El avance es extraordinario porque, en el vocabulario de Valderas, las dificultades tienen cuerpo, se pueden ver los problemas andando por la mesa, como los virus verdes que salen en los anuncios de los inodoros. Hay que saber distinguir porque los elementos siempre están sobre la mesa pero no son todos iguales. Como los «elementos de renta de los edificios». Quién iba a decir que un vulgar alquiler podría sonar así.

A veces el efecto dialectico de Valderas consiste en el circunloquio, en especial cuando se trata de algún asunto del que al orador le conviene zafarse. Por ejemplo: «Ese asunto tiene muy buena letra negra sobre blanca. La letra negra sobre blanca está muy bien, pero el desarrollo de esa letra negra sobre blanca no ha sido satisfactorio». Fíjense: Un mero refrán, «poner negro sobre blanco», que significa claridad, concisión, Valderas lo transforma y consigue el efecto contrario, la ambigüedad calculada, el acojone mismo: qué habrá querido decir este hombre. La letra negra sobre la letra blanca…

Sostiene Antonio Romero que a Valderas le hace falta, como acompañante en los mítines, un «valderólogo», y puede ser que ahí esté la clave, que se comience a estudiar su habla como una nueva dimensión lingüística. Tiene razón. Podrían comenzar con ésta, que es mi favorita. Valderas habla de corrupción y de cómo le afecta a IU. Y confiesa: «Nunca he dicho que no tengamos una cepa mala en la viña de nuestro páramo». En una traducción libre, apresurada, cualquiera pensaría que está comparando a Izquierda Unida con un páramo, un terreno yermo en el que no crecen ni viñas ni nada. Error: En realidad, qué otra cosa es la corrupción sino un páramo. Valderólogo, sí, me apunto al instante. Hay elementos sobre la mesa y es preciso sustanciarlos.

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20 marzo 2012

Anacronismo



En los fastos de Cádiz del bicentenario de la Constitución, muchos son los paralelismos que se han buscado. El espíritu de reforma, la valentía popular, las ansias de libertad, de progreso. Muchos son los paralelismos que se entonan en los discursos oficiales para escapar del anacronismo, como si la historia se pudiera plegar y reconstruir, como si aquel aire se pudiera volver a respirar. Se recrea el ambiente con vestidos de época y documentos encapsulados y hasta podemos sentirnos por un momento partícipes de nuestra historia. Pero pasarán los fastos y lo que ha sido inevitable es pensar que desde las Cortes de Cádiz hasta ahora el principal anacronismo es, quizá, la propia idea de España. Quién duda ahora de que en los dos siglos transcurridos, desde aquella Constitución hermana de la de los Estados Unidos, es la idea de España la que se ha debilitado. ¿O acaso la celebración de ayer de Cádiz, aún con las primeras autoridades del Estado presentes en el acto, fue una celebración de toda España, un acontecimiento que haga sentirse orgullosos a todos los españoles? No, claro que no. Este es un país que vive de espaldas a su historia, y la Constitución de 1812 no ha sido una excepción.

De 1812 hasta 2012 el principal anacronismo es España, y lo que ha perdurado es buena parte de todo lo que rodeó la vida efímera de la Constitución de Cádiz. Bastará pensar, sólo con un repaso a la historia reciente de España, en la frase que ayer colocó el Rey Juan Carlos en el frontal de su discurso: La España de principios del siglo XIX fue “una nación que estuvo muy por encima de sus máximas autoridades”. Lo dice don Juan Carlos, sin citarlo, en referencia a su predecesor, el indeseable Fernando VII, pero cualquiera de nosotros podría citar desde entonces otros momentos en los que la historia de España se trunca inexplicablemente, como si estuviera presa de una maldición del destino que la hace retroceder, estancarse, víctima del envilecimiento, del cainismo, del delirio, de la ambición de unos pocos. Y víctima también de la propia sociedad. Sí, de nosotros, porque alguna vez tendremos que pensar, y asumir, que también los pueblos se merecen los dirigentes que los hacen descarrilar como país.

Como ahora: otra vez nos encontramos en uno de esos momentos claves de la historia. La crisis nos ha colocado al borde del abismo, al borde de la quiebra, y el miedo social que ha recorrido la sociedad, como un escalofrío, ha culpado de todo lo ocurrido al partido político que ha gobernado en España en los últimos ocho años, el mismo partido político que ha gobernado en Andalucía en los últimos treinta años, por el apoyo mayoritario de la sociedad. Una democracia es alternancia, es verdad, y estos cambios de ciclo político forman parte de la libertad de un pueblo para elegir a sus representantes. Es cierto, sí, pero por una vez, ahora que estamos de celebración, detengámonos un momento a pensarnos. Y concluir, quizá, que desde 1812 hasta ahora lo único que no se ha fosilizado como anacronismo es la debilidad de la sociedad española. Tú y yo, nosotros. ¿Cuántas veces nos hemos equivocado como sociedad? Una sociedad amante del “¡Viva la Pepa!”, en su peor acepción.

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02 marzo 2012

La puta calle


La calle, sí, la puta calle. Mucho ojo con la calle que a la calle se le respeta porque se le teme, porque es la expresión más cruda de una sociedad, de un pueblo. Nadie resiste el estruendo de sus gritos y nadie es capaz de soportar es zumbido agudo de sus silencios. Puedes arder en la calle y puedes helarte. Nadie es dueño de la calle; de sus rumores, de sus clamores, todos son víctimas, todos son protagonistas porque todos son nadie y todos son alguien en el universo infinito y cambiante de la calle.

La calle, sí, por eso todos quieren comprar sus favores; a cualquier precio, la puta calle. Lo pretende sobre todo el poder, la política, porque qué son ellos sin la calle, sin el asentimiento de la calle. La calle, es verdad, siempre ha sido más de la izquierda que de la derecha, que se ha mantenido distante, displicente, alejada de ese tumulto que quizá en tiempos le parecía chabacano o vulgar. Por eso el Partido Socialista, canijos como están por el ayuno total de ideas, se ha echado ahora a la calle para alimentarse de esos fetiches viejos, para cubrir con la tela de la pancartas el desnudo de la identidad perdida, para encontrarse en el camino, para reconfortarse con el aliento de la calle y para comprarle sus caricias, las caricias de la calle, de la puta calle.

Ahí están otra vez, ahí se les ve de nuevo. Han pasado ocho años sin manifestaciones y ahora quieren cerrar el círculo de las ausencias con una gran convulsión callejera. El once de marzo es la fecha, y la sola mención de las siglas, el 11-M, nos revela que esa coincidencia sólo tiene una explicación, una miserable e insensata justificación: Coordinar aquella convulsión que cambió la historia de España con esta otra que pretende lo mismo, modificar la tendencia electoral de unas elecciones, las andaluzas, que llevaría al PSOE al primer eclipse total de la democracia. Lo dicen sin complejos, que el 11-M es «la nueva fecha para todo tipo de acciones». Es tan evidente la coincidencia, tan palpable, que si se han convocado las manifestaciones en ese día ha sido sólo porque se busca esa identificación; es tan evidente, que nunca puede pensarse en el lapsus o en el error. No cabe mayor insensatez.

Por eso, cuidado con la calle, que es muy puta y puede volverse contra quien la desconsidera y escupe en su dignidad. Que pongan el oído en la acera para comprenderlo. Que sepan que, hasta que las protestas contra la Reforma Laboral se han comenzado a despeñar por el despropósito y el cinismo, lo que estaba creciendo lentamente entre la ciudadanía era un sentimiento de desencanto contra el Partido Popular. Era la dinámica habitual de desgaste de un partido de gobierno que se erosiona con el viento racheado de la crisis económica, que se embarra con las contradicciones y los incumplimientos. Esa corrosión ya estaba en marcha y puede truncarse ahora por la ridícula politización de las protestas (¿quién se puede creer a un dirigente del PSOE detrás de una pancarta, ahora que acaban dejar el Gobierno?) y por la utilización detestable que pretenden los sindicatos de la memoria colectiva del 11-M, el peor atentado que ha habido en España, para buscar subliminalmente la agitación de entonces.

Al final, de todas formas, será la calle, la ciudadanía, quien decida sobre este espectáculo impúdico en el que están convirtiendo las protestas razonables contra los excesos de los recortes del Gobierno. Será la calle, sí, la puta calle, y ojalá se les vuelva en contra en la primera esquina.

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01 marzo 2012

Otra mentalidad


La principal ventaja de la protesta contra la Reforma Laboral del Gobierno es, curiosamente, su principal inconveniente. Es decir, la protesta se sintetiza en axiomas tan sencillos y contundentes, verdades tan aplastantes, que al final provocan el efecto contrario al que buscan, la desconfianza. Por ejemplo, esto que se repite a diario: «Si en España hay ya cinco millones de parados, se demuestra que el problema del mercado laboral aquí no es el despido, porque se despide a diario y por miles». ¿Cómo no recelar de una Reforma Laboral que abarate más los despidos cuando ya se despide a los trabajadores aún teniendo que pagarles el doble de lo que se le va a pagar a partir de ahora de indemnización? Ciertamente, si las respuestas hay que construirlas sobre esa lógica, no hay otra conclusión que a la que ya han llegado los sindicatos: la reforma laboral sólo servirá para que los trabajadores pierdan derechos, pero no para crear empleo.

Ocurre, sin embargo, que la realidad es mucho más compleja. Para empezar, el mismo axioma vuelto del revés, nos hará comprender que el único camino que no se debe tomar es el que ya ha fracasado. Es decir, con las reformas laborales precedentes, los índices de desempleo en España siempre han estado muy por encima de sus vecinos comunitarios, incluso en las épocas de mayor bonanza económica. Más paro que en el resto de Europa cuando se crearon cuatro millones de empleos (del 2000 al 2007) y una diferencia temeraria cuando, como acaba de ocurrir, se han destruido casi tres millones de empleos en los últimos cuatro años. Parece evidente, pues, que existe aquí una anomalía en el mercado laboral que no se da en los demás países. ¿Cómo se va a culpar de ese desastre a lo que no se ha experimentado aún?

El segundo problema que tiene el discurso sindical es la población a la que se dirige. Con un treinta por ciento de paro y en un mercado laboral en el que, según la propia UGT, nueve de cada diez contratos que se firman son temporales, de qué pérdida de derechos se va a hablar, si ya se han perdido los más elementales. Para un trabajador, además, el principal problema será siempre el alto índice de paro, no la legislación laboral. Por una sencilla razón, porque también el mercado laboral se guía por las leyes de oferta y demanda. Si el dilema de un trabajador consiste en tener que elegir entre el trabajo que tiene y el paro, el problema lo tiene el trabajador porque el empresario siempre podrá reducirle el sueldo con la certeza de que no se va a marchar. Pero si el dilema del trabajador es tener que elegir entre dos puestos de trabajo, quien tiene un problema es el empresario porque querrá conservar en su plantilla a los mejores trabajadores en las mejores condiciones.

Quiere decirse, en fin, con todo esto que ninguna Reforma Laboral será efectiva en España sin un cambio de mentalidad, en la sociedad y en la clase política. Pensemos, por ejemplo, en aquello de lo que nunca hablarán los sindicatos: Con un sistema más flexible de contratación y de despidos también tendrían que desaparecer, por ejemplo, los altos índices de absentismo laboral que se dan en España y que, sencillamente, son inexplicables. ¿Y la diferencia entre el sector público y el privado, sobre todo las empresas públicas? Que no, que no, que cuando se convierten los problemas en consignas, la tendencia siempre debe ser la de comenzar a sospechar.

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