El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

25 julio 2011

Test de estrés




Que me he hecho un test de estrés y he cateado. Pensé que era el sol, este sopor de los veranos que nos hace arrastrarnos por las aceras y por los bares de madrugada, entre mojitos y cervezas. Porque el calor derrite las entendederas y el sudor que empapa la piel nos convierte en gente que escapa de sí misma, de sus rutinas de invierno; gente que busca refugios de sombra, el frescor de una noche, el olor de un ramillete de jazmines, un respiro de vida que nos aleje de la monotonía, gente que busca la excepción que confirme sus reglas. Pensé que era la pesadez de la política, este diario acontecer de actos y expresiones que se suceden sin ninguna novedad, esta letanía de hechos sabidos y esperados, de respuestas que se saben y preguntas que nunca se contestan. La invariable dinámica del agravio respondido con agravio, mientras los problemas permanecen, se solidifican como estalactitas sobre la cabeza de cada uno de nosotros.

Pensé que era el sobresalto de la humanidad que se empeña en sobrecogernos con lo peor, los chalados que asaltan universidades con revólveres, los fanáticos que se revientan con bombas atadas en la barriga en nombre de un dios que nunca les va a esperar, los fundamentalistas que fabrican explosivos para sembrar el terror en campamentos de verano, en ciudades pacíficas, en países que dormitan en la tranquilidad de creerse civilizados, tolerantes, respetuosos. Pensé que eran las pateras que llegan a la orilla, mujeres embarazadas y niños negros con los ojos rojos, irritados, de la sal del mar, del estallido de las olas cuando llegan a la orilla y los envuelven en las mantas de la Cruz Roja.

Pensé que eran los mercados o que era Europa, esta decadencia de los esquemas preestablecidos, el tembleque de los cimientos que conocemos, que nos han traído hasta aquí y que ahora parecen pilares hechos de flan, al pairo de las jornadas de bolsa, de las deudas ocultas, de las agencias de valoración, de los tipos de interés y los recortes continuos. Pensé que era la crisis, las colas de parados de las oficinas de empleo, el vecino que se queda tirado, el matrimonio que vuelve a casa de sus padres para apañarse los almuerzos. Pensé que eran las telarañas de mi cuenta corriente, la canina que dejan los impuestos de junio. Pensé que era la hambruna de Somalia, que es la misma que la de Haití, de Moldavia, del Chad, de Mozambique, de Corea del norte… Pensé que era la batalla perdida contra la pobreza, la espiral en la que siempre nos enredamos cuando fracasa la ayuda internacional que nunca llega, que se pierde antes de llegar a la boca.

Pensé que era cada cosa, cada cosa ajena; pensé que era el entorno que nos jodía, pero no reparé en que hace tiempo que tenemos establecido que nosotros somos nuestras circunstancias. Por eso, el test de estrés ciudadano nunca puede salir aprobado en estos días. Yo me lo he hecho y he cateado. Y ahora estoy como Celentano, lamiendo canciones de desazón. «La situazione politica non è buona, la situazione economica non è buona, la situazione internazionale non è buona, la situazione della nostra terra non è buona, la situazione del mio amore non è buona, la situazione, la mia situazione, non è buona…»

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21 julio 2011

Cuatro trajes




No eran cuatro trajes. Nunca han sido cuatro trajes regalados por unos amigos, sino la implicación ética que tiene que el presidente de una comunidad autónoma acepte regalos de unos comisionistas que hacen negocios con el gobierno que preside. No eran cuatro trajes, sino la exigencia democrática de saber que quienes nos dirigen no se guían por el favor de los amigos, por el provecho de los familiares, por la ayuda a los conocidos. No eran cuatro trajes, sino la obligación moral de un partido político de asumir la responsabilidad de sus equivocaciones, pedir disculpas y entregar el cargo que se ha manchado. No eran cuatro trajes, sino la imprescindible necesidad de que los gobiernos, los partidos políticos, se presenten ante la sociedad con el ejemplo primero que les exige un Estado de Derecho, el cumplimiento de las leyes y el acatamiento de las sentencias judiciales. Y el regalo, la dádiva, el detalle con brillantes o con seda, está tipificado en el Código Penal como un delito de cohecho impropio e implica a todos los funcionarios públicos. No eran cuatro trajes, era la necesidad política que tenía el Partido Popular de alejarse de esa podredumbre, aceptar sus culpas y pasar la página de la peor de sus corrupciones para nunca más volver a repetirla.

Nadie dimite en España y esta dimisión de Camps a lo que nos retrotrae, inevitablemente, es a la dinámica viciada que se ha establecido en la España política, según la cual el beneplácito de las urnas exonera a los dirigentes políticos de cualquier responsabilidad por su implicación, directa o indirecta, en los casos de corrupción. Estas semanas atrás, tras la publicación del auto de apertura de juicio oral, hemos oído en boca de los dirigentes valencianos lo que tantas veces se ha oído en Andalucía: «los valencianos, que en las elecciones del pasado 22 de mayo dieron su apoyo mayoritario al proyecto del PP valenciano, tampoco comparten la decisión judicial». Por una vez, esa barbaridad prepotente se ha zanjado con una dimisión y ahora el ejemplo de esa salida debería extenderse como una imposición a los dirigentes andaluces que están enmarañados en la trama de los ERE con el mismo discurso envenenado. Nadie dimite en España y el escarmiento de esta dimisión nos recuerda ahora que nadie en Andalucía ha asumido la responsabilidad política por el despropósito enorme de los cientos de millones de euros manoseados en un fondo de reptiles. De la misma forma que no eran cuatro trajes, tampoco en Andalucía son cuatro falsas prejubilaciones, sino la obligación democrática de que los responsables políticos de esa trama emprendan, mañana mismo, el camino de la dimisión. No son cuatro aprovechados, de la misma forma que no son dos hermanos y dos hijos a los que se somete a un calvario familiar, sino la caradura de utilizar un pasaporte político para abrir las puertas particulares y seducir a las empresas. Ha dimitido Camps y ahora es Chaves el que tiene la percha de un traje regalado.

«Ofrezco mi sacrificio a España», ha dicho el degollado con la prepotencia con la que aceptó la inmundicia de los regalos. No se entera, no. Porque no eran cuatro trajes. Porque ahora, después de todo lo ocurrido, con la dimisión ya rubricada, sólo se espera lo que acaso, nunca llegará, la humildad y el perdón.

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19 julio 2011

El samurái



Alguien debió explicarle al presidente Zapatero que también a la derrota, a los sueños rotos, se le puede encontrar un sabor de grandeza, un impulso hacia adelante. Una salida. Alguien debió explicarle al presidente Zapatero que los samuráis entendían que el suicidio era el triunfo en la derrota; que, como pensaba un teórico del ejército japonés, los pensamientos de victoria conducen a la derrota, pero cuando se pierde se continúa avanzando. Alguien debió acompañar a Zapatero en sus últimos pasos, indicarle la daga política con la que hacerse el harakiri, y rodearlo de soledad para que sólo él fuera el dueño de su final en la política. Para que hubiera repasado aquellos años de victoria y complacencia, de halagos y beneplácitos, para que se hubiera recreado por última vez en la fugacidad que ha sido, y lentamente despedirse de la presidencia. Alguien debió explicárselo, el final de un samurái, pero lo han acompañado como a César y, desde los idus de marzo, lo están apuñalando en la escalinata que lleva al salón en el que se reúne cada viernes el Consejo de Ministros.

La primera daga lo obligó a renunciar a la reelección como presidente, porque nadie, ninguno de los suyos, quería tener esa sombra oscureciendo las campañas municipales y autonómicas. La segunda daga, tras la debacle de las elecciones, lo forzó a desdecirse de sus promesas de primarias y de sus planes de sucesión. Por su boca habló el delfín con lágrimas en los ojos: “Doy un paso atrás porque se ha puesto en riesgo la unidad del PSOE, la autoridad del presidente y la estabilidad del Gobierno”. Quizá Zapatero pensó entonces que, una vez que había renunciado a todo, podría despedir en paz la legislatura, verla apagarse lentamente como el ocaso de su propia carrera política. Pero aguardaba este último empellón, las voces de su entorno que ya han comenzado a gritarle que se marche de una vez, que ha dejado un país al borde de la ruina y que, cada segundo suyo en la presidencia, es una milésima más de desgaste del PSOE. Se lo piden, unos sutiles, otros desesperados, con insinuaciones, con artículos, con silencios, con editoriales de prensa. Y no es la oposición quien le pide que se marche, que se marche ya, sino aquellos que en marzo lo acompañaron al pie de la escalinata para hincarle la primera daga. Zapatero tampoco podrá cumplir su último deseo, el de agotar la legislatura.

Caerá Zapatero, ya está derrumbándose al pie de las escalinatas, y la duda entonces será qué puede ocurrir con uno de los personajes de este drama político, sin referencias precisas en la tragedia clásica. ¿Quién es Griñán en ese teatro? Acaso un líder inesperado que llegó para conocer sólo el declive y las adversidades, quizá un tribuno despistado al que todos miraban con indiferencia, porque ni siquiera valía la pena el esfuerzo de conspirar contra él y acribillarlo como al césar. Pero Griñán está ahí, contemplando la escena sin rechistar, agarrado él también al final de la legislatura. Y en medio de todo, está Andalucía. Nadie podrá explicarnos en noviembre, cuando se adelanten las elecciones generales, que lo conveniente para España no es bueno para Andalucía; que la estabilidad política que se busca para salir de la crisis, no es buena para Andalucía; que el fin de ciclo al que se ha llegado en España, no existe desde mucho antes en Andalucía.

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18 julio 2011

Una pena



«Es una pena, pero es así». En una sobremesa, le daba vueltas en un cenicero de cristal a las volutas grises de un habano, que es un ejercicio hipnótico similar a dejar la vista perdida en el horizonte de una playa o dormitar una noche de invierno con el crepitar de fondo de una chimenea, cuando uno de los comensales soltó aquella frase: «Es una pena, pero es así». Era un abogado andaluz, un asesor de grandes inversores. La discusión sobre la crisis económica derivó hacia los cambios políticos y, de ahí, se llegó al detalle de algunas situaciones que explican todo lo anterior, el por qué de las cosas. El abogado contó la experiencia vivida en Andalucía hace unos años, ocho o diez. Una empresa multinacional había decidido construir en Andalucía una planta de fabricación de componentes electrónicos para telefonía móvil. «Los inversores llegaron con sus mejores intenciones, dispuestos a invertir aquí, pero se estrellaron en todos intentos que hicieron para que alguien los recibiera, para que los atendiera adecuadamente. Muy pronto se dieron cuenta de que aquí las cosas funcionan de forma distinta; que para resolver un problema, el camino más corto es conocer a un contacto, bien relacionado con la administración. El amigo del amigo puede ser el camino más corto para llegar. Con lo cual, no se lo pensaron dos veces: construyeron la fábrica en París. Es una pena, pero es así».

Fue entonces cuando dejé la distracción del cenicero y giré la cara hacia el abogado. No por el escándalo en sí, sino por el añadido, «pero es así», que es más grave aún. En la aceptación de esa realidad, está la mayor desgracia. Lo vemos ahora cuando la Consejería de Empleo andaluza se despliega en varios frentes en los tribunales de Justicia e implica en sus escándalos, no sólo a políticos o a intermediarios, no sólo a familiares y a aprovechados, sino también a empresarios. Ya se advertía cuando se descubrió el primer fraude de las subvenciones a la creación de empleo: cuando un escándalo de corrupción afecta a tantas empresas, no a dos o a tres, sino a miles de empresas, el problema fundamental es que la corrupción no es coyuntural sino que se trata de un modus operandi. Los empresarios aceptan el chanchullo porque el chanchullo es la forma de actuar aquí para que quien quiera conseguir algo, una subvención o un permiso, lo logre sin dificultad. Todo el mundo lo acepta, como los turistas asumen las mordidas de las repúblicas bananeras. Y los que pueden evitarlo, como el empresario aquel, se larga a otra ciudad, a otro país.

¿Pena?, sí, claro, es una pena, pero la fatalidad llega cuando la corrupción se convierte en un mal endémico en la sociedad. No, las cosas no pueden ser así y hasta que esa gangrena no se erradique Andalucía no comenzará a caminar. Lo más complejo ahora es calcular cuánto tiempo puede costar erradicar esa estructura social y política y si habrá un partido político capaz de enfrentarse a ella, abrir la herida y depurar la pus.

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15 julio 2011

Tres burbujas



Ha colocado la pizarra en la puerta del bar con la misma parsimonia con la que cada mediodía ordena la lista de tapas de la jornada. Ensaladilla, caracoles, adobo, carne frita, pinchitos, pimientos asados con melva… Y luego abajo, enmarcado en un círculo de tiza y dos exclamaciones, Botellín de cerveza con cacahuetes, 0,90 euros. Sus clientes, que son los de toda la vida, conocen de memoria la cocina, pero al bar le faltaría algo si en la puerta no se coloca cada mañana la pizarra con las tapas. De ahí la rutina y de ahí la idea que ha tenido este camarero para explicar, con la misma técnica, el porqué de esta crisis. Pero no la crisis de los mercados internacionales, no la crisis de las deudas de los países, ni la crisis energética por el vaivén continuo del petróleo; no, la teoría que ha plasmado en la pizarra es la crisis de cada uno de nosotros, la crisis de tu casa y de la mía, la crisis de tu cuenta del banco, la crisis de estos bolsillos míos que parecen roídos por los ratones.

Para esa crisis personal, para explicar esta tiesura, el camarero ha dibujado una sencilla gráfica: a la izquierda, una lista de productos: Un café, 1 litro de leche, 1 kilo de tomates, 1 barra de pan, 1 libro de ESO, 1 piso de 90 metros cuadrados. Junto a esta primera lista de productos, ha colocado luego dos barras más con los precios de esos productos en 1999 (antes de la implantación del euro) y los precios de 2011. Un café ha pasado de 80 pesetas a 1,20 euros (que son 200 pesetas); el litro de leche, de 80 pesetas a 0,80 céntimos (140 pesetas); la barra de pan de 25 pesetas a 0,60 céntimos (100 pesetas); un piso de 90 metros, de 18 millones a 300.000 euros, que son 50 millones de pesetas… Así se mantiene la lista, hasta que en la última línea, el camarero ha colocado una comparativa más, resumen y conclusión silente de todo: “Mi sueldo de camarero: en 1999 , 145.000 pesetas; en 2011, 900 euros (150.000 pesetas)”.

No hará falta consultar a ningún especialista más para concluir que la técnica desarrollada por este camarero en la pizarra de su bar es suficiente para explicar el estancamiento de España, el por qué de la crisis: Aquí no hay un céntimo en ninguna parte porque han sido tres burbujas, y no una, la que han estallado a la vez. La conocida es la burbuja de la construcción, que ha dejado cinco millones de parados, un stock de viviendas inasumible por el mercado y un precio disparado de las viviendas. Pero, además, debemos contemplar también como burbuja ésta del euro, que ha elevado artificialmente los precios de todo, multiplicándolos por tres y por cuatro, mientras que los salarios permanecen congelados. La última burbuja tiene que ver con las administraciones públicas, el crecimiento exponencial de la burocracia política, la multiplicación de instituciones en todos los órdenes, desde el local hasta el europeo. ¿Y cómo soporta un país tres burbujas a la vez, esas tres ficciones? Con endeudamiento, de ahí el crecimiento exponencial del endeudamiento público y privado en los últimos años.

Sumadas una a una, cualquiera que proyecte una línea hacia el futuro, concluirá que, si esa inercia no se invierte, sencillamente, llegará un punto de no retorno en el que la situación sea insostenible. La pizarra no engaña.

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14 julio 2011

El sobresito




«Qué me gusta un sobresito lleno de billetitos». Habíamos establecido ya que en la geografía de la corrupción en España, en cada uno de los casos conocidos en la democracia, siempre surge una frase que termina definiendo en proceso, que lo simboliza. Es la jerga de la corrupción, el lenguaje soez, grosero, que se emplea en el trato diario de los corruptos, la trastienda que no vemos, el chanchullo que intuimos, la red tramposa en la que se enreda esta sociedad, la trama descarada de favores y componendas de un país que tiene asumido en su código social la justificación del oportunista, del aprovechado. Esos pícaros de novela, que se comían las uvas de tres en tres, son ahora estos corruptos que se mueven por las alcantarillas de todos los ayuntamientos, que se deslizan sigilosos por el laberinto de las subvenciones, y se cuelan en los despachos profesionales de gente hasta entonces intachable que no podrá rechazar su oferta. Y así van ampliando el círculo de la corrupción; ‘no seas tonto, que esto funciona así’; ‘no seas tonto, que si tú no coges este dinero, un compañero tuyo se beneficiará’, ‘no seas tonto...’

Cada vez que se descubre un sumario por corrupción señalamos con el dedo una frase que lo define. Con Juan Guerra las denuncian se condensaron en los pozos de una taza de café; «¿usted es el señor de los cafelitos?», le preguntaban en los juzgados y el asistente tensaba todos los músculos de la cara antes de soltar una bravuconada. En el caso Ollero, los comisionistas invocaban la metáfora de la tiesura, «a ver si de ésta nos quitamos las legañas». En la Gürtel, el sumario también se reduce a una expresión cursi, cínica y melosa, «amiguito del alma», la conversación navideña entre el Bigotes y el presidente valenciano. Mucho menos sutil, más directo, fue aquel empresario de Almería que, mientras le metía en el bolsillo un sobre cuajado de billetes, le espetó a un alcalde de pueblo: «Mi primo me lo ha dicho, me parece que a este alcalde le pasa como al otro, a éste le gusta el cazo». Y ahora, el ‘sobresito’ para falsificar un parte médico y amañar una jubilación.

Con cada frase se van archivando en la memoria colectiva los casos de corrupción, como si a los corruptos se les pudiera colocar una etiqueta con aquella expresión que le cazaron por teléfono, cuando se creían inmunes, se reían del mundo y se frotaban las manos al verse despanzurrados en una playa del Caribe. Sí, es verdad, las frases identifican los procesos, pero el verdadero valor de esas conversaciones es el valor sociológico, la muestra que se extrae de una sociedad capaz de generar esa cadena de aprovechados, el comisionista que se mueve por los despachos, el médico que se corrompe, la famosa insaciable y su madre aprovechada, sin vergüenzas sin sonrojo ni miramientos que los frenen. Pero, ¿cuántos habrá en esta sociedad que se hubieran resistido a un acta médica falsificada y una jubilación a los 45 años, con un sueldo público de por vida? ¿Cuánta mentira se comete en España? ¿Y cuánta se consiente?

El Beni de Cádiz lo explicó bien cuando le preguntaron por Juan Guerra: «Si yo tengo que ponerle un despachito a alguien, ¿a quién mejor que a mi propia sangre? Y si mi hermano Amós fuera cardenal de Sevilla, haría lo mismo; me diría: ‘Beni, hermano, ve a la Catedral y manga los cuadros que puedas, pero no te lleves el Murillo por tu madre, que va a dar el cante».

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11 julio 2011

Que cante Facundo



Que cante Facundo Cabral y pongan sus canciones en todos los mítines del PSOE, como entonces, en los ochenta, cuando las plazas y los descampados se llenaban con miles de obreros bragados, idealistas trasnochados y jóvenes ilusionados. La conjunción perfecta de la izquierda, las trencas y el mono azul, los pantalones de campana y el pañuelo de picos en la cabeza, los abogados con chaqueta de lana y lo segadores con las camisas blancas. La izquierda es un seiscientos con universitarios apretujados en el sillón de atrás y una cinta en el casete de Facundo Cabral. “Yo no sé quien va más lejos,/ La montaña o el cangrejo... /Pobrecito mi patrón/ piensa que el pobre soy yo...” Que cante, que cante, que ahora que lo han matado unos sicarios, podemos recuperarlo como un mártir inesperado para el intento baldío de devolvernos el pasado. ¿O no es acaso lo que busca el candidato Rubalcaba, su máxima aspiración? Volver a ser lo que fuimos, olvidar el sueño del zapaterismo que acabó con la angustia de una pesadilla.

Que no es otra la revolución que propone Rubalcaba que la de olvidar las aventuras de Zapatero. Ni guiños al lobby feminista, ni recuerdos de memoria histórica, ni abrazos al movimiento homosexual, ni cejas tricolores de evocaciones republicanas. Nada de eso está ya en el discurso. El gran programa reformista que propone Rubalcaba no tiene que ver con las políticas, sino con los estados de ánimo; la principal reforma que ofrece no es económica, educativa, o social, no, lo que ofrece Rubalcaba es una reforma psicológica: olvidemos el zapaterismo, volvamos al 82. “Quién sabe si el apoyarse,/ es mejor que el deslizarse... / Pobrecito mi patrón/ piensa que el pobre soy yo...” Apoyarse o deslizarse. Zapatero se deslizaba, Rubalcaba se apoya en el pasado. Que lo sepan las gentes, que lo sepan todos los socialistas, el vértigo de esa pendiente por la que se deslizaba Zapatero con envoltorios de nueva izquierda ya se ha acabado; es mejor apoyarse en la solidez del pasado que fue. Aunque apoyarse sea apoyarse en los recuerdos, pero siempre será mejor que deslizarse por la incertidumbre.

En las crónicas, en los análisis favorables, he leído esta frase literal que describe bien la nueva propuesta socialista: “El llamado giro a la izquierda, eso sí, moderado, se percibió nítidamente en el aire general del discurso”. El cambio, sí, estaba en el aire, se busca el ambiente, la sensación. En ninguno de los grandes bloques de propuestas se ofrecen reformas ni reconversiones ideológicas. Generalidades que sólo quieren despejar el camino de ocurrencias. La seguridad de lo de siempre. “Debemos crear nuevas empresas que generen nuevos puestos de trabajo en una nueva economía”, dijo Rubalcaba, que es como decir nada, declaración de principios que puede suscribir cualquiera. La generalidad barnizada con toques de izquierda, brochazos de lucha contra el banquero y pinceladas de indignación. En tiempos de incertidumbre, agarrémonos a la certeza del pasado. Canta, Facundo, canta. “Qué me importa ganar diez,/ si sé contar hasta seis... Pobrecito mi patrón, piensa que el pobre soy yo. Larará, larará, lararay laray...”

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08 julio 2011

Jacinta



Me han dicho que se ha muerto, y ni siquiera fue ayer. Se ha muerto y ahora, cuando paso por delante de su puerta, siempre aparece su recuerdo de aquella noche de verano. Todas las vecinas sacaban sus sillas a la acera para atrapar alguna brisa de aire fresco, una tregua del calor sofocante del verano andaluz. En aquel senado callejero, abierto a las celestinas y a los problemas del barrio, a los secretos de alcoba y a las buenas nuevas, irrumpió inesperadamente el hijo de Jacinta. Frenó junto a la acera, abrió la puerta, y sacó a Jacinta del brazo. Si decir nada, volvió a montarse en el coche y desapareció de dos acelerones. Jacinta se quedó en la acera, desconcertada, con dos bolsas de ropa en las manos. «Si lo sé, no abro las piernas», exclamó aquella mujer, plantada por su propio hijo en medio de la acera. «Si lo sé, no abro las piernas», nunca he oído una frase más desgarradora de una madre hacia un hijo; nunca he presenciado un desplante más cruel de un hijo hacia una madre, jamás habría imaginado que la estadística que vemos en los periódicos, en los informes oficiales, se detendría una noche en la acera de enfrente: «Aumenta el número de ancianos que son abandonados por sus familiares en verano».

Un historiador inglés que analizó en su obra la decadencia del Imperio romano, Edward Gibbon, dejó escrito que «la caída de una civilización viene precedida del desprecio a sus mayores». En España, en Andalucía, esas noticias aparecen salpicadas en medias columnas de periódicos, en los titulares de la radio, y nunca van más allá de la sorpresa repentina. Incluso en los informes oficiales el porcentaje es poco significativo en relación con otros muchos problemas y carencias que tiene la sociedad. Abandono de ancianos y, con más frecuencia, denuncia de maltrato de personas mayores en su propia casa, por sus hijos, por sus nietos. No, no es significativa la estadística de los abandonos, pero este verano volveremos a tropezarnos con una mujer que se creyó perdida en un supermercado y que, después de horas de espera y anuncios por megafonía, entendió que la habían abandonado. O el anciano al que ingresaron en un hospital y nunca más acudieron a recogerlo.

Me han dicho que se ha muerto y fue ya hace un mes, con lo que este tiempo de inopia, de vacío, de no saber que la vecina de enfrente lleva un mes enterrada, o incinerada, me ha llenado de angustia porque imagino que, al final, Jacinta, se habrá abrazado a la muerte con la misma soledad con la que vivió casi toda su vida. Jacinta, Jacinta… Hay gente que lleva la condena o la estrella en el nombre. No era Ana, ni María, ni Amparo, ni Rocío, el suyo pertenecía a esa clase de nombres de mujer que tienen la raíz del varón y el género femenino. Como si ya al nacer le hubieran advertido que tendría que apañárselas sola, que tendría hacer de padre y de madre en su vida. Madre soltera en la posguerra, dos veces abandonada. «Si lo sé, no abro las piernas». Descansa, Jacinta, descansa.

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05 julio 2011

Leyes de hierro



Fue en 1990 cuando el vicepresidente de entonces, Alfonso Guerra, aprovechó unas jornadas económicas que se celebraban en Sevilla para proponer una «ley de hierro de los beneficios empresariales». Y lo explicó así: «Igual que hubo una ‘ley de hierro de los salarios’, que inventó David Ricardo, yo me pregunto si no sería el momento de pensar en una ley de hierro de los beneficios». Guerra se refería a la formulación teórica realizada en el XIX por el economista David Ricardo, que no ‘inventó’ nada, sino que formuló una explicación de por qué, en un sistema capitalista (sobre todo en el capitalismo de entonces), los salarios de los trabajadores tienden siempre a fluctuar sobre un nivel de subsistencia. A esta teoría suya la llamó ‘ley de bronce’ o ‘ley de hierro’, según versiones, y Guerra rescató la idea para sugerir que también a los beneficios empresariales había que ponerles un tope: ley de hierro para los ricos. La sugerencia duró poco. Felipe González, que esta en Roma esos días, en una cumbre para aprobar algunas medidas liberalizadoras en la Unión Europea, frunció el ceño y contestó con displicencia. «No puede ser... Será una figura literaria que ha empleado el vicepresidente». Luego Solchaga, que era ministro de Economía, redondeó la negativa: «Nunca propondré al Consejo de Ministros una ley que suponga una limitación de los beneficios empresariales». Y ahí se acabó la ‘ley de hierro’ de Guerra.

Ahora, veintiún años después, con cinco millones de parados en la calle, el PSOE quiere afrontar las elecciones con la misma estrategia, esta vez limitada a los banqueros, que tienen peor prensa y pueden ser más rentables en la refriega. Ya verán, además, cómo en Andalucía, la avanzadilla contra los ricos y opulentos que ya se inició hace algunos meses con los correspondientes impuestos a la banca y a las rentas altas, el discurso prende pronto y se convierte en eje de campaña. ‘Así es como se recupera el voto de la izquierda’.

Pero cualquiera que se detenga un momento en la propuesta, acabará enredándose en el disparate. ¿Cómo es posible que se quiera gravar con más impuestos al mismo sector que se ha mimado durante toda la crisis con cientos de millones de euros porque se considera que su estabilidad es vital para evitar la quiebra del país? ¿El nuevo impuesto se cobraría con cargo al Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria, que sigue en vigor? ¿Y cómo se va a impedir que los directivos de un banco ganen «mil veces más» que los ordenanzas de esa entidad financiera? ¿Puede exigir el mismo derecho un futbolista de Tercera División, cuya desproporción salarial con Cristiano Ronaldo es muy superior a la de los banqueros con sus empleados?

Recetas de hace veinte años, que se refieren a teorías económicas del siglo XIX, para aplicárselas a un país miembro de la Unión Europea, dentro de un mundo globalizado. La renovación del socialismo, de la izquierda europea, no puede suponer nunca el regreso al siglo XIX.

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04 julio 2011

El rock de la cárcel



¿No lo oyes? Sí, pega bien los oídos al aire de la calle, a las paredes de los edificios, a las esquinas de todas las ciudades, porque esa música está sonando a todas horas. ¿Todavía no? Sí, hombre, es Elvis, es el rock de la cárcel, es la canción que se oye a todas horas, es la música que acompaña esto que nos ocurre en España, este desfile incesante de gente que sale esposada de sus casas, de sus oficinas, camino de la cárcel o del juzgado. El concejal sorprendido en una trama de recalificaciones, el empresario al que pillaron en las mentiras de una subvención amañada, que se embolsaba, el técnico que organizó un mercado negro de venta de aves protegidas, el guardia civil que participaba en el negocio del narcotráfico, el empleado que se dejó corromper en la tramitación de unas ayudas, el político que prevaricó para colocar a sus familiares, el policía que se involucró en la estafa de los permisos para inmigrantes, el famoso que descendió a los infiernos de los favores del poder… Escucha la canción, que está sonando a todas horas. “Everybody in the whole cell block/ was dancin' to the Jailhouse Rock”.

Y parece que nos hemos acostumbrado a esa normalidad, sin atender que cuando un país, cuando un sistema, se habitúa a ese desfile semanal está señalando un mal interno, un mal social, que va minando sus posibilidades de desarrollo porque, a medida que la corrupción se extiende, se va trivializa: lo que es común, comienza a considerarse como algo normal. Y aparece así la corrupción consentida, la corrupción asumida, la corrupción como modus operandi. Nadie está a salvo y nada causa sorpresa, incluso cuando la detención se produce con el vértigo de la del otro día: el presidente de la sociedad de autores que fue detenido el mismo día de su reelección en el cargo, aclamado por los artistas; en un boletín horario de la radio se ofreció su aplastante victoria en las urnas y en el siguiente boletín de noticias se daba cuenta de su detención acusado de varios delitos. Iba camino de la Audiencia y se escuchaba la canción, desde los balcones. “Everybody in the whole cell block/ was dancin' to the Jailhouse Rock”.

“En España, la cárcel se abastece de ladrones”, avisa un experto en lucha contra la corrupción. La desproporción de los delitos que llena las cárceles es tan llamativa que, en el último recuento oficial, los delitos contra el patrimonio y contra el orden económico desbordan a todos los demás. Casi 23.000 personas (de una población reclusa de 76.000) están en la cárcel por esos delitos, que superan incluso a los del tráfico de droga, los delitos contra la salud pública (16.000), y los castigos por homicidios, lesiones y contra la libertad sexual que, sumados, no llegan ni a la mitad de los delitos que tienen un móvil económico. En ese panorama, parece hasta lógico que España siga apareciendo en el ranking oficial de la corrupción mundial como uno de los países más afectados, por encima de Italia, eso sí, pero en el puesto treinta del informe de Transparencia Internacional, más corrupto que países como Uruguay, Chile o Emiratos Árabes Unidos.

“La corrupción de una sociedad es directamente proporcional a la riqueza y al desarrollo democrático de un país”, añade mi consultor de guardia. Y yo pienso en la canción, en el rock de Elvis, y me imagino la ciudad entera moviendo las caderas, en los balcones, en los soportales, en las aceras. Con la normalidad que da esta generalización, con la inconsciencia que brinda esta normalidad. . “Everybody in the whole cell block/ was dancin' to the Jailhouse Rock”.

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03 julio 2011

Islandia



El insólito procesamiento del primer ministro de Islandia plantea un interesante debate democrático sobre uno de los tabúes de la política: la responsabilidad de los gobernantes ante los ciudadanos. Geeir H. Haarde, cuando dirigía su país, no cometió ningún delito de corrupción, no cobró comisiones ilegales para financiar a su partido, el partido conservador, ni benefició a la parentela con la adjudicación de contratos públicos, ni se dejó regalar trajes y corbatas de las empresas con las que tenía relaciones la administración islandesa. No cometió ninguna tropelía y, sin embargo, ahora está sentado en el banquillo acusado por el Parlamento islandés y por el propio fiscal de un delito de negligencia grave porque no hizo nada para evitar el colapso bancario de su país en octubre de 2008. Conoció cuando era presidente el riesgo que corría su país, pero ignoró los informes que le daban los técnicos; no hizo nada, por no mojarse o por simple inutilidad, y condujo a Islandia al desastre del que todavía no ha salido. ¿Es razonable que se pueda procesar a un político por equivocarse? Esa es la cuestión, que sólo plantearlo ya se considera un ataque arribista. O peor, 'parafascista'. Por eso, lo que está sucediendo en Islandia viene bien para adentrarnos en el debate sin vetos previos, sin desconsideraciones preventivas.

Detengámonos, por ejemplo, en esta definición técnica de negligencia; «Fallo en la debida actuación o desempeño de una función, servicio u obligación. Sirve de base para imputar la responsabilidad por daños y la obligación de indemnizar». A un dirigente político que conduce a su país a la ruina no se le va a exigir, desde luego, que indemnice a sus ciudadanos, pero por qué tiene que ser descabellado que un político afronte su responsabilidad de la misma forma que un médico que olvida citar a un paciente, que un policía que dispara por error en la tensión de un atraco o que el arquitecto que se equivoca en la distribución de las cargas de los cimientos de un edificio.

Se ha advertido aquí en algunas ocasiones que la clase política debería prestar más atención a la persistencia con la que aparece entre uno de los problemas fundamentales de los ciudadanos. Una sociedad que piensa que aquellos que tienen encomendada la resolución de sus problemas no suponen sino un problema más es un riesgo elevado para la estabilidad de una democracia. Y para evitarlo no bastan con declaraciones hueras, sino que es urgente acometer reformas del sistema que afecten directamente a todo aquello que genera desconfianza. ¿Se puede acabar con el espectáculo de los pactos y del transfuguismo? Sí, claro. ¿Se puede exigir mayores responsabilidades políticas por casos de corrupción, incluso aquellos que no llegan a los tribunales? Sí, claro. ¿Se puede regular que un político se comprometa con sus promesas electorales, que no sean mercancía de crecepelos? Sí, claro. Y listas abiertas, y reducción de la burocracia política, y mayor independencia del poder judicial, y potenciación de la Función Pública, sin administraciones paralelas. Sí, la desconfianza de la política se puede combatir. Pero para eso, antes, es necesario asumir el problema. No concebirlo así, no ver este el peligro latente, es, quizá, la peor de las negligencias.

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01 julio 2011

Basta ya




No es el asco de Bildu, la repulsión por esa gentuza, la indignación ante ese nacionalismo de ricos que se llama de izquierda y que reivindica sin escrúpulos los privilegios y la raza; no, no son sus palabras, que no hieren, sino la irritación de ver cómo le bailan el agua, cómo triunfan sus amenazas. Es el hartazgo histórico de contemplar sin remedio alguno cómo la desafección se ha convertido en España en el mejor negocio de los dos últimos siglos. La última concesión, la última dádiva conseguida ha sido ésta de la capitalidad cultural a San Sebastián. No por sus méritos culturales, que los tiene; no por su belleza extraordinaria, que siempre ha sido; no por su patrimonio ni por su historia, que se va entrelazando en cada esquina del casco histórico. No, San Sebastián ha logrado la capitalidad cultural porque el jurado ha querido contribuir con esa nominación al ‘proceso de paz’ que otra vez han comenzado a barajar, con la tregua de ETA y la irrupción de Bildu en las instituciones. No, no es por San Sebastián, es por el agravio que supone para las demás ciudades que la normalidad y el civismo se hayan convertido en penalización. Sin violencia en las calles, sin un pasado de cientos de asesinatos, sin un discurso político independentista, San Sebastián hubiera competido con las demás ciudades en igualdad de condiciones. Y hubiera ganado o hubiera perdido, pero la balanza se ha inclinado de su lado por el lado oscuro.

Siempre ha sido así, desde el carlismo, el País Vasco ha progresado de forma extraordinaria gracias, en gran medida, a que se han intentado acallar, apaciguar, las amenazas y los discursos radicales, con inversiones y privilegios. Siempre igual. La consagración de los fueros medievales que le facilitan más financiación y más recursos que cualquier otra región española, la protección y potenciación de la industria o la dotación primera de algunas infraestructuras que, todavía, siguen siendo un sueño en muchas provincias de España. Privilegios para contentar al disidente, al que amenaza; como ahora. «El jurado ha entendido que hay una clara expectativa de que la ciudad que represente a la cultura pueda contribuir a frenar la violencia en el País Vasco». Si Córdoba, o cualquier de las otras ciudades, hubiera estado gobernada por Bildu, habría ganado. Con una sencilla regla de tres, podemos concluir que ha perdido porque está gobernada por un partido democrático, en medio de una sociedad normal. Pierde quien no ejerce la violencia, quien no amenaza con largarse. Pierde el pueblo que carga en sus espaldas el pesado lastre de haber sido siempre pacífico, abnegado y tolerante. El negocio de la desafección, la condena de la lealtad.

Por eso, no es Bildu lo que irrita, ni su discurso hecho de rencor y de mentiras. Porque lo que ningún demócrata puede ignorar es que si Bildu es declarada ilegal algún día no será por su discurso independentista, sino por su conexión con esa organización terrorista que ahora, otra vez, se ha refugiado en un letargo de recomposición. Hibernada como la serpiente que abraza un hacha. El independentismo no es causa de ilegalización y sólo el País Vasco tendrá que resolver algún día la malformación de una sociedad que vota por decenas de miles a esa gentuza. No es Bildu, ni lo que digan ni lo que quieran; la irritación es porque, otra vez, ha triunfado el negocio del desapego; el problema es que otra vez han tenido que ceder los demás, que la normalidad ha pesado como un demérito en el jurado. Y mientras siga siendo así, un negocio, ellos seguirán progresando y los demás, soportando la diferencia.

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