El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

01 febrero 2012

Posible y necesario



Si tiene suerte, si tenemos esa suerte, en unos años se contará que ayer se eligió en España al mejor fiscal general de los últimos treinta años. Eduardo Torres Dulce, sí, rompe los esquemas preconcebidos para la elección de un fiscal general del Estado. Hasta ahora, lo único que se podía dar por descontado ante la elección de un fiscal general del Estado es que el designado sería alguien cercano al Gobierno, próximo a la ideología del partido mayoritario y, a veces, hasta vasallo de sus estrategias políticas. Por salirse de esa norma, la elección de Eduardo Torres Dulce es, hasta ahora, la mayor prueba que podría ofrecer el Gobierno para demostrarnos que es verdad que su intención es despolitizar la Justicia. De este fiscal, por su altura profesional e intelectual, se puede esperar cualquier cosa menos que convierta a la Fiscalía en una correa de transmisión de los intereses del Gobierno que lo ha propuesto y del partido que lo ha nombrado. El propio Torres Dulce se encargó de reseñarlo ayer en su toma de posesión como fiscal general del Estado cuando, en su discurso, dejó claro que su intención es «hacer aún más visible» la autonomía funcional y orgánica del Ministerio Público «frente a los poderes públicos y muy singularmente respecto del Gobierno».

No hará falta siquiera comparar esta altura de miras con las de aquel fiscal general del Estado que abandonaba las reuniones secretas con los implicados en los GAL escondido en el maletero de un coche. Sin necesidad de remover aquel dramático esperpento, es fácil concluir que, hasta ahora, el nombramiento del fiscal general del Estado se había convertido en el primer signo inequívoco del control que el Poder Ejecutivo y el Legislativo ejercían sobre la Justicia. Luego, con esa falsa lógica democrática que apela a la soberanía popular, llegaban el reparto por cuotas del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial y la remodelación de los nombramientos regionales y locales para adaptarlos a la ‘nueva realidad política’. Y todo ello, bien está reseñarlo, con la imprescindible colaboración de la inmensa mayoría de las asociaciones judiciales de uno y otro color político.

De todas formas, nos equivocaríamos si pensamos que la politización de la Justicia sólo es responsabilidad de los políticos. De hecho, tan importante como la despolitización es la no utilización de la Justicia. Quiere decirse que en España se ha instalado la costumbre de interpretar toda decisión judicial, ya sea de la fiscalía o de los tribunales, con un esquema mental prefijado, un esquema político. Es un mecanismo fácil de aplicar: Se etiqueta a jueces y fiscales y luego se interpretan todas sus decisiones en función de ocultas maniobras de conspiración política. Y como siempre será más creíble el alambicado proceso de una conspiración que la normalidad de las cosas, el éxito de difusión está asegurado.

Esa es la utilización de la Justicia, tan dañina para la imagen del Tercer Poder como la politización de los gobiernos, y tan miserable hacia quienes defienden día a día su independencia sin atender jamás a otro criterio que a su profesionalidad. Existen, evidentemente, algunos jueces y fiscales dispuestos a servir al poder político, sin rubor alguno, pero muchos otros defienden, calladamente, aquello en lo que creen, la independencia de los tribunales, la imparcialidad de las fiscalías. Entre esos últimos está Torres Dulce. Ayer dijo eso de que su objetivo será hacer más visible la autonomía de la Fiscalía respecto del Gobierno. Luego añadió que ese objetivo es «posible y necesario». Pues eso, que si tiene suerte, si tenemos esa suerte...

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26 diciembre 2011

Elogio de la grisura



Para deificarse entre los suyos, el presidente de Corea del Norte que acaba de palmarla, Kim Jong-il, hizo circular la leyenda de que su perfección era tan extrema que ni orinaba ni defecaba. No le bastaba con la adoración ni con el terror que había impuesto, no era suficiente con las esculturas enormes en las plazas de todas las ciudades, no bastaba con los bustos de bronce repartidos por todos los rincones, con los murales extendidos en la pared de los edificios ni con la obligatoriedad de que todos los coreanos llevaran un pin en la solapa con su efigie. No era suficiente con inventar su nacimiento en una montaña mítica, como si lo hubiera parido un águila de dos cabezas o una loba sagrada; no, aquel gordo rechoncho que ahora se ha muerto de un infarto quería presumir de que ni siquiera tenía las servidumbres de la naturaleza humana, ni orinar ni defecar. Ninguna religión ha llegado jamás tan lejos con los suyos, con sus santos, con sus mártires, con lo que se confirma otra vez que cuando la ideología ha querido combatir a la religión, lo único que pretendía era sustituirla. Es decir, que cuando un dirigente comunista repite que «la religión es el opio del pueblo» es que pretende simplemente cambiar de distribuidor, hacerse cargo del negocio de las almas. Sustituir a Dios por estos dictadores de mofletes de pan de oro. El pueblo coreano se muere de hambre, se alimenta de yerba, mientras unos sátrapas consagran el cinismo más cruel que ha conocido la política, una 'dinastía comunista'.

La lectura estos días de las noticias que venían de Corea del Norte provocaba escalofríos. Y no por la pose insoportable de aquellos que siguen defendiendo las dictaduras comunistas desde la comodidad de occidente, no. El repelús se produce cuando uno repara en la coexistencia de dos realidades tan distintas; el mundo nunca ha sido homogéneo, es verdad, pero quizá ha sido en esta última fase de la historia cuando las diferencias se han agrandado más. ¿Cuántos siglos de distancia pueden existir entre el relevo de estos días en España del Gobierno de la nación y la sucesión en el trono rojo del dictador coreano por su hijo, también mofletudo? No, no es posible el cálculo y la comparación a lo único que nos lleva es a reafirmarnos en lo nuestro y censurar sin tapujos a los impostores que defiendan la esclavitud de un pueblo en nombre de una ideología. Defensa de esta normalidad que disfrutamos, defensa incluso de esta apatía formal, sin alharacas ni concesiones, con la que se acaba se inaugurar en España una nueva era política, que ya se llama 'la era de Rajoy'. Ya no habrá más debates con sorpresas, nunca más un presidente que guarda un conejo en la chistera porque no hay ni mago, ni conejos, ni chistera, sino un pueblo acojonado por la crisis y dispuesto a aplaudir lo que le recorten.

Repitamos la pregunta: ¿Cuántos siglos de diferencia hay entre Rajoy y cualquiera de la dinastía comunista de Corea del Norte? No es posible el cálculo, no, porque no se trata de tiempo, sino de mucho más. La distancia que nos separa de aquel dictador empalagoso es la libertad, la educación, la democracia, la justicia, la igualdad. La civilización y el progreso. Aquello que debemos conservar. Por eso, este elogio incluso de la grisura.

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18 noviembre 2011

Ficción electoral



Domingo 20 de noviembre. Me repito la fecha una y otra vez porque hace treinta y seis años, un día como hoy, yo me encontraba aquí mismo, frente a la puerta cerrada del colegio. Me lo ha recordado el frío y el olor que tienen las madrugadas de otoño aquí donde vivo; el fresco del rocío en los árboles, en los setos, la calidez de algún horno de pan cercano, el despertar de café y anís de los bares. Sí, yo estaba aquí mismo y el colegio estaba cerrado porque ese día se murió Franco y no hubo clases: luto oficial. Los niños nos quedamos esperando hasta que salió el director y nos mandó a casa. La puerta estaba cerrada como ahora, y yo, que soy el presidente de la mesa de este colegio electoral, he empezado ya a impacientarme: van a dar las ocho y por aquí no aparece nadie. Todo es silencio y frío.

Al poco, veo acercarse un furgón de policías y varios vehículos particulares. Se detienen frente a la puerta y, con enorme diligencia, se dirigen hacia donde me encuentro. «¿Es usted el presidente de la mesa electoral?», me preguntan. «Pues venga con nosotros que tiene que levantar acta: las elecciones se han suspendido y hay que informar a los electores». ¿Las elecciones suspendidas? ¿Pero de qué hablan? ¿Cómo se van a suspender unas elecciones generales, eso es imposible? Ah, ya sé, un atentado… ¿Qué ha ocurrido? Dígamenlo… «Tranquilícese, que no ha ocurrido nada de eso, ningún atentado terrorista… Usted entre con nosotros, que ahora vienen los políticos a dar todas las explicaciones», me dijeron finalmente señalando con el dedo al grupo de personas que había llegado en los coches particulares y que también ahora se dirigían hacia el colegio. Sin mediar palabra, pasamos dentro; dos policías se apostan en la puerta.

«La decisión se ha tomado esta madrugada; es normal que usted no se haya enterado de nada si esta mañana, antes de venir al colegio electoral, no le ha dado por poner la radio», me dijo uno de los políticos mientras los demás, de otros partidos, asentían con la cabeza. Estábamos reunidos en una de las aulas del colegio, los pupitres verdes apilados en las paredes y una mesa larga, rectangular en el centro, con la urna vacía. Nos sentamos allí, la legitimidad de aquel acto, según explicaron, pasaba por el acta de conformidad que yo tenía que levantar como presidente de mesa. «Mire, lo primero que quiero decirle es que la anulación de las elecciones ha sido acuerdo de los dos grandes partidos y confiemos que, en breve, se sumen todos los demás. Porque no había otra salida: los mercados no han visto bien que en España, en este momento, con la prima de riesgo por encima de los quinientos puntos, se celebren elecciones. Portugal, Grecia, Italia... En el fondo todos sabíamos que era cuestión de tiempo. Exigen, nos lo han exigido nuestros socios europeos, un gobierno de concentración presidido por alguien de prestigio internacional en el mundo de las finanzas. Y reformas inmediatas, en una semana. Las elecciones lo retrasarían todo; no es fácil de explicar, pero en este momento las elecciones son contraproducentes. Elecciones igual a quiebra. Quién nos iba a decir al principio de la crisis que, en vez de refundarse el capitalismo, lo que se iban a refundar eran las democracias». El político ha cerrado la frase con una sonrisa que parecía irónica, y me ha pasado un acta para firmarla. Domingo, 20 de noviembre. Vuelvo a casa pensativo. ¿A quién diablos se le ocurriría la dichosa fecha?

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17 noviembre 2011

Fungible



Los dioses del Olimpo crearon la democracia y, al modelarla, utilizaron un material fungible para que siempre pudiera ser reemplazado con facilidad cuando el uso lo hubiera desgastado. Luego la barnizaron con aceites y brillos cambiantes, aleatorios, tan efímeros y caprichosos como la memoria del hombre. Pensaban los dioses del Olimpo que la democracia tenía que hacerse a imagen y semejanza del hombre, y que gracias a ese estado cambiante, voluble, reemplazable, aquellos que se dedicaran a la política se ocuparían de ella con mayor atención. Nada es definitivo en política; antes de que se ponga el sol, el hoy ya es ayer y los asertos que hasta ahora parecían irrefutables, invariables, pueden girarse mañana sobre sí mismos y acabar convertidos en lo contrario de lo que representaban. «Nada es definitivo en una democracia, todo es mutable, y así nadie podrá pensar jamás que el poder les pertenece». Tal pensaron los dioses del Olimpo y, por eso, la democracia que conocemos tiene esta forma que vemos hoy.

Nadie que haya asistido en España al vertiginoso declive de Zapatero y a la caída en picado del PSOE en Andalucía podrá dudar ya de lo anterior, porque quizá en los dos casos ambos pensaron que nada podría cambiar el signo de su estrella política. Zapatero, como ya se ha apuntado otras veces, es un caso digno de estudio en las ciencias polìticas, porque no habrá otro presidente como él que ha pasado de un extremo a otro, sin conocer jamás la normalidad de las cosas. Desde que ganó aquel congreso del PSOE de forma inesperada por un puñado de votos, Zapatero ha levitado sobre la política española, pensando que tendría la suerte de su parte en todo lo que afrontaba. De ahí, de estar tocado por la baraka, con todo el PSOE sometido y silente, con la sociedad complacida y acrítica, ha llegado a este final en el que parece que todo lo que toca se convierte en infortunio. Saldrá del Gobierno y dejará un pais sumido en el caos y un partido cegado en la mayor crisis política que ha conocido en treinta años.

La caída del PSOE de Andalucía se mueve por parámetros distintos. También el presidente Griñán parece gafado desde su forzado ascenso al liderazgo, pero en su recorrido triste y melancólico se combinan a un tiempo sus propias carencias para ejercitar el cargo (inexperiencia, torpeza y soberbia) con los vicios hegemónicos de gobierno de un partido que ha vivido de la propaganda en los últimos veinte años. Este escándalo de los ERE tendrá en su día un debate jurídico amplio sobre la responsabilidad penal de los responsables, y será un tribunal quien decida si esas responsabilidades se agotan en un director general o un consejero; pero con independencia de la sentencia que llegue, lo que ya es políticamente irrefutable es que esa trama es fruto de una forma de gobernar. El modus operandi del Gobierno andaluz ha sido éste, el uso discrecional del dinero público, los presupuestos millonarios al servicio de los intereses de un partido político y sus aliados en el poder. Y porque el escándalo mayor de los ERE no es la desvergüenza de los falsos prejubilados, sino el despilfarro del dinero y las oportunidades de progreso que se han perdido, el deterioro mayor es el político, como se está viendo en este final.

Los dioses de Olimpo modelaron la democracia con un material fungible; cada vez que un gobernante olvida esta lección, la soberbia y la prepotencia se le vuelven lanzas.

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02 noviembre 2011

Mercados



Que sí, que ya sé que vivimos pendientes de los mercados, pendientes y dependientes, sí, que nos marcan el paso, un, dos, un, dos, y nada se mueve en todo el mundo sin el consentimiento de ese ente abstracto, los mercados, que ha irrumpido en medio del caos para imponerse como el dios de la globalización; que ha levantado la mano, con el signo de la victoria, y se ha alzado sobre todos nosotros subido en un pedestal en medio de la devastación terrible de la crisis. Que sí, que es así, y los estados y los pueblos, las democracias y los gobiernos, parece que ya no son nada, porque no hay más imperio que ése, la cotización diaria, que se desploma o se rehace, que forma una cadena, Bolsa a Bolsa, de Tokio a Nueva York, una sucesión de índices que aprisiona el mundo, lo atosiga, lo asfixia, lo condiciona a su antojo. Que sí, que ya sé, que esto se parece cada vez más a esas películas angustiosas del futuro en las que los robots se hacen dueños de las casas, de las ciudades, de las fábricas; un robot central que hemos construido los hombres con todos nuestros datos, toda nuestra vida, los pequeños detalles de nuestros gustos, de nuestras necesidades, y los mayores, de nuestras cuentas corrientes, nuestros teléfonos, nuestras amistades, nuestras necesidades. Y ya no gobierna el hombre su vida sino que su máxima creación es ahora su amo. Si alguna vez las películas de ficción hubieran acertado con el futuro, no habrían imaginado al robot inteligente que se subleva ante su creador; no, habrían construido en la pantalla la pesadilla de los mercados, como ahora. Porque esto debe ser el futuro.

Como ahora en Grecia, el Gobierno anuncia un referéndum para decidir el futuro que les afecta, que les espera, y los mercados, antes de que nadie diga nada, ya han tumbado la propuesta. En teoría, nada hay más democrático que un referéndum; pero en estas circunstancias, la única voz posible es aquella que va dictando las normas de la crisis: el mercado. No tiene voz el gobierno griego, ya no, por eso anuncia un referéndum y, con sólo el anuncio, se tambalea, se resquebraja a punto de romperse. Un referéndum, que es un acto de democracia esencial, ya no cabe en la democracia griega porque la bancarrota a la que han conducido al país es económica, es social y es política.

Fue en Grecia, en la antigua Grecia, donde Aristóteles, en su libro de Retórica, dejó escrito que «las necesidades son los deseos, especialmente los que comportan sufrimiento si no se cumplen». Antes que el deseo de libertad, de democracia, de Grecia, de esta Grecia arruinada y en bancarrota, están las necesidades de un país que ha vivido por encima de sus posibilidades, que ha entregado su riqueza al crédito externo; necesidades que comportan sufrimiento cuando se repara en la dependencia extrema a la que se ha llegado. Y en ese estado de ansiedad, el personal ya no sabe ni lo que quiere, mayorías que se contradicen, que pretenden soplar y sorber al mismo tiempo; es el imposible estadístico de oponerse a las exigencias del plan de rescate de la Unión Europea (casi el 60 por ciento está en contra) y, al mismo tiempo, defender la permanencia de Grecia en la Zona Euro (más de un setenta por ciento lo quiere así). Que sí, que ya sé... los mercados, pero ese lamento ya no vale de nada porque vivimos de los mercados. Grecia es víctima de sí misma. Aprendamos la lección.

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04 octubre 2011

Radicales



Tengo miedo de los radicales porque suelen ser más convincentes. En España, sobre todo. Aquí hay tanta predisposición a apoyar y a asumir las tesis de los radicalismos, del populismo de los extremos, que cuando se plantea una batalla, el rival moderado sabe de antemano que está perdido porque frente al trazo grueso de los radicales, incluso frente al exabrupto, nada puede hacer la lógica ni el razonamiento. Incluso la verdad; tampoco esa evidencia suele ser irrefutable para esos tipos porque siempre confían en el apoyo ciego de sus seguidores. Por eso, entre la clase política española se fomenta tanto el discurso conspirativo, que suele ser basto y grosero, porque se sabe que entre gran parte de la ciudadanía existe una inclinación natural a creerlos, sobre todo cuando exponen sus teorías envueltas en alambicadas y oscuras conspiraciones. Entonces son imbatibles, y aunque alguien intente desmontar las tres afirmaciones vagas en las que se sustenta una conspiración, para el personal siempre será más interesante el misterio de una jugada oculta, aunque sea falsa, que la aburrida lógica de la normalidad.

En otras épocas de nuestra historia, la inclinación natural del español por concederle todo el predicamento a los extremistas nos ha llevado a pasajes tan sangrientos como la Guerra Civil, que dejó huérfanos por todos lados, pero que se cebó, sobre todo, con aquellos que, sencillamente, no comulgaban con los excesos de unos ni de otros, aquellos que eran antifascistas, pero también antirrevolucionarios. Aquellos que tenían como única doctrina, «como única única y humilde verdad, un odio insuperable a la estupidez y la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia», como decía Chaves Nogales. Aquella guerra civil, la salvaje masacre entre hermanos, curó de muchos espantos a la sociedad española y los cuarenta años posteriores de humillaciones y represión, cárcel y exilio, nos dejaron tan exhaustos en la playa cuando la dictadura naufragó, que en la Transición apareció amanecer una sociedad nueva, centrada, moderada, reticente de cualquier radicalismo, escaldada de los discursos incendiarios. Por eso fue posible la Transición, porque en la memoria colectiva estaba nítido el deseo de no volver a repetir errores.

Treinta y seis años después, no puede decirse que la sociedad española haya cambiado el rumbo, su apuesta por la moderación, porque se ve así en los estudios sociológicos periódicos y en la cola diaria de las pescaderías. Pero los radicales no han desaparecido; siguen ahí lanzando mensajes diarios, agitando al personal, desde un lado y desde el contrario, propagando miedos y trenzando conspiraciones. Y siempre hay alguien dispuesto a escucharlos, siempre existe un público fiel que los acompaña, que asiente con la cabeza, que piensa que nada se explica en este mundo sin una razón oculta, un interés secreto, un engaño camuflado. Llegan las campaña electorales, y ese fru frú vuelve a movilizarse, por doquier, como una inercia aprehendida, inconsciente. Y ya no hay política, sino conspiraciones; no hay Justicia, sino jueces y fiscales manejados como guiñoles, juicios políticos; no hay economía, sino intereses ocultos. No es nada en concreto, y es todo. Detalles, declaraciones, tensión acumulada, polémicas interesadas, insultos soterrados. No es nada en concreto, y es todo, una advertencia generalizada a nosotros mismos contra esos tipos que inventan conspiraciones diarias para encontrar el modo de pegarle dos patadas a la mesa.

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03 octubre 2011

No contamos



Si algún día, en un arrebato de cordura, España amaneciera gobernada por la lógica de las cosas, entenderíamos de golpe que no es posible sacar adelante un país en el que un alcalde gana más dinero que el presidente del Gobierno y en el que un policía local de pueblo le triplica el sueldo a un comandante de la Guardia Civil que tiene a su cargo el control de fronteras continentales. Entenderíamos que las regiones más pobres no pueden duplicar en funcionarios a las más ricas; que las autonomías no pueden usar las ventajas fiscales y los privilegios para hacerle la vaca a la comunidad vecina; que un simple delegado provincial de un gobierno regional no puede disponer de un palacete y una corte de asesores mientras se agolpan enfermos en los pasillos de los hospitales. Si amaneciera un día la lógica, la enumeración de los agravios antiguos y los desequilibrios imperecederos se haría tan larga que acabaría en sobresalto al comprobar que han pasado los años y lo único que se ha logrado ha sido perpetuar esos defectos del sistema. De una forma casi poética lo expresó hace unos días el fiscal superior de Andalucía, Jesús García Calderón, en su discurso de inauguración del año judicial. Dijo el fiscal: «Tengo la obligación de recordarles la asombrosa lealtad de nuestras carencias». Tal como suena la frase, uno se imagina que el fiscal ha llegado a ese párrafo y ha levantado la mirada por encima del atril, para dirigir al público un gesto de complicidad, para recoger un guiño de comprensión, algún gesto de asentimiento.

«La asombrosa lealtad de nuestras carencias…» Cómo no estará la cosa, cómo de hartos deben andar los fiscales, tan discretos, tan reservados, tan callados, para propinarle un bofetón así a la Junta de Andalucía. Porque, en el discurso, el fiscal superior no se quedaba en esa frase, sino que aprovechó para hacer un rápido resumen de lo ocurrido desde que la Junta de Andalucía asumió, hace ya más de un decenio, las competencias de Justicia. El fiscal lo enumeró con una secuencia que parecía interminable, y que siempre comenzaba con la misma expresión: «No contamos con espacios suficientes, no contamos con oficinas adecuadas, no contamos con la infraestructura personal y material que necesitamos, no contamos con tiempo ni asistencia técnica, no contamos con gabinetes de comunicación, no contamos con suficientes instrumentos estadísticos fiables…» Así hasta concluir que, en realidad, las carencias de la Justicia andaluza son «incomprensibles e impropias de una región ubicada en un estado de la Unión Europea» y que, además, con tanta limitación de recursos lo que se dificulta de forma extraordinaria es la lucha contra la corrupción.

No contamos… No sé si el fiscal superior reparó cuando redactaba su discurso en la metáfora subyacente, por el juego semántico, que se produce al repetir, tantas veces, esa expresión. No contamos, no, porque ése es el problema, fiscal, que para esta gente es como si no existiéramos. Sólo cuentan para ellos, sólo cuentan ellos.

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22 septiembre 2011

Desobediencia



El gran gurú de las plazas de mayo, Stéphane Hessel, dejó estampada su frase cuando vino a España para que sirviera de norte y guía a los sublevados callejeros. Dijo así: «Cuando la legalidad democrática choca contra la legitimidad democrática es válido recurrir a la desobediencia civil». La sentencia ha volado por las redes sociales y ha cautivado a miles de personas, incentivadas con ese chute de rebeldía anti sistema. Pero por grande que haya sido la expansión, la frase de Hessel, pronunciada en un estado democrático, no supone más que una peligrosa boutade, una preocupante confusión de conceptos elementales, como la legalidad y la legitimidad. ¿Por qué hemos de suponer, por ejemplo, que en una democracia la legitimidad reside en la protesta de varios miles y no en los diputados o concejales que han recibido el voto directo de millones de personas? ¿Qué se incluye cuando se habla de ‘legalidad democrática’, acaso la Constitución, aprobada por la mayoría de un país, o las instituciones que emanan de esa Constitución, los ayuntamientos, las Cortes o los parlamentos regionales? ¿Qué hay más legítimo que la legalidad en un Estado de Derecho? También las protestas contra los defectos evidentes de un sistema democrático deben encontrar su límite en el instante en el que la alternativa que se ofrece es el vacío, la destrucción de todo lo que, con múltiples sacrificios, se ha construido durante cientos de años.

En cualquier caso, no son los indignados de las plazas de mayo los únicos que atropellan la lógica democrática. Si fueran sólo esos miles de personas quienes cuestionan la legalidad, el fenómeno no pasaría de una revuelta periódica, un acné saludable de todas las democracias, un toque de atención necesario contra el anquilosamiento de la casta política. El problema mayor es que antes que los indignados son los propios políticos los que cuestionan a diario las sentencias judiciales. Por eso, cuando un político se ve afectado por un caso de corrupción sostiene con normalidad que lo fundamental es el apoyo del pueblo en las elecciones: «Se puede presidir un gobierno cuando mayoritariamente los ciudadanos respaldan un proyecto». También vale para el propio Tribunal Constitucional. «Los tribunales no pueden modificar lo que ha refrendado el pueblo», que se ha repetido con los estatutos. «O se desobedece la ley o se desobedece la legitimidad democrática», que afirman estos días en Cataluña para instar a la desobediencia de la sentencia contra la inmersión lingüística.

No son los indignados los que escandalizan. Lo peor del desnorte que confunde a su antojo legitimidad y legalidad es que el discurso se ha instalado en quienes están llamados a respetar y hacer respetar la diferencia. Antes que desobedientes, inconscientes.

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29 agosto 2011

El orinal de oro



Debajo la cama de un dictador siempre se descubre un orinal de oro. Lo encuentran los asaltantes del palacio, las tropas de gentío, el populacho descamisado, osado y feliz, que derriba las cancelas de hierro forjado y saltan a la carrera los setos de los jardines de la entrada, cortan rosas y claveles y se los dan a sus novias para que se los coloquen en la trenza del pelo. Profanan los secretos del sátrapa con la adrenalina de un pueblo, con las ansias de un pueblo, con la sed de un pueblo que busca en los salones y en las alcobas las certezas que nunca le han faltado, los detalles obscenos de una vida de lujos construida sobre la miseria de los demás. Y encuentran el orinal de oro y las grandes escaleras de mármoles con pasamanos de caoba. Y descubren grandes lámparas de araña en los salones y dormitorios abigarrados de cuadros y tapices con una cama con dosel en el centro, símbolo de identidad del absolutismo que no se lo llevan los tiempos. En la profanación del palacio de un dictador, cuando la turba se orina en los salones, estalla siempre el último grito de rabia y libertad de una revolución. La bandera enarbolada de la desesperación.

La estampa se ha repetido estos días con Gadafi, cuando los rebeldes se han hecho fotos en el sofá dorado de la hija, el canapé egipcio donde se eleva su cuerpo y su cara de sirena; ponen un pie sobre el tapiz mullido y hacen el signo de la victoria, la imagen del león abatido en la selva. O el diario secreto del dictador, allí donde escondía sus pasiones secretas, el amor frustrado por una mujer negra, de un mundo libre, que nunca llegará a su harén. “Leezza, Leezza, Leezza... La quiero mucho, la admiro; estoy orgulloso de ella, porque es una mujer negra de orígenes africanos". Gadafi, que en sus viajes siempre dejaba correr la leyenda de que se rodeaba de un séquito de amazonas vírgenes, se postraba en silencio ante su obsesión por Condoleezza Ride. Con los secretos del dictador, con sus lujos y sus excentricidades, se confecciona el último parte de guerra, que es una pancarta de tela blanca atada a las columnas de entrada de la gran masión: “Esta casa pertenece al pueblo”.

Desde la Revolución Francesa hasta ahora, el manual de la rebeldía siempre ha descrito el mismo recorrido; se repiten siglo tras siglos las mismas escenas y las mismas emociones porque en todo este tiempo lo que no ha variado en los regímenes dictatoriales es el instante final en el que el pueblo estalla de ira y se revuelve contra todo aquello que lo ha aprisionado durante decenios. Esa similitud no existe en las democracias, aunque también en un régimen de libertad una hegemonía política suele caer arrollada por una multitud que pide cambios. Una inmensa mayoría que durante años ha soportado caprichos y despilfarros, se revuelve un día en las urnas y desaloja del poder a quien se creía inmune a todo. Es entonces cuando, también en las democracias, se descubre un orinal de oro bajo la cama; escándalos que se presumían, enriquecimientos que se sospechaban, abusos que se presentían. Todo esto que está ocurriendo en Andalucía de un tiempo a esta parte, esta sucesión de escándalos que comienzan con las falsas prejubilaciones y continúan ahora con la estafa de minusválidos, esta sensación de podredumbre, tiene mucho que ver con el desmantelamiento de un régimen. Los aprovechados, los que se han enriquecido con el poder. Ellos son el orinal de oro.

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03 julio 2011

Islandia



El insólito procesamiento del primer ministro de Islandia plantea un interesante debate democrático sobre uno de los tabúes de la política: la responsabilidad de los gobernantes ante los ciudadanos. Geeir H. Haarde, cuando dirigía su país, no cometió ningún delito de corrupción, no cobró comisiones ilegales para financiar a su partido, el partido conservador, ni benefició a la parentela con la adjudicación de contratos públicos, ni se dejó regalar trajes y corbatas de las empresas con las que tenía relaciones la administración islandesa. No cometió ninguna tropelía y, sin embargo, ahora está sentado en el banquillo acusado por el Parlamento islandés y por el propio fiscal de un delito de negligencia grave porque no hizo nada para evitar el colapso bancario de su país en octubre de 2008. Conoció cuando era presidente el riesgo que corría su país, pero ignoró los informes que le daban los técnicos; no hizo nada, por no mojarse o por simple inutilidad, y condujo a Islandia al desastre del que todavía no ha salido. ¿Es razonable que se pueda procesar a un político por equivocarse? Esa es la cuestión, que sólo plantearlo ya se considera un ataque arribista. O peor, 'parafascista'. Por eso, lo que está sucediendo en Islandia viene bien para adentrarnos en el debate sin vetos previos, sin desconsideraciones preventivas.

Detengámonos, por ejemplo, en esta definición técnica de negligencia; «Fallo en la debida actuación o desempeño de una función, servicio u obligación. Sirve de base para imputar la responsabilidad por daños y la obligación de indemnizar». A un dirigente político que conduce a su país a la ruina no se le va a exigir, desde luego, que indemnice a sus ciudadanos, pero por qué tiene que ser descabellado que un político afronte su responsabilidad de la misma forma que un médico que olvida citar a un paciente, que un policía que dispara por error en la tensión de un atraco o que el arquitecto que se equivoca en la distribución de las cargas de los cimientos de un edificio.

Se ha advertido aquí en algunas ocasiones que la clase política debería prestar más atención a la persistencia con la que aparece entre uno de los problemas fundamentales de los ciudadanos. Una sociedad que piensa que aquellos que tienen encomendada la resolución de sus problemas no suponen sino un problema más es un riesgo elevado para la estabilidad de una democracia. Y para evitarlo no bastan con declaraciones hueras, sino que es urgente acometer reformas del sistema que afecten directamente a todo aquello que genera desconfianza. ¿Se puede acabar con el espectáculo de los pactos y del transfuguismo? Sí, claro. ¿Se puede exigir mayores responsabilidades políticas por casos de corrupción, incluso aquellos que no llegan a los tribunales? Sí, claro. ¿Se puede regular que un político se comprometa con sus promesas electorales, que no sean mercancía de crecepelos? Sí, claro. Y listas abiertas, y reducción de la burocracia política, y mayor independencia del poder judicial, y potenciación de la Función Pública, sin administraciones paralelas. Sí, la desconfianza de la política se puede combatir. Pero para eso, antes, es necesario asumir el problema. No concebirlo así, no ver este el peligro latente, es, quizá, la peor de las negligencias.

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30 marzo 2011

Esclavos



Era tan portentosa la fachada moral de Marco Tulio Cicerón, que al triunvirato de traidores que se repartió en pedazos la túnica del César no le bastó con mandarle unos sicarios para que lo asesinaran en un descampado. Era tan alta la columna de su prestigio que, después de matarlo, le cortaron la cabeza y las manos, la clavaron en un hierro oxidado y la colocaron en la tribuna desde la que tantas veces proclamó su independencia. Para que el pueblo romano, al despertar, pudiera mirar el horror y la venganza cara a cara, que eran aquellos ojos abiertos y apagados de Marco Tulio Cicerón, sus labios amoratados y las manos ensangrentadas, amarillentas. Ocurre, simplemente, que Marco Tulio Cicerón ya había dicho antes que para las almas fuertes no existe la muerte ignominiosa. Con lo cual, aún con la cabeza clavada en aquel hierro mohoso, Cicerón seguía dando lecciones a sus asesinos desde la tribuna.

Sólo cuando se repasa su vida y su muerte, cuando se recorren la emoción y la crudeza de algunos episodios como el anterior, la figura de Cicerón se engrandece hasta la leyenda. Y eso que muchas veces se trata del acierto de haber sabido condensar en una frase lo que podría desarrollarse en un tratado. Quizá porque la moral pública, la ética política, no necesita de más palabras que estas de Marco Tulio Ciceron: “Para ser libres hay que ser esclavos de la ley”. No hay más. Ese es el imperio de un Estado de Derecho, la verdad imperturbable que ha convertido a los estados modernos en la máxima conquista de la civilización; el principio esencial de que todos los ciudadanos están sometidos al imperio de la ley y, en consecuencia, que sólo las leyes pueden limitarnos en nuestros derechos, en nuestra libertad.

Desde unos días, se están publicando en su integridad los informes que la Intervención general de la Junta de Andalucía ha ido enviando durante casi un decenio al Gobierno andaluz por este escándalo de los ERE. Y de todo cuanto allí se dice, lo que más llama la atención es que los funcionarios de la Intervención le tengan que recordar al Gobierno andaluz lo elemental, que seguir las leyes, atenerse al procedimiento administrativo establecido, no es una cuestión opcional y que, entre la elección del correcto seguimiento de las normas y la arbitrariedad en las resoluciones, no existe sólo una mera diferencia de las formas, sino un abismo profundo. “No es una mera cuestión de formas. Es de fondo”. Qué vergüenza ajena produce contemplar que quienes han manejado miles de millones de euros tengan el desparpajo de haber despreciado así las leyes y haber ignorado así quienes las custodian; qué ridículo queda al descubierto ahora cuando en esos informes le tienen que recordar al gobierno que, hay muchas razones para actuar con transparencia y control, pero que exigir “el correcto cumplimiento de las normas es, por sí solo, argumento suficiente”.

Cuando a unos gobernantes hay que recordarles lo elemental, las explicaciones de cómo se llega a esa degradación también se simplifican. Sólo por ignorancia o por soberbia se puede actuar así. Y como la ignorancia es imposible cuando se cuentan con servicios jurídicos propios y funcionarios de la Intervención que, una vez tras otra, año tras año, insisten en lo mismo, la única explicación es la soberbia. Olvidan que cuando un gobernante no es esclavo de la ley, es al pueblo al que se deben al que le están quitando libertad.

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11 marzo 2011

Comadronas



Se están apagando las luces de las redacciones y ya nadie da un duro por este oficio cansado y maldito, que se ha hecho viejo de pronto, que se ha mirado al espejo, y ha comenzado a ver su propia muerte en las arrugas de la frente, como las gitanas adivinan el destino en la palma de la mano. Se están adelgazando las redacciones, entre la tiesura y el internet, y ya nadie confía en el futuro de esta profesión que languidece traicionada por su propio hijo, la globalización; porque aunque ya nadie lo recuerde, la globalización, esta aldea global, nació en las esquinas de cualquier ciudad, cuando un mozo voceaba las noticias del día con un mazo de periódicos en la mano. Y ahora es la difusión universal de la información el puñal que le han clavado en la espalda a los periódicos.

Sí, ya nadie da un duro por este oficio, le están contando los días y lo miran de reojo, como a un enfermo terminal, porque todos piensan que el tiempo de los periódicos se ha escurrido por las alcantarillas de la historia. Pero se equivocan; no saben los buitres que el periodismo, capaz de rivalizar en la barra de un prostíbulo sobre cuál es el oficio más antiguo de la humanidad, es una necesidad del hombre y, más allá, de las democracias y de la libertad.

Aquí sí que se aprecian brotes verdes, como estos días con la escandalera de la Junta de Andalucía. Habría que remontarse a los tiempos de Juan Guerra para que un escándalo de corrupción lo haya seguido toda la prensa. Lo acostumbrado aquí es que unos periódicos denunciaban y otros, la mayoría, silenciaban. No ocurre así con lo de los ERE y esa novedad, que sin duda constituye un síntoma más de la descomposición de un régimen, yo lo resalto hoy como síntoma de la vitalidad intacta del periodismo, sea cual sea el momento histórico que atraviese.

Los periodistas veteranos, que siempre guardaban una máxima o un misterio, no concebían el periodismo sin una aureola de transgresión y mala vida. «El periodista es un hombre que ha renunciado a todo en esta vida, salvo al mundo, al demonio y a la carne». Y nosotros, con el tipómetro negro sobresaliendo de la carpeta de los apuntes de la universidad, abrazamos aquella vida y temblábamos ante la confidencia que se sirve con café en el rincón de un bar; cuatro notas apuntadas en una servilleta de papel que mañana se convertirán en titulares del cuerpo treinta y seis que reventarán en los despachos del poder. Y en esta ocasión, con la podredumbre de los ERE, ha vuelto a pasar. Los periodistas han vuelto a sentir esa emoción que los convierte en gigantes de papel, héroes que al día siguiente envolverán el pescado.

Fue un escritor alemán el que dijo que el periodismo, los periodistas, hace de comadronas y de enterradores de cada tiempo, de cada época. Y así vamos, alumbrando lo que viene, con torpezas equivocaciones, y siempre con tozudez, y poniendo paladas de tierra, que son paladas de papel empapado en tinta, a lo que se va muriendo. Los buitres tendrán que esperar.

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01 febrero 2011

Revoluciones



Son distantes y opuestas, sí. Las unas pertenecen al mundo desarrollado y las otras surgen de la miseria, del tercer mundo. Son las protestas de estos días, las revueltas ciudadanas en varios países europeos y las revoluciones en el mundo árabe. En apariencia, nada tiene que ver las unas con las otras y, sin embargo, las dos comparten mucho más de lo que, quizá, podemos alcanzar a ver en este momento, tan cerca como estamos de los conflictos. Hará falta cierta perspectiva, y desde luego, más tiempo, hasta saber cómo acaba todo, para entender que todo esto no es mera coyuntura, sino que forma parte de un mundo nuevo, de una nueva era.

De momento, aún entre el humo y la polvareda, ya se pueden destacar dos elementos comunes en las protestas de Europa y los países árabes. El primero de ellos es una constante en la historia, los grandes conflictos sociales prenden entre los jóvenes con mayor facilidad. El segundo elemento común sí es nuevo en la historia, el protagonismo absoluto de internet en todos los momentos de la revuelta, antes, durante y después. Para convocar una protesta ya no son necesarios ni los imperios de comunicación, ni las organizaciones sociales o políticas. El liderazgo ahora se difumina en la convocatoria de una red social que, en cuestión de horas, puede congregar a cientos de miles de personas.

A partir de esas semejanzas, en las protestas de Europa subyace la desorientación de una civilización cansada; la vieja Europa alcanzó hace años las mayores cotas de derechos y bienestar que se han conocido, y ahora, perdida en los nuevos tiempos, pro primera vez en la historia marginada de las coordenadas del poder; primero fue, con Roma y Grecia, el Mediterráneo, luego el Atlántico, tras el Descubrimiento, y ahora el Pacífico, lo que nos sitúa por primera vez en un extremo del mundo. Para colmo, a los nuevos retos se enfrenta Europa con una clase política burocratizada y endogámica, anquilosada en la crisis de las ideologías. La protesta de los países musulmanes está en el otro extremo, en la escala básica del bienestar social. ‘Pan y libertad’, reclaman los jóvenes en Egipto, en Túnez o en Yemen en sus manifestaciones contra el sátrapa que ha acumulado riquezas y vejaciones durante veinte o treinta años en el poder.

Nos queda por conocer el final. Ahora lo que vislumbramos es que también en eso existen semejanzas, que en los dos conflictos estña muy claro el riesgo de involución. Sin liderazgos claros, tanto en Europa como en los países musulmanes el riesgo latente es la posibilidad de que sean extremistas y fundamentalistas quienes, al final, saquen provecho de las algaradas. La irrupción inesperada de los extremismos en países como Suecia o Suiza ya ha comenzado a apuntar ese peligro. En el caso de las revueltas islámicas, el riesgo está en el silencio que se percibe ahora: los únicos que no se han hecho notar todavía son los fundamentalistas. Como si los talibanes estuvieran agazapados, a la espera.

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18 enero 2011

Efecto dominó



Nadie, ningún hombre, ningún ejército, ningún poder, es capaz de controlar el instante de la historia en el que todo se desborda. No hay fuerza que pueda contener el momento, apenas un segundo, a partir del cual ya nada es igual, todo se derrumba; el pestañeo que cambia bruscamente los acontecimientos, el suspiro, la exhalación que es capaz de levantar multitudes, de arrasar imperios. Stefan Zweig, que describió de forma magistral algunos de los momentos claves de la historia, hablaba de los millones de horas inútiles que transcurren en la historia antes de que se produzca un momento estelar. “Lo que por lo general transcurre apaciblemente de modo sucesivo o sincrónico, se comprime en ese único instante que todo lo determina y todo lo decide (…) determinando la vida de un solo individuo, la de un pueblo entero o incluso el destino de toda la humanidad”.

Acaba de ocurrir ahora en Túnez, el país que está protagonizando la primera revolución democrática del mundo árabe. Nadie está detrás de la revuelta, nadie la controla, nadie la ha organizado, nadie la ha planificado. Una mañana cualquiera del mes de diciembre, la Policía decide desmantelar el puesto de frutas ilegal de un chaval de 26 años. Será una decisión irrelevante, una más entre las decenas de actuaciones de la policía tunecina aquella mañana. Sin embargo, el paso del furgón policial por delante de aquel puestecillo de frutas ilegal y la decisión de los agentes de detenerse, pedir la documentación y desmantelar el kiosko es el momento determinante que estaba aguardando la historia. Porque el joven del puesto de frutas, que estaba parado, que estaba desesperado, se inmoló delante del ayuntamiento cuando la policía lo dejó tirado y sin el único sustento. Y lo que sucedió a partir de ese momento ya tenía la rúbrica de todos los acontecimientos históricos: El nombre de Mohamed Bouaziz, su cruel suicidio, ya ha entrado en la historia como uno de esos momentos estelares que cambian el rumbo de un pueblo.

“¡Viva el efecto dominó!”, han celebrado con euforia los acontecimientos de Túnez los periódicos de algunos oaíses vecinos, como Argelia. Piensan algunos, con toda razón, que el problema no es de Túnez, que el problema general es del mundo árabe, y que la revuelta tunecina acabará trasladándose, con mayor o menor intensidad, a todos los países musulmanes en los que, hasta ahora, la democracia ha sido una mera apariencia, una excusa de sátrapas, mangantes y fundamentalistas. “Túnez no es un caso aislado, la enfermedad es de los árabes”, afirman y se compara lo que pueda ocurrir a partir de ahora con el desmoronamiento del bloque comunista a partir de las protestas en la Polonia de Walesa.

Vivimos sobre el alambre de esos acontecimientos que cambian la vida, esos instantes. Y sin la repercusión universal de esas grandes citas de la historia, quizá todos aguardamos en algún momento que se cruce en nuestro camino un fenómeno así que nos haga tener la determinación de la que carecíamos; sacudirnos la comodidad, el conformismo y la apatía. El ‘efecto dominó’. Todos los políticos, todos los regímenes, grandes y pequeños, son conscientes de que este azar es la única fuerza arrolladora de la historia.

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13 enero 2011

En el córner



Gabrielle Giffords, la congresista demócrata a la que un tarado de Arizona le pegó un tiro en la cabeza, además de asesinar a otras seis personas y herir a una veintena, se encontraba cuando la asaltaron en una actividad pública que establece bien las diferencias entre la democracia estadounidense y la española. Se había citado con los ciudadanos, con sus electores, en plena calle, un encuentro habitual de los diputados americanos que, una vez que han sido elegidos, se echan a la calle de cuando en cuando para explicarles a los vecinos qué están haciendo y preguntarles qué quieren que traslade al Congreso. Es interesante la idea y más interesante aún es el nombre por el que se conoce esos encuentros: Congress on your corner (el Congreso en tu esquina). En el córner. Lo único que hemos importado de la democracia anglosajona ha sido el término, pero para aplicárselo al fútbol, no a la política.

Lo más parecido que se puede encontrar en la política española es ese remedo de diálogo con los ciudadanos que los partidos políticos ponen en marcha durante la campaña electoral. Actos de partido, con público y preguntas seleccionadas previamente, en los que el candidato comparece con atuendo informal, una chaqueta sin corbata o una chupa de cuero beige; con pose de cercanía, sentado en un taburete giratorio en el centro de una reunión de varias decenas de personas; y un guión de promesas electorales que se ajustan al perfil del pueblo, del barrio o del gremio al que se quiere acercar. Pero se trata sólo de eso, una imagen de campaña prefabricada, igual que los mítines atestados de autobuses, banderitas y bocadillos.

Ninguno de los grandes partidos se sale de ese guión a pesar de que la democracia española ha dado ya suficientes señales de alarma por el distanciamiento de la ciudadanía y la apatía creciente de la política. De la misma forma que se rehuyen las listas abiertas, se evita toda iniciativa que suponga una apertura de los partidos y un menor control de las organizaciones por parte de los aparatos.
Es esa cerrazón de los aparatos la que provoca que cada convocatoria electoral degenere, inevitablemente, en un periodo de crisis larvada en los partidos políticos. «Lo que no puede ser es que los partidos políticos, pilares fundamentales de una democracia, se gestionen como cortijos. Esto hay que cambiarlo, es necesaria una ley. En Estados Unidos empezaron en 1840; aquí aún no hemos llegado», afirmaba hace unos días el ex ministro socialista Antonio Asunción, al que van expulsar del PSOE por la osadía de haber querido competir en unas elecciones primarias y haberse quejado luego de las mil zancadillas que le han puesto para impedírselo. Con todas las diferencias que se quieran establecer, cuando Álvarez Cascos se ha largado del Partido Popular también se ha quejado de lo mismo, la imposibilidad de que un partido político elija a sus candidatos democráticamente cuando dos o más personas aspiran a ese puesto. Ya se sabe que Cascos no parece el más indicado para reclamar la democracia interna que él mismo orilló a placer, pero ésa es otra historia.

Ya verán cómo, entre las cientos de promesas que se van a hacer en los dos años de campaña electoral que nos esperan, ninguna se referirá a nada que tenga que ver con la apertura de los partidos, la cercanía de los políticos a la sociedad o la participación de los ciudadanos una vez que pase la jornada electoral. No, no ocurrirá porque aquí el córner tiene otro sentido: En el mundo futbolístico, la expresión equivale a quitarse problemas de encima. Y ahí es donde los partidos han mandado la democracia interna, al córner.

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20 diciembre 2010

Los otros



Al otro lado de las protestas, se sientan cada mañana cientos de trabajadores en su mesa de despacho, al volante de un coche oficial o de una excavadora, en el tajo de parcelaciones agrarias o quitando matojos de las carreteras; en la otra cara del ‘decretazo’, se despiertan cada mañana varios miles de personas que se indignan cuando oyen que lo suyo es el trabajo de un enchufado. Al otro lado de los foros de Internet, atrapados entre insultos y arengas, presos de una imagen que no les pertenece, se cabrean cada mañana tipos normales, con trabajos normales, que no entienden la ira y el desprecio que ha caído sobre ellos. Al otro lado de las pitadas, caricaturizados en las pancartas, muchos trabajadores de las empresas públicas se indignan cada mañana cuando acuden a trabajar porque ellos saben, sólo ellos, que nadie los ha enchufado, que llevan trabajando muchos años a destajo, con la recompensa de un sueldo muchas veces mileurista, regidos por un convenio que no les otorga más ventaja que la de cualquier trabajador de una empresa privada. Nunca han aprobado unas oposiciones, pero tampoco los ha enchufado nadie. Presentaron un curriculum, los aceptaron y llevan años buscando, con la tenacidad de cualquier otro profesional, que su empresa vaya bien, que salgan las cosas bien. Sólo eso. Y ahora se ven inmersos en el ojo de un huracán de descalificaciones, alanceados por protestas ajenas. Son los otros.

Y dicen: “No, no soy ni funcionario ni laboral, pero tampoco me ha enchufado nadie y lo puedo asegurar y demostrar. Llevo más de 20 años trabajando para la Junta de Andalucía, cobrando del presupuesto público. Al principio me contrató la propia Junta, el IARA, trabajaba tres o cuatro meses al año y al tercer año de contratación, a mí y a un colectivo bastante numeroso, nos pasaron a una empresa pública. Hemos seguido hasta ahora, arañando, año a año, un mes de contratación adicional. Ahora llega esta reestructuración del sector público que tampoco nos supone ninguna panacea, pues seguiremos rigiéndonos por nuestros convenios de origen, nada del otro jueves, pero se atisba algo más de estabilidad laboral o que nuestro próximo convenio se negocie en otro marco de referencia. Qué pasa, ¿que no tenemos derecho a que se afiance nuestra situación después de tantos años de trabajar en servicios públicos? Nosotros no somos culpables de una situación que ha creado la administración. Si los funcionarios de carrera se indignan, con razón, cuando se dice que todos son unos vagos, que no trabajan, que no nos metan en el mismo saco a los trabajadores de las empresas públicas diciendo que todos somos unos enchufados. Porque no es verdad. Porque no es justo”. Estos son los otros.

Fantasmas de la estructura gigante que ha creado un régimen para huir de su incapacidad, de su inmoralidad, de sus chapuzas, de su propio descontrol. Y es verdad, habrá en las empresas públicas andaluzas muchos cientos de trabajadores que nada tienen que ver con el enchufe, pero la última perversidad de ese entramado descomunal que es la administración paralela de la Junta ha sido éste que los coloca como carne de cañón de una reforma indecente, de un atropello a la legalidad. Son los otros. No tienen voz, están atrapados en el traje de otro, del enchufado. Tienen razón y ni siquiera pueden morder la mano de quien los ha metido en este embrollo.

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11 diciembre 2010

Tiempo sin nombre




Quizá hemos vuelto al tiempo aquel en el que los hombres tenían la obligación de ponerle nombre a las cosas porque todo era nuevo, virginal, y las gentes se quedaban horas mirando fijamente los grandes árboles, las piedras de caliza o de albero, las hileras de hormigas negras y los peces dorados del lago porque nunca antes habían visto nada igual. O como cuando Macondo se vio asolado por una terrible peste, la enfermedad del insomnio, que venía de la ciénaga y que dejó a todos los habitantes del pueblo sin recuerdos del pasado ni memoria siquiera del instante que acababan de vivir. Tuvo José Arcadio Buendía que coger un hisopo empapado en tinta y marcar cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, cacerola. Y también cada animal: vaca, chivo, gallina, cerdo. Y luego, cada función: “Esta es la vaca y hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche”. Hasta la entrada misma del pueblo se fue José Arcadio para combatir el virus de la desmemoria colectiva y colocó un gran cartel que decía ‘Macondo’ y otro más grande en la calle central que decía ‘Dios existe’.

Quizá estamos en ese tiempo de nadie, transición de siglos y milenio, en el que es necesario comenzar a redefinir las cosas porque parece que ninguno de los esquemas por los que nos guiábamos son útiles ya para darle alguna explicación a las cosas que nos pasan. Primero fue el terrorismo internacional, el terrorismo del fundamentalismo islámico, el que desbarató todos los manuales de guerra, todas las tensiones del pasado quedaron antiguas y las alianzas internacionales se marchitaron sin remedio. La guerra fría se congeló y la amenaza del fascismo-comunismo se enterró con el siglo XX. Crisis de las ideologías. Se desplomaron los servicios de inteligencia y las sociedades se sumieron en el desconcierto del multiculturalismo. Luego vino la crisis económica, y los sistemas financieros de todo el mundo iban cayendo como fichas de dominó sin explicarse cómo era posible que el estallido de la bolsa hipotecaria de Estados Unidos arrastrase en cadena a todas las economías del mundo. Estos días acaba de llegar, con Wikileaks, la última irrupción social que se suma al desconcierto de todo aquello que surge y nos sorprende porque tampoco obedece a las normas del pasado. No se trata, desde luego, de las revelaciones que se han conocido de la diplomacia de Estados Unidos en sus relaciones con los demás países porque nada de eso es nuevo o sorprendente; todo era ya conocido o imaginado. No, lo nuevo de Wikileaks es que parece completar el puzle de la ‘Aldea Global’ que, de forma profética, anticipó McLuhan hace cincuenta años sin conocer que llegaría el fundamentalismo islámico, la avalancha de los mercados, la crisis de las ideologías, los hackers e internet.

Terrorismo internacional, crisis económica internacional, vacío de las ideologías, y un simple hacker australiano que es capaz de difundir por todo el mundo, sin necesidad de poseer ningún imperio de medios de comunicación, cientos de miles de documentos secretos. Vamos a tener que hacer como en Macondo, colocar en la entrada de las ciudades carteles grandes para recordar lo elemental que habíamos aprendido: Libertad, Igualdad, Justicia, Cultura, Democracia, Educación, Respeto, Tolerancia… Y luego, cada función, como con la vaca: “Esta es la Libertad, y debemos ordeñarla todas las mañanas para poder tomarnos tranquilos un café con leche sin sentirnos amenazados”.


Ilustración: http://www.couleurs-caraibes.fr/blog/index.php?2008/10

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07 diciembre 2010

José Guerrero



Nada tan obstinado como la persistencia de la clase política para el control y la destrucción de la sociedad civil. Nada tan dañino para una democracia como ese intento pertinaz, tantas veces soterrado, por destruir cualquier movimiento público que se escape del control institucional y de las directrices de un partido político. Nada tan grosero como el camuflaje de un supuesto ‘interés público’ con el que se revisten las embestidas continuas, demoledoras, de la clase política contra los tímidos intentos de la sociedad civil. Porque se trata de todo lo contrario, porque la sociedad civil, la voz de los ciudadanos, es un requisito imprescindible para el funcionamiento de cualquier democracia; un pre-requisito democrático, como se menciona en los manuales de Ciencia Política. Nada tan evidente como esa artimaña. Y eso es lo que está ocurriendo en Granada con el acoso y destrucción del Centro José Guerrero.

Hablo de sociedad civil, de ciudadanos, porque no es de arte de lo que se trata, no es la valoración de la obra pictórica de este pintor granadino que tiene cuadros colgados en el Guggenheim de Nueva York o en el Reina Sofía de Madrid. Nadie cuestiona el valor de los sesenta cuadros que la viuda del pintor donó a la Diputación de Granada para que se abriera un centro con su nombre en la capital que lo vio nacer. La familia podría haber hecho caja con esos cuadros, asegurar el porvenir de los herederos, pero cometieron el disparate de generosidad de donarlos a una institución pública pensando que se volcarían en la preservación de ese patrimonio, que lo mimarían con el orgullo de la ciudad. Y no ha sido así. El objetivo de la Diputación de Granada sólo es el de controlar aquello que piensa que le pertenece, destruir la independencia del Centro José Guerrero para integrarlo, manejarlo, controlarlo y, para ello, diluirlo, enfrascarlo, en una entidad mayor, una fundación más amplia en la que el legado generoso de la familia sólo sea una parte, una sala, sin la notoriedad, sin el orgullo, con el que sus herederos querían recordar por siempre al pintor. «Resulta tristemente inexplicable», dicen los tres asesores de la Fundación que acaban de dimitir ante el atropello, sin saber todavía muy bien cómo es posible que una familia que done a una ciudad los cuadros de un pintor internacional y reciba como pago «desconsideraciones, impertinencias y calumnias, que hirieron en lo más hondo a la hija del pintor, Lisa, en sus últimos meses de vida».

Dicen las crónicas que la Junta de Andalucía se ha puesto de lado en el conflicto, que lo único que se les ha oído decir es que el Gobierno andaluz «no pinta nada» en esa historia. Es normal, cuando se trata del control político de una institución cultural independiente, la Junta de Andalucía no pinta nada porque ya la Diputación de Granada se ha encargado de emborronar el cuadro con brochazos del mismo régimen. Cuando se acabe el mes, embalarán los cuadros y los mandarán a un almacén «para su devolución en el lugar y a la persona» que se indique por parte de la familia del pintor. Se acabó. No, nada hay tan grosero como ese final, esa estocada al centro José Guerrero, esa maniobra con todos los componentes de un atentado contra la sociedad civil. Y lo han conseguido, lo van a conseguir, porque hay tantas voces que se callan en Andalucía que hasta parece lógico el desastre final.

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23 noviembre 2010

¿Rosa o pepino?



A veces, muchas veces, conviene dejarse llevar por la lógica simplona y aplastante que Juan de Mairena le enseñaba a sus alumnos. Por ejemplo: una rosa no puede ser, a la vez, un pepino. La rosa tiene esencia de rosa, como el pepino tiene esencia de pepino, y ninguno de los dos puede ser, a la vez, esencia de lo contrario, ni sustancial ni metafísicamente. Ni siquiera metafóricamente. O es rosa o es pepino, porque nada puede ser lo contrario de lo que es.

Antes de ir más allá, conviene aclarar al principio que esta determinación, o rosa o pepino, o blanco o negro, no siempre es conveniente ni aplicable. De hecho, uno de los males más extendidos de la realidad española es la tendencia persistente para convertir cualquier debate en una opción de bloques, de bandos, con sus correspondientes consignas y discursos prefabricados, con lo que es imposible el matiz, la opinión intermedia, la moderación. Debemos huir de esas banderías incapaces de detenerse en la reflexión, incapaces de acomodarse en el sentido común, como tenemos que espantarnos de aquellos que siempre buscan la equidistancia para no mojarse jamás. Y, sobre todo, debemos descubrir a los que simulan ser lo contrario de lo que, en realidad, son. Por ejemplo: Hace unos días, el Partido Popular presentó en Sevilla a su candidato para las elecciones municipales en Marinaleda. Unos días antes también lo hizo el PSOE. Hasta ahí, todo normal. La sorpresa llega cuando se comprueba que ninguno de los dos candidatos vive en Marinaleda; los dos son de un pueblo cercano, de Estepa. ¿Por qué? Sencillamente porque nadie del pueblo se atreve a presentarse en la lista de un partido distinto al del alcalde eterno, Juan Manuel Sánchez Gordillo. El candidato del PP, Rafael Salas, un político sensato y trabajador, es senador y, durante muchos años, fue diputado en el Parlamento andaluz. El candidato del PSOE, Mariano Pradas, ya tiene más experiencia: ha sido concejal en los últimos cuatro años y ha aguantado el tipo a pesar de que le han apedreado alguna vez el coche y de que otras veces ha tenido que salir del pueblo escoltado por la Guardia Civil.

Sólo existe un precedente en España que se iguale al de Marinaleda: los pueblos del País Vasco dominados por ETA en los que nadie se atreve a presentarse en una lista distinta a las de Batasuna. Candidatos de toda España se presentan para cubrir el hueco que deja el miedo, el terror. ¿Por qué se permite en Andalucía que en Marinaleda no haya libertad? ¿Por qué la Junta sigue sosteniendo con subvenciones el régimen autoritario, endiosado, de Sánchez Gordillo? Marinaleda, sólo un tres por ciento de la población tiene estudios superiores; Marinaleda, nadie debe haber en el pueblo al que no le llegue el sustento familiar de algún subsidio, alguna subvención; Marinaleda, sólo ha tenido un alcalde en treinta años. O rosa o pepino. Sánchez Gordillo lleva ya demasiados años vendiéndonos pepinos como si fueran rosas.

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07 noviembre 2010

Colapso



Harto. Muy harto. Cansado. Muy cansado. Es mediodía y en una gasolinera de la autovía de Andalucía el aire fresco del otoño se ha confabulado con el zumbido lejano de la carretera para crear una atmósfera de vacío, de soledad. Unos pocos clientes llenan los depósitos de sus coches, sin el trasiego de las horas punta o de cualquier mañana de domingo. En esas, irrumpe en la gasolinera una fila de cuatro o cinco camiones de un servicio municipal de limpieza. Se bajan de los vehículos y, mientras algunos comienzan a repostar gasóleo, otros forman corrillos en junto a las oficinas de aquella gasolinera, ahora sobresaltada de su silencio anterior. Gritan y ríen todos y, entre el barullo, se oye la voz clara de uno de ellos, que se dirige, burlón al resto, “¡Eh, compañeros! Que son las doce y nuestra jornada laboral acaba a la una de la tarde…” La advertencia provoca la carcajada inmediata del resto. Son trabajadores municipales, o de una mancomunidad, o de una Diputación, y debe ser éste uno de los divertimentos de los que tantos hablan algunos; el deporte nacional del absentismo laboral, la picaresca del escaqueo, la cara dura de cobrar y trabajar lo menos posible. Quizá en otra ocasión, también yo hubiera sonreído, pero, en la que estamos, nada de esto hace gracia. Y mucha gente, que no trabaja en el sector público, comienza a estar ya harta. Mucha gente, que en el taller, en la obra o en el tajo, se parte la boca para llevar un jornal a casa. Mucha gente que no conoce de horas en su pequeño negocio. Mucha gente, incluso, dentro del sector público, que ha estudiado, que ha aprobado con esfuerzo unas oposiciones, y se le revuelve el estómago cuando ve pasar por delante de su mesa de despacho un desfile de enchufados. Hartos. Muy hartos. Y cansados. Muy cansados.

Porque llega un momento en el que la crisis, esta tiesura que arrastramos, nos hace contemplar con indignación la insoportable desproporción que existe aquí entre el sector público y el sector privado, agravadas con las diferencias de trato, de sueldo, de horarios, que se perciben con cada noticia que surge. Andalucía, que es la comunidad autónoma más pobre de España, es la que tiene más empleados públicos de toda la nación. Más que Cataluña, más que Madrid, tantos como los de toda la administración pública española. Medio millón de empleados públicos, 498.327 en Andalucía frente a 497.856 de la administración central, descontados los funcionarios del Estado que trabajan en Andalucía. Es un disparate; esa cifra es un disparate que sólo refleja la distrofia de un sistema que la primera reforma que necesita es la de la del equilibrio entre lo público y lo privado.

Por eso, ahora, cuando las únicas intenciones de la Junta de Andalucía, ante esa realidad, es la de sumarle más de 20.000 personas a la Función Pública andaluza, convirtiendo en funcionarios a todos aquellos que se han colado en las empresas públicas, la sensación que se produce es idéntica a la que aquella mañana en la gasolinera. No es una cacicada más. No es un abuso más. No es un atropello más del régimen. En las que estamos, ese decreto impuesto, que corrompe los ideales de la Función Pública, provoca la misma reacción que aquella mañana en la gasolinera. Hartos. Muy hartos. Y cansados. Muy cansados.

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