El don pervertido
Que no, que no puede ser: el resultado del debate de estas últimas semanas sobre los regalos a dirigentes políticos no puede ser que hay que reformar el Código Penal ¡para anular el artículo que lo convierte en delito! Ya sé que esta es, probablemente, una batalla perdida, sobre todo en una sociedad como la española, en exceso comprensiva con la corrupción, asimilada tantas veces a la picaresca y a la astucia. Y más allá aún, es una batalla perdida porque incluso intelectuales de la talla de Gómez Marín mantienen, en su ‘ensayo sobre el don’, que, desde una perspectiva antropológica, «regalar es propio del hombre que busca el entendimiento y la paz». «La democracia –añadía– ha sabido hacerse un sayo de esa vieja capa». Y concluía que, si se echa el pie a tierra, nada significan un bolso o cuatro trajes en comparación con otros casos de corrupción en los que fluían cientos de miles de euros cobrados en comisiones. ¿En realidad es así? ¿Tiene importancia o es una minucia que debe desaparecer del Código Penal? Veamos, porque el desacuerdo es total.
La figura del cohecho en el Código Penal es tan específica que no puede pasarse por alto que sólo existe como delito para la Función Pública. El soborno de todos los mortales, cuando afecta a un funcionario o a un cargo público, cambia de nombre y pasa a llamarse cohecho. ¿Y por qué se establece esa diferencia? Pues porque se considera, con acierto, que en el caso de un funcionario o de un cargo público, como lo que está en cuestión es la ética de una institución pública, como el riesgo es dañar el concepto noble de la Función Pública, independiente, rigurosa y ecléctica, se deben redoblar las cautelas. Para mantener esos principios grandes, esenciales, no vale sólo la regulación común, general, sino más amplia todavía. De ahí que el cohecho abarque los supuestos tradicionales del soborno (un dinero o un regalo a cambio de una determinada acción), sino que incluso considere delito que el funcionario o el alto cargo reciba dinero o regalos a cambio de nada. Ese es, de hecho, el artículo más discutido, el que se pretende anular con el argumento anterior de que, sino no hay nada a cambio, el regalo debe entenderse dentro de las relaciones sociales entre los hombres. Y no, claro, ésa es la equivocación porque las relaciones del poder nunca son relaciones sociales; quien regala a un cargo público o a un funcionario no lo hace por amistad, lo hace para recibir un trato de favor que no tiene por qué ser inmediato, medible o constatable. Con el poder y la Función Pública, la fría distancia que establece el cohecho. El don social, cuando atraviesa las puertas de un despacho, ya se convierte en un don pervertido.
Los límites ya los estableció Julio César en la famosa anécdota que relató Plutarco y que ha pasado a la historia sintetizada en una frase. La mujer de César no hizo nada; un pretendiente despechado se coló, disfrazado de mujer, en la fiesta de las vestales en la que sólo participaban mujeres. Sin saber nada, Pompeya Sila, la mujer de César, acudió a la fiesta en la que estaba el loco enamorado, el general Publio Claudio Pulcro, el que engañó a la seguridad con su vestido de mujer. Cuando fue descubierto, César montó en cólera y culpó incluso a su mujer: Sabía que nada tenía que ver con el incidente, pero «a la mujer de César no le basta con ser honrada, sino que, además, tiene que parecerlo». En el país de la picaresca, ese exceso nos irá bien.
Etiquetas: Corrupción, Justicia, Política
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