El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

15 julio 2008

Abusos


Dieron las seis, y, como cada tarde, se enfundó los culotes y unas zapatillas de deporte y se fue al polideportivo que tiene cerca de su casa, justo detrás del parque que atraviesa andando. Como el parque ha sigo testigo de casi toda su vida, de sus juegos de infancia, de sus secretos de adolescencia, de las pasiones juveniles y, ahora, de la nostalgia de padre adulto, cada flor, cada olor que arrastra el viento, acaba transportándolo a un episodio de su vida. Y ese pensamiento hondo, que se le clava dentro, le sirve después para sudar la camiseta y tener la mente ocupada en otra cosa que no sea la fatiga de sus músculos.

Justo aquella tarde en la que atravesaba el parque camino del gimnasio, recordaba una tarde de novillos adolescentes cuando le interrumpió a su izquierda el revuelo de un grupo de jovencitas que no llegaban a la mayoría de edad. Se quedó mirándolas, claro, aquella belleza juvenil, el desparpajo de ese torbellino desatado y ansioso, cuando, a su espalda, pudo oír la sirena de un coche de policía. Sin dejar de caminar, observó como una pareja de agentes se bajaba del coche y comenzaba a correr precipitadamente, con las porras agarradas con la mano derecha para evitar el cimbreo, pero envainadas. Se detuvieron cuando alcanzaron al grupo de jovencitas que parecía aguardarles. Charlaron en voz baja, un murmullo de cuchicheos y, de repente, los policías comenzaron a correr otra vez.

Decidió dejar de mirar atrás, porque oía detrás las pisadas de los policías, corriendo por el camino; porque mentiría si no confesara que se le pasó por la cabeza que iban a detenerlo. “¿Detenerme, y por qué? Vaya bobada” Pero los policías seguían avanzando. Decidió, por ello, pararse y echarse a un lado del camino. Se sintió angustiado y se lo reprochó: “No seas estúpido”, se dijo. Cuando los policías llegaron a su altura, se detuvieron. “¿La documentación? Pero, ¿qué he hecho? ¿Es una broma, verdad?” Notó cómo el corazón latía sin control. “Pues entonces tendrá que acompañarnos”, replicó el policía. Y ya no supo qué decir porque se quedó bloqueado, paralizado.

Caminaban en dirección a las jóvenes cuando, una de ellas, llamó de nuevo a los policías. Otra vez los cuchicheos. Lo miraban, lo señalaban con el dedo, y una joven negaba con la cabeza. “Mire, lo sentimos mucho, ha habido un error, buscamos a una persona, pero no es usted. Puede continuar”. Quiso sonreír, quitarle importancia, calmarse con alguna frase ingeniosa, pero sólo le salió un ridículo “buenas tardes, agentes”, con un hilillo fino de voz descompuesto.

No era él. Es verdad. Las jovencitas habían llamado desde sus móviles a la Policía porque un tipo se les había acercado con los pantalones por las rodillas, masturbándose. No era él, es verdad, ¿pero qué hubiera ocurrido si una sola de aquellas jovencitas lo hubiera afirmado? ¿Quién en la sociedad lo hubiera creído a él? Camino del gimnasio reparó en una obviedad que había olvidado: sólo la presunción de inocencia hace grande a un Estado de Derecho. “Antes un culpable en la calle que un inocente en la cárcel”, decimos. ¿Sigue valiendo esta máxima para los delitos de género? No supo contestarse porque aún le duraba la congoja.

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Farlopa


Un cadáver atraviesa el bar y, al llegar a la altura de la barra, se gira hacia el camarero y le sonríe. «¿Lo reconoces?», pregunta el camarero sin dejar de limpiar la barra con una bayeta gastada. «Ya veo que no. Cómo lo ibas a reconocer si hace ya veinte años que dejamos la universidad. Es tu amigo López, ¿te acuerdas ahora? López, sí, López, aquel guaperas que lo tenía todo, un padre abogado con un bufete muy rentable, una novia explosiva y cinco mil pesetas en el bolsillo cada vez que salía de fiesta».

A través de la puerta de cristales del bar se le puede ver en medio de la calle, balanceando el brazo entre los coches que pasan sin mirarle, a la espera de alguno que busque un aparcamiento. La delgadez extrema lo hace irreconocible, es verdad, pero no sólo es su aspecto cadavérico sino la deformación de su cara, carcomida y huesuda. Un coche llega a su altura y aparca. Al abrir la puerta, le suelta un euro. López sonríe con los pocos dientes que le quedan y abre la mano sucia para recoger la propina.

«Vino por aquí hace un par de años. Me ocurrió como a ti, que no lo reconocí, y en cuanto asomó por la puerta, le di dos gritos y lo eché del bar. Me esperó hasta el cierre, y lo encontré esperándome: ‘Tío, soy López, no te acuerdas?’. Se me cayó el mundo encima. La coca, joder, la puta farlopa. Cuando acabó Derecho, entró en el bufete del padre y se casó con su novia de siempre. Todo iba bien hasta que un día, de copas con los colegas, se empeñó en hacerse unas rayas. Al año estaba tan enganchado que no salía de casa sin pagarse unos tiros. Un fin de semana se encerró con doce gramos, dos botellas de whisky y un par de putas. Su mujer lo pilló. Era el final. Dejó el bufete, se divorció y, para colmo, murió su padre al poco tiempo. El resto, es fácil de adivinar. Viene por aquí y le cambio las monedas en el bar.»

Como si intuyera que hablamos de él, López ha mirado para adentro y ha sonreído de nuevo. Quizá también él me ha reconocido. ¿Cuántos hay como él? España cuadriplica la media europea en consumidores de cocaína y, desde el año pasado, ya supera a Estados Unidos. Y en Andalucía, el último estudio oficial confirma que el consumo de coca es cada vez más elevado y más joven. En los institutos, el diez por ciento consume cocaína de forma habitual. La media de edad de los consumidores ha bajado el año pasado a los 18 años.

«El problema es que caen como moscas, tío. La coca es una plaga, no lo puedes imaginar, porque nadie le ve el riesgo a esa droga y porque, además, comprarla es facilísimo. España es el país de la coca, joder. Yo lo veo a diario en el bar. Y siempre es igual; nadie piensa que está enganchado. Primero te metes unas rayas por diversión, luego porque piensas que te hace falta para estar a cien en el trabajo, luego para pasártelo mejor en el sexo, luego porque estás deprimido y, cuando se agotan las excusas, ya no justificas nada porque estás destrozado. No lo sabes, pero ya no te queda nada. No lo sabes, pero en realidad eres un cadáver que se ha quedado a vivir en las aceras».

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11 julio 2008

Naufragio


Si hablamos de globalidad, si la mirada abarca lo que pasa por tu calle y la vida incierta de los monos que habitan los árboles gigantescos de un país de las antípodas; si pensamos de forma global, si conocemos las dificultades por la subida de la cesta de la compra en los mercados europeos y de la grave crisis alimentaria de las cosechas de arroz, de maíz, en los países más pobres del mundo; si nos hemos acostumbrado a la cercanía del que jamás estará a nuestro lado, retengamos una fracción de tiempo de esta semana. Pensemos en dos imágenes simultáneas: en un complejo turístico de lujo del norte de Japón, conversan sonrientes los presidentes de los ocho países más ricos del mundo y, en ese mismo instante, a cinco millas de la costa de Granada, una mujer, con la cara paralizada por el terror, abraza a su hijo y alza la mano para señalar una ola de cinco metros, a punto de embestir a la patera en la que viajan.

Son noticias conocidas, ya sé, incluso repetidas. Pero, esta vez, hagamos el ejercicio de contemplarlas como espectadores de una ventana indiscreta. Como si tuvieran lugar en el bloque de enfrente. A la vez. Y cuando la ola de cinco metros alcanza la patera y la voltea hasta hacerla desaparecer, comienza el desfile de camareros con los platos del menú, «señor, los bulbos de azucena y ajedrea»; «señora, la ternera de Kioto bañada en algas». Ha desaparecido la patera bajo las aguas, van apareciendo cabezas, alfileres negros entre la espuma del mar embravecido. La fuerza de las olas no ha conseguido arrebatarle a esa mujer su hijo de los brazos. A lo lejos se oyen gritos. Cuando llega el último plato del menú en Japón, «señor, quesos con miel de lavanda y dulces de fantasía G-8», en el mar de Granada comienza a amanecer y se oye el rotor de un helicóptero. «No nos dejen morir», dicen al subir.

Pensamos, respiramos y vivimos la globalización que nos permite asistir como espectadores de una ventana indiscreta a este abismo. Ya sé que son noticias conocidas, ya sé que se repiten a diario. El mismo círculo vicioso de siempre. La cicatería y el egoísmo de los países desarrollados reduce a meras campañas de caridad los planes de desarrollo que tendrían que aplicarse en África; lo que provoca la insuficiencia de los fondos es que no se exija casi ningún control del gasto, con lo que la mayoría acaba en manos de corruptos y genocidas; llegan a los países desarrollados las noticias de la corrupción africana, y ese desastre acaba justificando que no se destinen mayores fondos. Y vuelta a empezar.

Ya sé que sólo somos espectadores ocasionales de una ventana indiscreta, la información total que nos trae la globalización. Pero nada obliga a que asistamos impasibles a estas escenas, a que desconectemos y cerremos la ventana. Al menos, tengamos claro lo que está ocurriendo, que en España es un escándalo que la inflación esté rondando el 5 por ciento, pero en Zimbabue la inflación alcanza el 104.000.000 por ciento. Noticias repetidas, ya sé, pero, al menos, intentemos mirar la inmigración con los ojos de aquella mujer que se tragaron las olas.

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09 julio 2008

Eternidad


El primer trauma del hombre llega cuando entiende que la felicidad completa sólo existe en la infancia. Luego, ese espejo de sonrisas, de plenitud, se va cuarteando, se hace añicos, y, aunque siempre seguimos mirándonos en él, buscando el deleite y la satisfacción, sabemos que aquella intensidad de la infancia ya no existe. Somos felices, sí, pero tras cada instante de placer se esconden angustias y recuerdos, ausencias y frustraciones, que acaban reduciendo la felicidad a ese instante.

La felicidad completa sólo existe en la infancia. Por eso el poeta, en su último aliento, la buscó en sus recuerdos y se guardó en el bolsillo del abrigo gastado los versos de su inocencia. «Estos días azules, y este sol de la infancia». El hombre sólo alcanza la felicidad completa cuando le es ajeno el mundo. «No te derrumbes./ No sepas lo que pasa/ ni lo que ocurre». El adolescente le abre los ojos a la vida y le va cerrando las puertas a la felicidad completa de la infancia. Es entonces cuando descubre el tiempo, que su vida se mueve al ritmo del tic tac que marcaba el diapasón del viejo reloj de la abuela. Y cada vez se hace mayor el vértigo de mirar atrás. «Todo es cuestión de tiempo en esta vida/ un tiempo cuyo ritmo no se acuerda». El tiempo sin ritmo es el tiempo detenido de los dioses, no de los hombres.

No debe haber en la historia del pensamiento otra obsesión mayor que la fugacidad del tiempo. Tempus fugit. Tras esa certeza inexorable, los grandes hombres han entendido que es, precisamente, el carácter efímero de la existencia el que recorrer esta vida con humildad y con modestia intelectual. Ya se lo dijo el oráculo de Delfos a Sócrates, el hombre más sabio es aquel que reconoce sus propias limitaciones, su propia ignorancia. Por eso tenía claro que el verdadero placer y la felicidad duradera los consigue el hombre moral, no el inmoral; que la felicidad no consiste en tener poder y poseer muchos bienes.

Es imposible que el hombre pueda regular el ritmo del tiempo que tiene esta vida, es verdad, pero sí podemos elegir el modo de vida. Podemos entender, tras la primera frustración de saber que la felicidad completa sólo existe en la infancia, que la única eternidad a la que podemos aspirar es la de algunos momentos; retener la felicidad de un instante. Esa es la eternidad.

–Pues dice una consejera del Gobierno andaluz que a ella lo que le encantaría es que «personas como Chaves, con su valía, pudieran ser eternas».

Ah, ya… Bueno, en fin… es que yo hablaba de otra cosa… No sé si percibe usted la diferencia. La distancia que existe entre la vanidad y el orgullo, me refiero. Lo decía Pessoa. «El orgullo es la certeza emotiva de la propia grandeza; la vanidad es la certeza emotiva de que los otros ven en nosotros, o nos atribuyen, dicha grandeza». El orgullo puede ser discreto y humilde. Sócrates era un hombre orgulloso, por eso lo condenaron a muerte. La vanidad es otra cosa. Sólo los vanidosos aspiran a la eternidad.

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07 julio 2008

Voto Inmigrante


Si se fijan, cada vez que le preguntan a cualquier dirigente del PSOE la contradicción evidente de haber votado la directiva europea de inmigración y, a la vez, estar proclamando en España que sus políticas de inmigración están a la vanguardia del mundo occidental, la respuesta siempre es la misma: “En efecto, la directiva europea no hemos sabido explicarla bien”. Lo dicen, pero luego tampoco ofrecen ninguna explicación. La jugada es perfecta, desde luego, porque no sólo se deja la sensación de que, humildemente, se asumen las críticas sino que, además, las vinculan a la forma, no al fondo de la directiva europea. Y si vamos más allá, lo que nos vienen a decir es que el problema no está en la directiva, en las contradicciones del PSOE, sino en quienes la critican porque carecen de capacidad para entenderla por sí solos, sin explicaciones.

La cuestión, en cualquier caso, es que las explicaciones faltan pero no porque no se hayan dado, sino porque no existe explicación alguna para el cinismo. La cuestión es que hacía falta una directiva europea de inmigración que sirviera de marco legal general a todos los países de la UE, pero lo aprobado es un exceso; que atenta contra los Derechos Humanos más elementales que se pueda detener a un inmigrante durante 18 meses y que a un menor inmigrante se le pueda meter en un avión y dejarlo solo en un país distinto al suyo, sin conocer nada ni nadie, ni el idioma ni ningún familiar. Con dos velas de mocos como único patrimonio. Hacía falta una regulación, no este exceso.

Cuando se asumen las contradicciones con tanto desahogo, lo que viene a continuación es la carambola: después de votar a favor esa directiva europea, después incluso de haber endurecido la legislación española de inmigración, ahora vuelven a vestirse de vanguardia del progreso con la propuesta del voto de los inmigrantes en las elecciones municipales. Y dicen: el voto facilitará su integración en España. No eso lo que se persigue, claro, sino inflar el colchón de votos en las grandes ciudades en las que, desde hace años, el PSOE no consigue ganar las elecciones. Como Madrid. O como todas las capitales andaluzas.

Para favorecer la integración de los inmigrantes, el camino es el contrario. Primero, facilitar el reagrupamiento familiar, que es lo que acaba de impedir el Gobierno español con su nueva normativa. Y luego, ciudadanía española, para que los inmigrantes que trabajan aquí, que quieren quedarse en España, sean y sientan España como uno más. Que dejen de ser inmigrantes. Que sean pueblo español, que es donde reside la soberanía como dice la Constitución. Eso, vamos a ver, es integración, fusión, alianza de civilizaciones. Lo otro, ya se ve, es una indignante falta de escrúpulos para la utilización de los inmigrantes en lo único que parece interesar: su voto. Pero ya vendrá el PP a solucionarlo. Como esa insensatez de Rajoy ayer: “No hay nadie que no duerma por que los inmigrantes voten o no en las municipales” Ya ven qué sensibilidad. Entre la torpeza y el cinismo andamos.

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05 julio 2008

Masones


Mi apreciado Paco Rubiales avanza una tesis inaudita sobre lo ocurrido en el Partido Popular en los últimos meses, la clave precisa de los cambios, de las nuevas caras, de las disensiones: La masonería. Rubiales, claro, no se lo inventa, sino que le ha puesto oídos a «un rumor cada día más fuerte: Mariano Rajoy fue reclutado por la Masonería durante el viaje que realizó a México, tras haber sido derrotado en las elecciones generales de marzo, y regresó transformado y decidido a imprimir a su línea política un sorprendente cambio de rumbo que le aleja de los postulados tradicionales de la derecha española y le acerca a los enfoques y estrategias socialistas, un partido también ‘minado’ por la fe masónica». El objetivo final de todo, como habrán adivinado, es convertir a España en un Estado masón a través de los oportunos cambios constitucionales cuya aprobación está garantizada, una vez ganados para la causa masónica los líderes del PSOE y del PP.

De golpe, nada más leerlo, he llamado a un amigo masón, de los masones andaluces de toda la vida, hechizado por el morbo inconsciente, e inevitable, de estar hablando con un agente del mal. Y hasta que no he oído sus carcajadas por teléfono, no se ha desvanecido el hechizo, el aura de misterio y desconfianza del que se ha rodeado siempre la masonería. De hecho, si sumamos toda la cadena de leyendas sobre la masonería veríamos que, mucho antes que Rajoy, la masonería ya influyó en la disputa bíblica de Caín y Abel, el primer masón. También Pitágoras, cinco siglos antes de que naciera Cristo, escondió en fórmulas matemáticas los secretos de su logia masónica. Pero mucho antes que todos ellos, en el Egipto milenario de jeroglíficos, laberintos y maldiciones, los faraones construyeron las pirámides para dejar testimonio en aquel desierto de la gran verdad de la masonería.

¿Cómo no iba a caer en las redes de la masonería Rajoy, si, abatido, pusilánime tras perder las elecciones, visitó México, donde la brujería, la magia negra, los pollos decapitados, deben ser una rama más de la masonería maya y de los sacrificios humanos en las pirámides truncadas? Concluyamos que como arma destructiva, como estrategia propagandística, la masonería no tiene rival. Para liquidar o neutralizar a cualquier adversario, basta mencionarla para convertir al otro en un enemigo de la sociedad, en un peligroso sospechoso o en un oscuro conspirador. Y la eficacia está asegurada porque existe una predisposición inconsciente en la sociedad para aceptarlo así.

Desde ese punto de vista, lo realmente interesante no es abrir un debate sobre la masonería sino intentar explicarnos qué temor es el que provoca el rumor de que Rajoy ha sido reclutado por la masonería. ¿Qué vértigo despierta este PP para acusarlo de masón y querer anatemizarlo? ¿Es su anuncio de un discurso menos agrio, de una moral más abierta? No, no debe ser eso, la explicación tiene que ser más profunda, enrraizada en la sociología. El miedo en España, en fin, es la normalidad política. Sin tensión, sin bronca, sin guerracivilismo, el personal se encuentra extraño. Y no es esa la esencia de España, o sea. De ahí la formulación: «El PP pide diálogo y moderación, luego lo ha captado la masonería».

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03 julio 2008

España

Juan de Mairena hubiera acabado la semana con una reflexión profunda a sus alumnos sobre el sentido de la patria y la idea de España. Diría: «Reparad, por tanto, que de toda la naturaleza humana son los españoles los que más se enorgullecen de tener la sangre caliente. A veces hierve, como esta semana, a borbotones, y es entonces cuando el español se encuentra más a gusto. Os he dicho en alguna ocasión que, para los tiempos que corren, conviene estar seguros de algo. Los españoles, tan inciertos de sí mismos, tan ayunos de patria, se han agarrado al clavo ardiendo de un partido de fútbol para celebrarse a sí mismos».

Celebración de sí mismos. Claro, ése debe ser el sentido último de lo que ha ocurrido en los últimos días, porque es como si ‘este país’ se hubiera descubierto de pronto a sí mismo. De forma inesperada ‘este país’ se siente identificado con la marea de cientos de miles de personas por las calles de toda España, ondeando la bandera que acababan de comprar porque casi nadie la tenía. Sin haberlo previsto, ‘este país’ se emociona sintiéndose España. Más allá del fútbol, lo que ha ocurrido se llama España.

¿Cómo interpretar a las lágrimas emocionadas de quienes tanto recelaban de la idea de España? ¿Cómo entender que haya tantas personas que han tenido que esperar la llegada de una final de fútbol para entender que la bandera de España no es la bandera franquista? Esas cosas que hemos leído: «El lunes ha sido la primera vez en mi vida que he visto a miles de personas con la bandera de España al hombro sin pensar que era una manifestación de «fachas». Y creo que también ha sido la primera vez que no me he sobresaltado al escuchar «viva España» o «arriba España». Mucho mejor, desde luego, que ésta otra: «La selección es el símbolo de una España plural, pujante y moderna».

Ortega y Gasset confeso en su «España invertebrada» que uno de los acontecimientos que le producían más congoja era oír hablar de España a los españoles. «Apenas hay una cosa que sea justamente valorada: se da a lo insignificante una grotesca importancia y, en cambio, los hechos verdaderamente representativos y esenciales apenas son notados».

Nos han mirado con asombro desde fuera, por esta explosión de júbilo y de identidad española con la ‘furia roja’, expresión apocopada ahora a ‘la roja’. Y en algunos periódicos extranjeros nos miraban embobados. «Fue un equipo y un país... finalmente unidos en uno», decía The New York Times en su portada de deportes. «De la siesta a la fiesta», hincaba el diente sensacionalista el Daily Mirror.

Juan de Mairena hubiera aprovechado esta semana para acabar con una reflexión a sus alumnos sobre el carácter voluble de la patria española. Diría: «Reparad en la historia de España y veréis que la patria aquí es más pasional que sentimental. Y no conviene confundirlos, porque ya sabéis, porque la patria es asunto de hombres, que la pasión es ocasional y fugaz, mientras que el sentimiento se va sedimentando con los años y tiende a hacerse estable».

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El Zakat

Las detenciones de estos días en Huelva y en el País Vasco establecen como sospecha fundamental que los islamistas realizaban donaciones “a conocidos miembros de organizaciones terroristas islamistas”. Y precisa incluso la cuantía y hasta el método para obtener ese dinero que, luego, enviaban a los terroristas. Vendían ropa de marcas falsificadas y mandaban cantidades que llegaban hasta los 2.400 euros. Ahí se queda la cosa, porque añade la información oficial que “la investigación, así como el material encontrado en los registros, descarta la posibilidad de que los detenidos estuvieran preparando algún tipo de acción terrorista”.

No se trata, desde luego, de frivolizar con ninguna investigación policial ni, mucho menos, de poner en cuestión que bajo la apariencia de cualquier humilde comerciante de ropa callejero se pueda esconder un activista de las organizaciones islámicas, entre otras cosas porque los grandes atentados de los últimos años nos hacen ver que el fundamentalismo arraiga, de forma inexplicable, tanto en musulmanes ignorantes como en los más capacitados y mejor formados en las propias universidades europeas o americanas. Esta investigación, además, no es fruto de un día, sino que se remonta a varios años. Lo único que ocurre es que parece que no hay operación antiterrorista dirigida contra el terrorismo islámico que no esté rodeada de grandes dudas y lagunas. Desde el 11 de septiembre hasta ahora.

Con el caudal incesante de miles de millones de euros del petróleo que llenan cada día las arcas de muchos gobiernos islamistas próximos al fundamentalismo, no parece razonable pensar que el terrorismo islamista se financia con las aportaciones mileuristas de un puñado de inmigrantes infiltrados. ¿Cómo es posible, además, que se conozcan las cuentas bancarias de algunos terroristas, a los que se ingresaba el dinero, y no sea posible bloquearlas con el apoyo de organismos internacionales?

La investigación del terrorismo islámico sigue lastrada, desde los atentados de las torres gemelas, de una ceguera inquietante. Las grandes fuentes de financiación de los terroristas y los países/refugio de esos asesinos siguen intactos, después de tantos años. Y tenemos la sensación de que la mayoría de las operaciones contra el terrorismo islamista, cientos de detenidos ya, sólo consiguen rasgar la superficie.

No sé si los detenidos eran colaboradores del terrorismo islamista o, como me sopla un colega, meros incautos que siguen al dictado el Corán, que establece la obligatoriedad de hacer donaciones. “Yo soy el mensajero de Alá. Si te obedecen en eso, entonces diles que Alá ha hecho las cinco oraciones obligatorias cada día y cada noche. Si te obedecen en eso, entonces diles que Alá ha hecho obligatorio el Zakat que es tomado de su riqueza y repartido a los pobres de entre ellos.” ¿Y si era sólo eso, el Zakat, una ironía religiosa, una burla en un mundo de sátrapas multimillonarios?

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01 julio 2008

Infierno

La solidaridad es una de las primeras víctimas de la progresía. La liquidaron con el procedimiento de siempre; manoseada y trillada, primero se mutila, se acorta el concepto y luego se convierte en un mero fetiche. Solidaridad licuada, se diría, para usarla como perfume. Nada más. Porque, si se fijan, una de las características esenciales del pensamiento progre es que la solidaridad ya no tiene un carácter general, sino que, por definición, la humanidad se divide en dos, las personas que pueden ser objeto de solidaridad y las que no lo merecen porque el apoyo supone ‘hacerle el juego a la derecha’. No es la situación del individuo la que determina la solidaridad sino su pertenencia a uno de esos dos grupos.

Lo que ha ocurrido estos días con el poeta Gamoneda, por ejemplo. Primero se adhiere al manifiesto del castellano, porque, en efecto, le parece razonable que se apoye la libertad de los ciudadanos para educar a sus hijos en la lengua que deseen. No se trataba de defender el castellano, sino la libertad, que se sobrepone a todo, a cualquier otro debate. Gamoneda lo hizo, y, sin embargo, se desmarca ahora. ¿Por qué? ¿Ha cambiado la situación que merecía la solidaridad? No, claro, lo que ocurre es que ha debido reparar en que los ciudadanos que padecen la inmersión lingüística pertenecen al grupo de personas que están excluidas de la solidaridad. Ayudarlos, por tanto, es ‘hacerle el juego a la derecha’ y, ante ese dilema, carpetazo.

Lo mismo le ha pasado a Iñaki Arteta, el director de cine que, en vez de realizar películas sobre el ‘sufrimiento’ de los etarras, hace películas sobre el padecimiento de las víctimas. Lo último es un documental sobre las decenas de miles de ciudadanos vascos que tuvieron que emigrar porque no soportaban la tensión de levantarse, cada mañana, sin saber si a la salida le iban a pegar dos tiros. O porque está harto de que en la carnicería le vuelvan la cara; que en el parque lo miren fijamente mientras su hija pasea en un columpio; o que tenga miedo de guardar el vehículo en el garaje de la comunidad porque está seguro de que algunos de sus vecinos son informantes de ETA.

Sobre ese exilio del miedo, sobre esos exiliados del terror, ha hecho Iñaki Arteta un documental y ahora, después de que le hayan negado cualquier subvención en el Gobierno, después de que muchos artistas e intelectuales le hayan dado la espalda, pide ayuda para que la película puede exhibirse en los cines de toda España. Y dice: «Cualquier tipo de colaboración será bienvenida. Una de las maneras de cooperar más efectivas en una sociedad hipermediatizada como la actual es conseguir que se hable de la película. Hablando, escribiendo, bloqueando…»

La película se llama ‘El infierno vasco’. Están pidiendo nuestra solidaridad. Vamos. Que la indiferencia y el olvido, la equidistancia y el desdén, ese mundo de solidaridad interesada, es el peor infierno al que se puede condenar a las víctimas de ETA. Parafraseando a Gamoneda, «tu indiferencia es como un cuchillo delante de mi rostro».

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