El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

24 enero 2008

Diario


«Me ha llamado José Luis. Está sorprendido con el éxito de su diario apócrifo y me ha aconsejado que haga yo lo mismo. Dice José Luis que el diario le ha servido para mantener esa costumbre desde que vive en el palacio de la Moncloa. Cada mañana, cuando se levanta, se dice a sí mismo, ‘José Luis, eres presidente del Gobierno de España, pero no vayas a endiosarte’. Yo no he querido decirle nada, pero no me parece que a mí me haga falta ninguna terapia».

«Yo también me miro al espejo todas las mañanas, en el gimnasio. Me miro a la cara mientras me seco la espalda con la toalla, y nunca he visto frente a mí a un hombre endiosado. No, yo sólo veo al presidente. Porque tengo cara de presidente, el presidente de los andaluces. Yo creo que a los andaluces les pasa igual, que nadie se imagina al presidente de Andalucía con una cara distinta a la mía. En eso, para qué nos vamos a engañar, yo soy como mi partido. Cuando me miro al espejo lo que veo es al presidente natural de los andaluces. Ese soy yo. La verdad es que somos muy distintos. Yo a José Luis no lo veo como presidente natural de los españoles. No. José Luis sabrá perdonarme, pero en España no ha habido más presidente natural que Felipe. Y no recuerdo yo que Felipe me haya dicho nunca que, al levantarse en La Moncloa, hiciera estas cosas que dice José Luis. En el fondo, y esto nos pasa a muchos, cuando más me gusta José Luis es cuando imita a Felipe. En lo demás, seamos francos (y perdón porque me parece que la expresión no debe ser muy correcta con la nueva ley) no nos parecemos demasiado. Ni Felipe ni yo hemos tenido nunca sus veleidades».

«Esa cosa que tenemos Felipe y yo, ese pellizco, viene de antiguo, de cuando corríamos delante de la policía en la Universidad. Por eso, luego, cuando hemos llegado a la presidencia no nos ha cogido de sorpresa, porque, sin necesidad de ser ambiciosos, comprendemos desde el primer día que ésta es la tarea que nos toca desarrollar en el partido. Ser presidente es mi misión, por eso no veo la necesidad de hablar con el espejo, ni decirle nada. Tampoco lo hacía Felipe. Él le daba una vuelta a sus bonsáis, y pelaba sus ramitas sin quitarle ojo al servicio que se encargaba de mantener limpia la Bodeguilla, como sin fueran a hablar las paredes de la cena del día anterior».

«Yo me voy al gimnasio y a eso de las diez o las once, salgo para el despacho, relajado y perfumado. Y en cuanto piso el primer escalón de la Casa Rosa, los policías se ponen firmes y yo creo que esbozan una sonrisa. Estoy seguro de que, cuando me ven entrar, se sienten más tranquilos. Como diciendo, ‘Ya está aquí nuestro presidente’. Se les ve, no hace falta preguntarle nada al espejo. ¿Un diario? Pues ya veremos. Que una de las cosas que aprendí de Felipe es que somos carceleros de nuestras palabras... No, que somos prisioneros de nuestros silencios... Bah, no me acuerdo bien. Ahora que llegan las campañas, echo de menos el verbo de Felipe. ¿Un diario? Ya veremos».

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23 enero 2008

Chinos


He tropezado por casualidad con una de las mejores definiciones de la ridiculez autonómica. La irrisoria pomposidad de la clase política autonómica frente al espejo más fiel, definido desde dentro. Fue en uno de los actos convocados estos días en el Gobierno andaluz en los que los consejeros compiten entre sí, demostraciones de fuerza que puedan servir de pasaporte para la próxima legislatura. En uno de esos actos ególatras, lo de menos en el ciclo de conferencias que se presente o las jornadas que se anuncien; el interés exclusivo está en la puesta en escena. Pues bien, en una de esas, desde el patio de butacas, uno de los invitados se quedó impresionado con la suntuosidad de una consejera: “Mírala, es cómo Hillary Clinton, pero de los chinos”.

Si la pregunta, cada vez más reiterada, es para qué sirven las autonomías, en estos actos se pueden encontrar muchas respuestas y, desde luego, en esa espléndida comparación se resume bien el costoso patetismo de la burocracia autonómica. ¿Para qué sirven las autonomías? De momento, para crear una nueva clase política endogámica que despliega sus aires de grandeza en parlamentos de segunda, en gobiernos de segunda. De los chinos, como esos consejeros que se pasean con presupuesto público buscando impresionar.

¿Para qué sirven las autonomías? Antes que contestar a la pregunta con la tentación jacobina de devolver al Estado todas las competencias y, a partir de ahí, fortalecer el Gobierno de Europa y las administraciones locales, antes que propugnar la revolución imposible de empezar de nuevo, al menos deberían aprovecharse los años transcurridos para hacer balance.

Por ejemplo, tendríamos que extraer algunas conclusiones del hecho de que en España, después de treinta años de autonomía, el resultado haya sido que la centralidad se haya fortalecido. Madrid, según apunta la OCDE ha tenido en los últimos quince años un crecimiento medio anual (3,7 por ciento) que dobla el de la media de la Unión Europea. Y en el empleo, ha pasado del doce por ciento de paro a sólo el seis y medio por ciento. La OCDE se deshace en elogios con Madrid: “Está en la senda de convertirse en la tercera ciudad europea como polo inversor, sólo superada por Londres y París”; “Madrid ha sacado partido de la globalización. Se explica entre otros factores por las numerosas inversiones públicas realizadas como el Metro, la modernización de sus administraciones y un proceso migratorio realizado con éxito”.

¿Para qué han servido las autonomías? Es importante reparar en una de las afirmaciones de la OCDE: Madrid ha sabido sacarle provecho a la globalización. El estado autonómico es eficaz cuando significa descentralización de servicios, pero se convierte en una traba cuando se genera una red burocrática, endogámica y clientelar, que despilfarra los recursos y asfixia el desarrollo. Los datos de la OCDE deberían de servir de reflexión en España, pero sobre todo en autonomías como Cataluña y Andalucía.

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22 enero 2008

Sfumato


El eterno misterio de la mirada de la Mona Lisa, de su sonrisa distante, lo encontró Leonardo da Vinci en la vaguedad de los contornos. En vez de remarcar los perfiles de los labios, de los ojos, de la nariz, Leonardo los difuminó con colores suavizados, borrosos, que se integraban difuminados en la expresión hasta deshacer la dureza de otros retratos. No es, desde luego, la única aportación ‘mágica’ de Leonardo en la Gioconda, pero sí una de las más sobresalientes. Los italianos le pusieron “sfumato”, un hallazgo glorioso.

Como la comparación es con Leonardo Da Vinci, podemos imaginar que al valioso fiscal jefe del TSJA, Jesús García Calderón, no le importará que se le diga, ahora que tiene todos los galones del Ministerio Público en Andalucía, que, antes que entrar en el interesante debate sobre la imparcialidad y la independencia, como propone, lo mejor sería eliminar del retrato actual de la Justicia los brochazos de duda que ha ido dando el poder ejecutivo. Ahí están los ejemplos flagrantes del actual fiscal del Estado y el ministro de Justicia, intercambiables en todo.

Es verdad, como asegura García Calderón, que la independencia que se atribuye a los jueces, en detrimento de lo que ocurre con la Fiscalía, un cuerpo jerárquico y ligado íntimamente en su cúpula al Gobierno, no garantiza la imparcialidad en los procesos judiciales. Pero tampoco en el caso de los fiscales, la imparcialidad está garantizada sólo por la naturaleza corporativa de la Fiscalía. En todo caso, podemos pensar que lo que los ciudadanos demandan de la Justicia es ambas cosas a la vez, jueces y fiscales independientes y, por supuesto, imparciales. Que no se trata de elegir, que no son incompatibles. Y lo peor sería que, ante el riesgo evidente de dependencia de la Justicia, el debate se centrara en si galgos o podencos.

El peligro radica en esa técnica de sfumato. Y el hecho de que, a partir de ahora, los gobiernos autonómicos puedan ejercer una mayor presión sobre las fiscalías es un elemento grave de preocupación democrática. Un ejemplo. Quizá recuerden el día aquel que, en el Parlamento catalán, el presidente Maragall acusó a CiU de haber cobrado un tres por ciento en las obras. La fiscalía abrió de inmediato una investigación de oficio. ¿Recuerdan alguna investigación de oficio por una denuncia parlamentaria de la oposición? Y en Andalucía, ¿no es extraño que la Fiscalía ni siquiera se haya inmutado ante situaciones delirantes, como el robo de pruebas fundamentales en un proceso que afectaba al presidente de la Junta de Andalucía?

Confiemos, en cualquier caso, porque García Calderón, en contra de su propia digresión, ha dado muestras sobradas de ser un fiscal independiente, además de imparcial. Pero eso no le libra de que quieran aplicarle la técnica del sfumato. A partir de ahora, además, los brochazos serán mayores. Aunque este fiscal, dirá con Séneca que “los grandes hombres encuentran su gozo en la adversidad”.

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21 enero 2008

Fábula


Si fuera una fábula, no tendría final. Si lo ocurrido en el Ayuntamiento de Sevilla fuera una fábula, ‘La fábula del zorro y el pardillo’, le habrían borrado la moraleja final. Y una fábula como ésa sin moraleja, sin lección de moral ni escarmiento ético, es una invitación pública a la desvergüenza.

Si lo ocurrido en el Ayuntamiento de Sevilla fuera una fábula, el zorro sería concejal de Izquierda Unida, Lolo Silva, que ha sido condenado por culpar de un robo a un funcionario inocente, a sabiendas de que era mentira. Y el pardillo sería un funcionario, José Luis Pardillos, al que convirtieron un día en el centro de todas las miradas, de todas las burlas; el funcionario al que colgaron el cartel de ‘inútil’ e hicieron responsable de que el Ayuntamiento de Sevilla entrase en el Guiness de las barbaridades políticas; el funcionario al que culparon del robo, delante de sus narices, la kilométrica cubierta de la Copa Davis. Era inocente, la responsabilidad de aquel robo no era del pardillo sino del zorro, el astuto zorro de Izquierda Unida. Lolo Silva, que tiene la cara de zorro, la barba de zorro, la mirada de zorro, el descaro del zorro, la risa del zorro. Por eso, aunque una sentencia lo condena al descrédito público, él ha conseguido invertir moraleja. En vez de dimitir, dará lecciones en la Universidad gracias al apoyo municipal. En esta fábula, el zorro puede seguir robando gallinas; la culpa siempre será del pardillo.

¿Será eso lo que, a partir de ahora, enseñe en la Universidad Pablo de Olavide el zorro Lolo Silva? Que la ética de un cargo público consiste en cometer las tropelías que se quieran y culpar luego al primer inocente que se cruce en el pasillo. ¿Será esa la lección que ofrecerá como profesor a los alumnos de Historia del Pensamiento Político? Que el poder autoriza al abuso, que el gobierno consiste en el cinismo y la mentira. ¿Será ése el ejemplo que quiere ofrecer el alcalde a la ciudad? Que sus concejales pueden hacer lo que quieran, sobre todo si son los socios de gobierno, porque lo más importante de todo es su sillón. ¿Será ése el mensaje que quiere lanzar Izquierda Unida? Que esa fuerza política, que en un tiempo abanderó la ética y la honestidad, ha dejado el rumbo en manos de zorros desvergonzados, cachorros atrevidos. Dictadores de barrio sin más principios ni escrúpulos que sus ansias de poder.

En el Ayuntamiento de Sevilla, el abuso de poder al llegado al límite inaceptable de que un concejal de Izquierda Unida culpó de un robo a un funcionario, a sabiendas de que era mentira. Y ahora que la verdad se conoce por una sentencia, ahora que sabemos que el funcionario se ha pasado años amargado, burlado, en tratamiento por depresión, al concejal lo hacen profesor de Universidad y al funcionario no le piden ni perdón. Si fuera una fábula, en el párrafo final no habría moraleja; el cuento se acaba con la imagen del zorro por un sendero, con birrete de profesor, silbando una canción de Estopa camino de la Universidad. «Me la pela, me la pela…»

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18 enero 2008

Bienvenida


Fue con Rodríguez de la Borbolla como presidente de la Junta de Andalucía cuando el PSOE comenzó a cimentar las bases del modelo político que le ha permitido la hegemonía en estos casi treinta años. Mientras que los dos presidentes anteriores, (Plácido Fernández Viagas, fallecido prematuramente, y, sobre todo, Rafael Escuredo) tenían el objetivo puesto en ampliar el poder político de la autonomía andaluza, a partir de Borbolla el objetivo pasa a ser ampliar el poder político del PSOE en Andalucía. Del todo a la parte.

La primera señal clara del cambio de estrategia política se produce, de hecho, con la defenestración de Escuredo. El núcleo dirigente del PSOE andaluz nunca aceptó ni confió en Escuredo; lo arroparon sólo cuando se percataron de que la autonomía andaluza era un eficaz arma de desgaste contra el Gobierno de la UCD. Una vez conseguido el objetivo, la caída de UCD y la llegada al Gobierno, la estrategia cambió y cayó también Escuredo.

Con Borbolla en la Presidencia y Zarrías en la cocina (donde sigue), el PSOE comenzó la ocupación de la sociedad andaluza con dos prioridades fundamentales, las cajas de ahorro y los medios de comunicación. Así nació, por ejemplo, ‘Prensa Sur’, una cadena de periódicos clandestina que el PSOE hizo aflorar y vender hace unos años cuando ya tenía garantizado el apoyo de la mayoría de medios de comunicación andaluces. Con esas dos riendas prendidas, el avance del PSOE en la sociedad andaluza se ha ido extendiendo hasta el momento actual, en el que el control llega a ser tan absoluto que sólo se desvanece por el exceso, se troncha por la podredumbre o la soberbia.

Es obvio que si el esfuerzo esencial del PSOE se ha destinado a consolidarse como hegemonía, el objetivo anterior, la consolidación de Andalucía, queda postergada. ¿Que se ha avanzado? Es evidente. Con la sola inercia de los tiempos y el caudal de fondos europeos recibido, se consigue avanzar. Sobre todo cuando el reto no se sitúa en abandonar los últimos puestos de todas las estadísticas, sociales y económicas, sino en la simple contemplación de la mejora experimentada desde la Andalucía subdesarrollada de la posguerra.

Este PSOE que se presentó ayer es una caricatura grotesca, el peor retrato de todo este tiempo. Chaves con un discurso gastado; algún gancho nuevo y muchos retales de promesas incumplidas y ridículas ensoñaciones. Su estampa de ayer, con el rabino de una sinagoga de Nueva York, firmando convenios para «impulsar acciones en favor de la paz y del diálogo de civilizaciones» lo dice casi todo. El resto queda reflejado en la caradura empleada para esa campaña de publicidad con la que el PSOE da bienvenida a Andalucía, la tierra «del empleo, donde las enfermedades se curan antes de nacer, donde ser mujer ya es una oportunidad, donde hacerse anciano es disfrutar como un niño, donde serás todo lo que quieras ser». Bienvenida, dice. Sí, bienvenida al régimen.

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17 enero 2008

Pimenteles


Al Partido Popular no le crecen los enanos, le crecen los pimenteles. Todos los partidos políticos, vamos a ver, se convierten en estas fechas en un trasiego de puñales porque «estar en la lista», «entrar en una candidatura», «ocupar un puesto de salida» es un elixir de nervios desbocados para los políticos. Una línea roja que separa a los elegidos de los desahuciados. Mucho más en un sistema político como el español, de listas cerradas y prietas las filas, en el que todo dependen de que en la ‘mesa de camilla’ de las ejecutivas correspondientes, el pulgar se mantenga hacia arriba o hacia abajo.

La confección de candidaturas, por tanto, es sinónimo de tensiones internas en todos los partidos, y la cuestión es averiguar por qué sólo en el PP esos episodios cíclicos de crisis acaban siempre en grandes convulsiones, en terremotos que, mientras duran, arrasan con todo lo demás. Podemos aventurar dos posibles explicaciones, cultura de partido y eficacia de la comunicación.

En el primer caso, en la izquierda, el partido aparece como un todo irremplazable, irrenunciable. ‘No hay vida fuera del partido’. Sucede así por el sustrato histórico, por el arraigo social que le ha proporcionado su discurso de clase, y, sobre todo, por los componentes sectarios, casi de pertenencia a un clan, que se detecta en muchas organizaciones. En la derecha, acaso por su esencia liberal, el partido no es un ente sagrado, intocable, de ahí la propensión a romper con todo. «La diferencia entre PP y el PSOE es que los socialistas, cuando caen en desgracia, se marchan a su casa y siguen como militantes, mientras que en el PP, cuando alguien se marcha, da un portazo y monta otro partido», afirmó, contundente y acertado, un viejo dirigente de la derecha andaluza. Únase a esta circunstancia que la derecha española, a diferencia de la europea, se ve obligada a cargar con el lastre de cuarenta años de franquismo. No existe conexión posible en el subconsciente colectivo con la derecha democrática de la República.

La segunda razón que explica estas convulsiones es la tradicional deriva de comunicación del PP. Ya pueden fichar a los estrategas más reputados del mundo, que acabarán involucrados, ellos también, en estas luchas autodestructivas. En su libro de reflexiones, lo explicaba bien Sarkozy: «Hace treinta años, en política primero se actuaba y después de explicaba. Hoy es a la inversa, la comunicación es previa a la acción. Y porque se ha explicado bien algo, la opinión pública nos autoriza a hacerlo».

En el PP es justo al contrario. Lo sucedido con Gallardón es un ejemplo claro, pero sólo el último, de cómo convertir la virtud en defecto. Lo de menos es quién tiene razón, quién es más ambicioso o quién ha puesto las zancadillas. El PP no pierde porque Gallardón no vaya en las listas, pierde porque lo han convertido en un símbolo de sus carencias, de sus prejuicios. Gallardón ahora, como antes Pimentel. Disidentes y desahuciados hay en todos los partidos, pero pimenteles sólo en el PP.

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Cavilación



De la extensa entrevista del presidente Zapatero con el director de EL MUNDO, una frase que marca todo un pensamiento político: «Mi ética es la ética de la responsabilidad». Desde los filósofos griegos, que pusieron los cimientos de la ética y de la política, el concepto no había sufrido un manoseo igual. Tan retorcido se presenta en boca de Zapatero como aquel otro de la tolerancia. Por cierto, si la tolerancia se impusiera como norma en el PSOE tendría representantes tan dispares como el presidente Zapatero, que sigue concediendo grandes entrevistas a EL MUNDO, y el presidente Chaves, que sigue poniendo querellas contra EL MUNDO. Y no será porque en este periódico no se haya criticado al Gobierno de la nación. Por ejemplo, antes, durante y después del juicio del 11-M. En fin, rivalidades propias de la tolerancia y del talante, demonios internos del poder. A Chaves le puede el talante. Lo delata.

Pero, a lo que íbamos, que el presidente Zapatero, cuando le han preguntado que cómo pudo soportar la negociación con ETA después de los dos primeros asesinatos, cuando le han inquirido que cómo es posible que no sintiera ningún reparo moral a seguir negociando, ha contestado que su ética es la ética de la responsabilidad. Ojo, porque en esta afirmación va contenida la escala de valores del presidente: La ética de la responsabilidad es la carencia de ética.

La responsabilidad, como el deber y como la fidelidad en el ejercicio de un cargo público, tiene que estar necesariamente por debajo de la ética. La ética es el umbral, el frontispicio de mármol de ese templo antiguo de la política, de la función pública. ‘La ética de la responsabilidad’ es una degradación del concepto; una limitación inaceptable para los ciudadanos y un atajo peligroso para los gobernantes. La ética de la responsabilidad es la justificación baldía de lo que no se debe hacer y, sin embargo, se hace.

El Gobierno de la nación, al principio de la legislatura, aprobó con todo el boato un Código de Buen Gobierno que pretendía llevar la ética más allá incluso que las exigencias legales. «No se refiere tanto al cumplimiento de las normas legales, a lo que es legal o ilegal, que está claramente explicitado en las leyes, sino más bien a lo que es correcto o incorrecto, a lo que afecta a las actitudes, los valores, la ética en suma». El problema de los políticos demagogos es que, a menudo, se enredan en sus propias cavilaciones.

Preocupa, en fin, el presidente cuando dice estas cosas. Le queda mejor la divagación que estas cavilaciones. Ya lo destaca Joaquín Leguina, uno de los más feroces desencantados del zapaterismo. En su blog, Leguina recurre a la exégesis de Suso de Toro y rescata una frase memorable de Zapatero. «Ideología significa idea lógica y en política no hay ideas lógicas». Que no, que lo mejor de Zapatero es el talante, las formas, la imagen. Cuando se pone a cavilar, se descubre todo lo demás.

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15 enero 2008

Mentiras


Entre las tolerancias equivocadas, perniciosas y enquistadas de la sociedad española se encuentra la mentira. Se le concede tan poca gravedad, que hasta se valora el refinamiento del mentiroso como una virtud. Sinónimo de astucia. Se justifica, se valora y, finalmente, se asume como una excelencia. Podríamos abrir un debate interesante al respecto sobre si la consideración de la mentira nos viene de herencia romana o por tradición árabe, pero parece claro que en los países anglosajones la percepción de la mentira es distinta. Y allí, como socialmente a la mentira no se le concede ningún plus de ingenio, como no se le otorga ningún justificante de inteligencia añadida, cuando se descubre a un político mentiroso no existe debate: Se desprestigia. Aquí, ya ven, no sólo no ocurre sino que, cuando pasa, el debate se resuelve de un plumazo con un lapidario callejero: «Todos mienten». Y en paz.

De todas formas, que éste sea el paisaje, no presupone que se tenga que aceptar que la mentira se incluya entre los derechos constitucionales de los españoles, mucho menos de la clase política. Más bien al contrario, es necesario declararle la guerra abiertamente a la mentira y repetir, hasta la saciedad, que un mentiroso no puede permanecer en responsabilidades públicas. Porque una cosa es el error, la equivocación o la torpeza, y otra muy distinta es la mentira, deliberada, consciente. Esos son los límites, el respeto de las reglas del juego de una democracia. Lo expuso bien Julián Marías hace años, apuntando a la política: «El único remedio conocido para esta lacra, que perturba y corrompe una parte considerable de la vida pública, muy especialmente de la política, es detectar, reconocer, retener la mentira allí donde aparezca. La mentira deliberada y comprobable no puede aceptarse, porque vicia toda la discusión, pervierte el uso legítimo, absolutamente necesario, de la palabra».

En esta historia del espionaje, como quizá habrán observado, existen dos versiones bien distintas. Lo que publicó EL MUNDO ha sido después ratificado por sus protagonistas, se respaldó desde el principio en pruebas documentales y, finalmente, lo ha ratificado la Justicia en una sentencia. Pero, ¿y la otra versión? ¿Qué pruebas ha aportado hasta ahora el presidente Chaves de que todo lo ocurrido es «un montaje mafioso», en el que incluye a este periódico? Ninguna. Por eso ha perdido el juicio. Porque su mentira es comprobable.

Cuanto un dirigente miente y persiste en el engaño, la desolación es un sentimiento de proximidad porque las mentiras del poder, difundidas y reiteradas con fuerza imparable, provocan impotencia y miedo. Una vez superados esos sentimientos, ya sólo queda la duda de por qué. ¿Por qué, tantos años después, Chaves sigue empeñado en lo que él mismo sabe que es mentira? Que no inventamos nada, que no falseamos nada. ¿Por qué? Vayamos a Juan de Mairena: «Se encargan de mantener en el mundo el culto de todas las mentiras porque piensan que, fuera de ellas, no podrían vivir».

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Esfinge



Contemplaba extasiado a una joven que limpiaba el portal de su casa, una morena de ojos negros con el pelo recogido en un moño, cuando un fugaz remolino de viento se cruzó delante de la fregona, arrastrando algunas hojas secas de las aspidistras del zaguán. La muchacha frunció el gesto y se pasó la mano por la frente. Erguida, apoyada con las dos manos en la fregona, miró hacia adentro y gritó: «Mamá, ¿está cerrada lo que es la ventana?». «Sí, hija», respondió una voz desde el interior. Y ella, otra vez: «Pero lo que es el cristal, ¿está cerrado?». «Sí, sí». Es difícil describir el impacto. Acaso se podría añadir que aquel espectáculo de belleza juvenil se desvaneció en «lo que es la ventana». O en «lo que es el cristal».

El ‘loqueismo’, qué plaga. Aunque por los años que dura, más bien se trata de un mal endémico del lenguaje. Hace ya años, un pintor llegó a casa y, nada más entrar, detalló su jornada: «Primero, le pintaré lo que es el salón, luego lo que es el pasillo y, por último, lo que es la entrada». Viene de antiguo, sí. La lengua siempre ha estado amenazada por atrofias como éstas y siempre se han propagado a una velocidad difícil de explicar. De repente, todo el país se pone a cometer las mismas barbaridades, a destrozar el lenguaje con las mismas expresiones. Y podríamos explicar, por los medios de comunicación, por qué se propaga a tal velocidad, ¿pero cómo explicar tanta aceptación? No conozco ningún estudio sociológico al respecto, pero es probable que el personal asuma las incorrecciones pensando todo lo contrario, que esos giros atroces son propios de un lenguaje culto y refinado.

Tiene que ser ésa la explicación porque de otra forma no se entiende que todo el mundo utilice con fruición las incorrecciones que antes nadie cometía. «Son cosas que los españoles sabían, que detestaban. No acaba de entenderse por qué, de pronto, se les ha puesto el idioma viscoso, y les da lo mismo esfinge que efigie, copia que ejemplar, conducir que dirigir, Milan que Milán… Larvas que infectan los sesos de una comunidad que antes distinguía muy bien el arre del so», lamentaba hace años ya Lázaro Carreter en sus impagables dardos.

Los vicios vienen de antiguo y, para colmo, lo que se ha ido agigantando con el tiempo es la contaminación añadida del lenguaje político, cursi y rebuscado. Cosas como esa de que, de un tiempo a esta parte, todo el mundo busque su espacio. Si un tipo se quiere emancipar, ya no busca una casa, un piso, busca su propio espacio. Y en el trabajo, nadie pide un despacho, sino que le reclama su espacio. Los amantes ya no buscan una calle oscura, una farola fundida, un hotel de medianoche; también buscan su espacio.

En suma, que sólo nos faltaba a los andaluces que, en vez de normalizar el habla, en vez de superar el complejo histórico del acento, en vez de abrogar tópicos, en vez de mejorar, o sea, que encima se añadieran ‘loqueismos’ y espacios. No hay remedio, no. Y si Lázaro Carreter hubiera contemplado la escena de aquella lozana, la hubiera inmortalizado en un artículo. ‘De cómo la efigie pasó a esfinge en lo que es un zaguán’.

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Patria




El presidente Zapatero ha pedido patriotismo para superar la crisis económica. Que se recuerde, ésta ha sido la primera vez que, ante un problema español, el presidente ha invocado el patriotismo. Lo cual, que para el presidente la patria es más bien una excusa, una coartada. Oportunismo. Hay mucho de subconsciente en la elección de la economía como argumento para invocar el patriotismo, porque revela que el presidente entiende la patria como moneda de cambio. Ahora sí, ante el problema de los precios, pero no antes, en debates más propios de la patria.

La economía es la única patria de Zapatero. Eso nos desvela con esta apelación al patriotismo cuando suben las patatas, se desboca el medio pollo estadístico y se hace incomprensible el precio del pan. Porque ha habido debates en los que, precisamente, la falta de Zapatero, como presidente de España, ha sido no poner por encima de todas las cosas el patriotismo; que patria es unidad y solidaridad, es historia común y proyectos de futuro. La patria como orgullo, como patrimonio, como identidad. No como agresión ni exclusión. No como ceguera ni como ideología. Patria, que no patrioterismo.

Patria a la manera que la entendían los socialistas de la Segunda República, como Indalecio Prieto, Besteiro, Martínez Barrio o Fernando de los Ríos. «Me siento cada vez más profundamente español. Siento a España dentro de mi corazón, y la llevo hasta el tuétano mismo de mis huesos. Todas mis luchas, todos mis entusiasmos, todas mis energías las he consagrado a España», dijo Indalecio Prieto cuando fue ministro de Obras Públicas y presentó un plan de obras en todo el país «para la conquista interior de España». No parece, desde luego, que éste haya sido el norte patriótico por el que se guía Zapatero, que no parece que tenga un concepto claro de España ni de patria.

En estos cuatro años, el presidente, y con él todo el PSOE que lo arropa, ha pasado de la duda sobre el concepto mismo de nación a esta etapa de ahora en la que, como anteayer, aparece en un escenario con tres banderas de España detrás. Tres, no una. Eso es cosa de las encuestas, que le han dicho que los españoles andan cabreados con sus desvaríos nacionalistas y el presidente, para no ser menos, llena las radios de anuncios del «Gobierno de España» y se coloca detrás del atril tres banderas en un monumento a los caídos. ¿Será por banderas? Pero también la inflación, el exceso, denota el oportunismo que decíamos antes. La inflación del pollo y la inflación patriótica.

Zapatero, en fin, invoca el patriotismo como estratagema, sin saber nada del concepto. Dijo un día, en ocasión de la presentación de unas obras completas, que Manuel Azaña «era un español que entendía por patria la igualdad de los ciudadanos ante la ley». No es así. Claro que la patria es igualdad, pero eso está en la Constitución. La patria de Azaña también era un sentimiento. «Cuando se tiene el dolor de español que yo tengo en el alma…» Esa patria nunca ha estado en la boca de Zapatero.

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10 enero 2008

Cambio



¿Qué es el cambio? En política, como se está viendo estos días en los Estados Unidos, todos los candidatos rivalizan sobre quién de ellos encarna mejor el cambio. En el último debate entre los candidatos demócratas, casi se llega al colapso. O al absurdo, según se vea. Para Obama, el cambio está en el mensaje: «Las palabras inspiran, la gente está hambrienta de una forma diferente de hacer política». Anotamos, pues una primera versión del cambio: Según Obama, la secuencia del cambio nace inexorablemente en el discurso, que logra movilizar a una gran cantidad de personas y, gracias a ese apoyo nuevo y multitudinario, se pueden acometer los cambios que se precisan.

Parece evidente, siguiendo ese esquema, que cualquier promesa de cambio debe presentar, no sólo un discurso distinto y propuestas nuevas, sino que también debe estar encarnado por un líder nuevo, «no contaminado» por la batalla política precedente. Eso es justo lo que sitúa en desventaja a la otra candidata demócrata, Hillary Clinton, que no presenta ninguna novedad. Por eso, Hillary Clinton desconfía de la mera retórica. «Las palabras –dice– no son acciones. Hacer cambios no es decir lo que crees ni hacer un discurso, sino trabajar duro». Segunda interpretación del cambio, por tanto: Las palabras no conducen al cambio si detrás no existe un dirigente experimentado que garantice la aplicación de las medidas que se proponen.

A la pugna sobre quién representa mejor el cambio, podríamos seguir sumando candidatos, incluso del bando republicano, hasta llegar a la inflación absoluta del término. No es raro; la desideologización de los mensajes políticos y la mercadotecnia en las campañas electorales divide ahora el territorio político de otra forma. Sobre la división clásica de izquierda y derecha, se superpone este nuevo reparto en torno al cambio. Además, se pueden sumar valores contrapuestos, la izquierda apelando a la continuidad, a conservar, y la derecha abogando por revoluciones.

Ése es, justamente, el panorama electoral que vamos a vivir en España y en Andalucía en las próximas elecciones. Desde hace meses, de hecho, se pueden ver carteles de Javier Arenas por toda Andalucía proponiendo la hora del cambio político. Como le ocurre a Hillary, el problema de Arenas es que propone un cambio sin que él mismo suponga ninguna novedad. En su favor, el atroz agotamiento del sistema político andaluz. Mario Vargas Llosa, partidario desde antiguo de Obama, escribe en la web del candidato demócrata: «Kennedy inyectó a la sociedad estadounidense un formidable dinamismo y un contagioso idealismo a toda la generación joven. Y eso es lo que necesita a gritos EEUU después de este período de mediocridad, confrontación y desgarramiento».

¿Qué es el cambio? Quizá, por lo manido del término, no sepamos bien quién lo garantiza. Ante esa confusión, sigamos la receta de Vargas Llosa: La necesidad de cambio suele ser un grito, o un clamor, de la sociedad que no se oye en las esferas políticas hasta que alguien logra canalizarlo. Esa es la tarea. Lo demás se queda en palabras.

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08 enero 2008

Trincheras



El otro día, a la salida de una de las entrañables recepciones de Navidad, una colega de otro periódico se me acercó con la copa en la mano. «Columnista de mierda, que escribes en EL MUNDO. Vosotros sois el régimen, no Chaves». Acababa de dictarse la sentencia sobre el caso del espionaje, sentencia judicial absolutoria y revés político para el presidente al demostrarse que contamos la verdad. Así que me quedé mirándola, sorprendido por la mezcla emotiva del compañerismo con el espíritu de la Navidad. Y le di dos besos.

Umbral lo hubiera escrito más o menos así. Ya lo hizo, de hecho, en una de las columnas más memorables, aquella que describía el carácter inabarcable de este periódico anárquico, plural, vacilón, osado y, por encima de todo, desconcertante e imprevisible. Decía Umbral: «Escribir en este periódico se va convirtiendo en un problema social, ambiental, político y costumbrista. Este extraño y facilísimo papel que aquí producimos se vende mucho y se lee muchísimo, pero el nacional educado de siglos en el periódico de cercanías, amigo de sus amiguetes y faldero del cacique político, no entiende nuestro mensaje múltiple, que tiene todas las letras de la palabra democracia, ni más ni menos».

De ahí, de esa sustancia heterogénea, la mala hostia de algunos contra estas cuartillas que escribimos a diario; de ahí, el espectáculo de estos días en el que las reacciones más furibundas por la sentencia absolutoria provenían de algunos colegas. De ahí, la paradoja y el vértigo de que organismos internacionales de prensa se hayan hecho eco inmediato de cuanto sucedía, mientras que aquí, unos callaban y otros pedían la condena de EL MUNDO.

Ocurre, sin embargo, que intentar convertir esa bilis desparramada en flagelo es una tentación tan grande como injusta, porque esa minoría no puede ocultar la oleada de satisfacción que ha despertado esa sentencia. Sólo vale la pena detenerse en ese fenómeno para entender la distorsión a la que se ve abocada la lógica democrática por el peso asfixiante de una hegemonía política. Sólo vale la pena detenerse en el estupor que produce que algunos piensen que este oficio es una guerra de trincheras y que quienes están enfrente, en la batalla diaria, son otros periodistas, como señala acertadamente Nani Carvajal, mi presidenta en el oficio.

Todo es más sencillo, en fin. En estas páginas no ni hay una sola afirmación incuestionable. No hay verdades absolutas. Acaso el orgullo de saber que en este periódico, cuando uno de nosotros publica una noticia, nadie se arruga por las presiones de fuera. Para la gente de EL MUNDO, si hay trincheras, en la de enfrente sólo están los abusos del poder. Defendemos con tozudez aquello en lo que creemos. Hasta lo jartible, es verdad. Y seguimos al dictado a Kapuscinski: «Una cosa es ser escépticos, realistas y prudentes, y otra muy distinta es ser cínicos. El periodismo no puede ser ejercido correctamente por nadie que sea un cínico».

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07 enero 2008

Trafalgar



El mar va escupiendo muertos con el ritmo de los días del año, como uvas de sangre. Seis días, seis muertos. Dos mil ocho se ha despertado con esa cadencia de cadáveres en Trafalgar. Ya van seis muertos, seis jóvenes marroquíes que naufragaron con su patera en la Nochevieja. Seis ahogados, seis mujeres y hombres sin nombre, tantos como los días del año. Cuando un año amanece así, enumerando los días con el último grito de esos jóvenes, el calendario pasa sin esperanza porque entre esas olas, cuando se llenan de muerte, sólo existe el atardecer.

Seis días, seis muertos. Las olas han ido enredando los cadáveres en las rocas del cabo de Trafalgar, a los pies del faro de aquel promontorio que la historia ha dejado para siempre con el sello de la derrota. Se hundieron allí, a pocas millas de este mismo cabo de Trafalgar, los delirios de grandeza del imperio español y francés como ahora se ahogan el orgullo y la dignidad de las sociedades desarrolladas. La grandeza de los estandartes de la armada española escondía la miseria de sus soldados, aquellos desdichados, reclutados entre los supervivientes de una epidemia de fiebre amarilla que azotaba Andalucía. «Llenamos los buques de una porción de ancianos, de achacosos, de enfermos e inútiles para la mar», escribían en sus diarios los generales de la armada española para vergüenza de decadente realeza española de Carlos IV.

En seis días de 2008, seis cadáveres han amanecido flotando junto al Faro de Trafalgar. La patera encalló y nadie sabe cuántos perecieron ahogados y cuántos lograron alcanzar la orilla. Lo único que sabemos es que ese rosario de muertos de la inmigración vuelve a convertir Trafalgar en el escenario de una nueva derrota histórica; en metáfora, doscientos años después, de los delirios de grandeza de un monarca, el marroquí, que entretiene a su plebe con batallas territoriales mientras se llenan las pateras de desdichados. Cada muerto en el Estrecho es un aldabonazo en la conciencia del mundo desarrollado, sí, porque no puede llamarse civilización a ninguna sociedad que mire para otro lado ante este drama. Pero, junto a las contradicciones de este mundo rico, Trafalgar es el espejo sangriento en el que se reflejan las mentiras de Mohamed VI, la viciada estrategia de tapar el hambre con banderas patrióticas, de ocultar la falta de libertades con agravios territoriales.

España y Marruecos han solucionado en estos primeros días del nuevo año sus problemas diplomáticos. El ministro Moratinos ha entregado una carta de Zapatero al monarca alauí pidiéndole la vuelta a Madrid del embajador de Marruecos, y Mohamed VI ha aceptado. Nadie sabe qué decía la carta, pero seguro que ni una línea sola hablaba de este rosario de muertos. Seis días, seis muertos. El mar va escupiendo sus cuerpos desde la Nochevieja como el tañido triste de campanas de entierro.

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04 enero 2008

Los amos



Les dicen los ‘reyes del ladrillo’, así en plan despectivo, como si no fueran más que unos especuladores, pero son tipos que van más allá, gente que ha nacido con un guión de cine en la cabeza. Sus vidas son de película, nos emboban, nos deleitan, nos entretienen. Lo de la Nochevieja de Colonial, por ejemplo. Qué jugada maestra. Parece diseñada por un guionista de Hollywood, en plan atraco perfecto, pero sin atraco. La cuestión es el vértigo que da pensar que mientras toda España andaba pendiente de las caderas de Igartiburu, unos tipos hacían transacciones de decenas de millones de euros. Todos cantábamos como bobos a Mecano, «entre gritos y pitos/, los españolitos/, enormes, bajitos,/ hacemos por una vez/ algo a la vez»... ,¿Todos haciendo lo mismo? Jo, ni siquiera ese día los españolitos hacemos lo mismo. Ellos andaban a lo suyo, con los mercados cerrados y el personal yendo a por uvas, que nunca el refrán tuvo mayor acierto colectivo.

¿No siente ese vértigo? Sí, la inquietud de descubrir, de repente, que estamos al margen de todo cuanto ocurre y de cuanto va a ocurrir; el regusto amargo de saber que no pasamos de panolis en esta vida; la frustración de contemplar que hay momentos cargados de emotividad, como en la Nochevieja, que pensamos que somos los únicos protagonistas, y resulta que sólo somos extras y que la película es otra muy distinta. Lo nuestro son las cenas familiares, las fiestas con los amigos, las excursiones al Caribe con la factura a plazos, pero la película es ésta otra, la de Colonial. A golpe de teléfono, lo mismo se transfieren grandes fortunas, que se logra que dos gobiernos socialistas, el de Zapatero y el de Chaves, se pongan a tu disposición. Hasta le abrieron sus cajas de ahorro en la Nochebuena. Por si colaba.

Luis Portillo. Así se llama. Sus biografías dicen que salió de la nada. Una de las grandes fortunas del país es, además, uno de los grandes desconocidos. Muy pocos saben cómo este sevillano ha podido amasar una fortuna tan enorme en tan pocos años. Sólo ofrecen datos sueltos, que si sus buenas relaciones con el socialismo andaluz a través del influyente alcalde de Dos Hermanas, su paisano; que si sus espléndidas conexiones con El Monte, en la etapa de Beneroso como reputado militante... Poco más se sabe del origen. Bueno, sí, que «la Expo fue su trampolín».

Luis Portillo, por su lado, sólo nos ha dejado una frase lapidaria sobre la clave de su éxito: «Ver, luchar y dar el salto». En esta aventura colonial, desde luego, suena a Julio César. «Llegué, ví, y vendí». Sólo falta que repliquemos a coro, ‘Ave, rey del ladrillo, los que se pagan hipotecas, te saludan’.

Nochevieja de 2007. Mientras nosotros, todos, estampábamos en cada beso la ilusión de un año nuevo, ellos tenían al Gobierno al otro lado del teléfono y ya sabían con qué noticia nos íbamos a desayunar en 2008. Les dicen los ‘reyes del pelotazo’, pero lo de estas fiestas los acredita como gente de cine. Son los ganadores. O mejor, en lenguaje de película americana, son los amos. Los putos amos de España.

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03 enero 2008

Sotanas



Debe haber pocas estampas más patéticas que la de un cardenal, vestido de cardenal, en lo alto de una tarima, micro en mano, al final de una manifestación. Como Rouco Varela el domingo pasado. Hasta un sillón repujado, que parecía de un altar, y una alfombra roja le llevaron al cardenal, para colocárselo detrás del atril. Es tan incompatible la dignidad eclesiástica y la estética de las manifestaciones que cuando un obispo acude vestido de obispo a la cabecera de una manifestación, no tiene más remedio que acabar convertido en un ente extraño, chirriante, un postizo inadecuado. Una caricatura, una deformación.

Fuera de la caoba del coro, lejos de las piedras centenarias de las catedrales, alejados del incienso mitológico de una celebración, las mitras parecen siempre de carnaval. Y tendrían que ser, sobre todo, los propios jerarcas de la Iglesia los que cuidasen estos detalles porque no conviene frivolizar con estas cosas. Cualquier ceremonia de la Iglesia, cualquier celebración tiene la esencia de los protocolos eclesiásticos, posiblemente el mejor ritual ideado por el hombre. Lo mismo que jueces, fiscales y abogados saben que las formas en la Justicia, el ritual de las togas y las puñetas, son tan importantes como las leyes, los cardenales tendrían que aprender lo mismo. La apariencia forma parte de la esencia. Les suele ocurrir a quienes administran las cosas que no son de este mundo, como la Justicia y la Eternidad.

Ocurre, sin embargo, que aunque esos cardenales (no todos, por cierto, que algunos cardenales como el de Sevilla no se han manifestado) caigan en el ridículo de esas fotos, nada ni nadie puede impedirles que se manifiesten. Con sotanas, clériman o con un jersey de cuello vuelto al estilo de aquellos que utilizaba Marcelino Camacho... El derecho a manifestarse, el derecho a protestar, a decir lo que se piensa es lo primero que se aprende en una democracia. La primera lección. Y no aparece en ningún artículo de la Constitución que los curas no puedan manifestarse contra un Gobierno.

¿Quién es José Blanco o Manuel Chaves para, como ocurrió ayer, lanzarle una advertencia a los obispos? ¿Qué es eso de decir que, para opinar del Gobierno, hay que presentarse a las elecciones? ¿Qué esconde esa limitación de resonancias franquistas, de ‘la política para los políticos’? No, no, eso es lo que quisieran esos tipos, manejar la política a su antojo, como si jugaran al monopoly, en la mesa de camilla de partido.

Muchos en la Iglesia no comparten estas protestas rancias, el rosario de valores y principios, como bolitas de alcanfor, de cardenales como Rouco. Incluso cuando se comparte que existe la necesidad de una reflexión profunda sobre las consecuencias que tiene en la sociedad la degeneración progresiva de la familia, sencillamente porque ése ha sido el pilar sobre el que se ha sustentado la civilización que conocemos. Pero estos que casan a sus hijos en la catedral y luego mandan a callar a los obispos para buscar votos, que no nos hagan comulgar con sus gastadas ruedas de molino.

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02 enero 2008

Guadiana



Es un hotel de ventanas blancas que se refleja en el río. A lo lejos, los desconchones de pintura ofrecen la imagen equivocada de un edificio abandonado. De todas las habitaciones, eligió una del último piso que parecía abalanzarse sobre la acera, como un pequeño precipicio. Justo en el centro del edificio. En el balcón sobresaliente, una pequeña terraza con dos butacas pequeñas de anea y una mesilla con la tapa de mármol. Justo encima, corona el edificio un semicírculo de azulejos de colores que le pone nombre a aquellas paredes antiguas: Grande Hotel Guadiana.

Si acabó con su mochila de cuero en la recepción de aquel hotel fue porque los atardeceres de la playa en la que se encontraba lo empujaron hasta la misma raya de Portugal. En toda la costa andaluza, sólo en Ayamonte el sol consigue esconderse cada tarde en un horizonte virginal. Es casi un efecto óptico, pero sucede así en Isla Canela, en la desembocadura del Guadiana. Ninguna urbanización más allá se interpone entre este sol de invierno y estos atardeceres negros y rosas. Nada entre el sol y la arena que el viento ha alisado como un pan de azúcar; nada entre el sol y las marismas. Para tocar el horizonte, para formar parte de él, sólo había que cruzar el río. Y desde aquella habitación, contemplar la última noche del año, el último atardecer, y luego el primer sol del año nuevo.

Se fue a buscar España fuera de sí misma. Quería encontrarla más allá de sus fronteras, en el silencio de otras lenguas que no replican nuestros hartazgos, en la cordura de otros mundos en los que no se oye la bronca diaria, este navajeo cainita, esta pesadez de egoísmos. Este patético desfile de engreidos barones regionales.

Doscientos años después del Dos de Mayo de 1808, España celebra la efeméride sin saber todavía quién es. Y no es que entonces, hace doscientos años, el sentido patriótico fuese unánime en España, porque, aunque aquella la rebelión acabó siendo contra el invasor francés, en el estallido cristalizaron los muchos males del momento. Pero el pueblo se rebeló y fue en España donde comenzó el ocaso Napoleón. En Madrid, en Bailén, en Cádiz…

Quiso ver España desde lejos y la miraba desde este balcón, este hotel antiguo que, en la estrechez de los pasillos, insinúa aventuras guardadas de contrabandistas y de amores fallidos, de conspiraciones políticas, de amantes fugitivos. Pequeños cristales cuadrados cubiertos de visillos blancos, diminutas banderas de encaje que ondean cada mañana con la brisa salada del mar, y una botella de champán para descorcharla en cuanto estalle el estruendo en la calle, el eco tardío de las doce campanadas rituales.

Se fue a buscar España fuera de sí misma, para verla de lejos. La nostalgia no es una copla de Concha Piquer; la nostalgia de España es la desolación de una historia de oportunidades perdidas. La nostalgia es el sentimiento quebrado, la añoranza de lo que pudo ser. Se ve mejor desde aquí. En la desembocadura de un río que, como España, aparece y desaparece.

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