El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

27 septiembre 2011

Toro tricolor



Era tan grande la consideración que tenían los toreros en la España de la República que a Belmonte lo que más le irritaba era la moda de apadrinar niños por toda España. A todas horas, en todos los pueblos, «un padrino universal» se sentía Belmonte. Y como quiera que el matador era retraído, que le incomodaba tanta ceremonia y tanto sobe público, siempre repetía lo mismo, para quitarse el encargo de en medio: «No sabe usted cómo lo lamento, pero no puedo bautizarle a la criatura porque tengo la superstición de que todos los niños que bautizo, se mueren al poco tiempo». A lo que un padre, que llevaba a su hijo en brazos, le contestó sin necesidad de pensarlo: «No me importa». Aquel era el Belmonte de la cumbre de su carrera, cuando toreaba más de cien corridas al año y estoqueaba en una temporada doscientos cincuenta toros. Así era y nadie, en la España de la República, llamaba asesino a Belmonte ni a ningún otro torero porque los dos, la República y los toreros, nacían de la misma ambición, compartían el mismo sueño y se sacudían de la ropa el polvo de la misma miseria. Un torero como Belmonte era para el pueblo un ídolo, un referente moral, la venganza del pobre frente a la condena de una vida de penurias.

En alguna de las protestas antitaurinas que se celebran en España, he querido ver alguna bandera de la República, quizá porque los mismos que la defienden consideran que un republicano no puede ser otra cosa que antitaurino. Republicano, de izquierdas y antitaurino. Es otra deformación más de los que ni son de izquierdas ni son republicanos. Ahora que ya han cerrado la plaza de toros de Barcelona, el debate ha vuelto a suscitarse en toda España con el defecto incorregible de que se le intenta encontrar una lógica, una trascendencia, a lo que sólo tiene como sustento la estructura mental del fetichismo, la consigna y la corrección política. Allá Cataluña con esta deriva, que sólo les pertenece a ellos y que sólo ellos pueden solucionar el día que se den cuenta del empobrecimiento al que les conduce esta ceguera nacionalista. La fiesta de los toros no se va a perder, pero la Barcelona culta, universal, abierta, transgresora y tolerante ya va camino de su propio olvido.

«En torno al torero se mueve la humanidad más extraordinaria y pintoresca que pueda imaginarse», solía decir Belmonte, solía escribir Chaves Nogales. Yo, que jamás asisto a una corrida de toros, así lo creo; porque esta gente sí ama el campo, y lo cuida, lo respira en cada amanecer; esta gente sí respeta a los animales y los tratan como tales, ni como osos de peluche, ni como clases oprimidas, ni como iguales; esta gente del toro es, en su inmensa mayoría, gente humilde que sabe mirar a la cara y estrechar la mano, que jamás olvida sus orígenes, la necesidad, la sencillez. Frente a esta gente, frente a la historia del toreo, qué representan esos otros. Eso. Nada.

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Los nietos



La ruina de los nietos es la que estamos viviendo, la que está sacudiendo Europa. La ruina de los nietos es el concepto que ha encontrado un dibujante de viñetas en Grecia para intentar explicar lo que todos están padeciendo. «La democracia-oligarquía mata a sus nietos», ha escrito en una de las viñetas del periódico y, aunque de lo que habla es de aquel desastre, parece que el concepto quiere volar, saltarse las miserias helenas para explicarnos también la propia decadencia europea. Los nietos somos todos nosotros, los europeos; somos los que vivimos esta crisis, los que asistimos a la implacable decadencia de la importancia geoestratégica y económica de Europa; somos los que hemos heredado unas estructuras políticas infladas, atrofiadas, que crearon nuestros abuelos, entre guerras y penalidades.

¿Bastan cien años para contemplar ese declive? La democracia oligarquía, que es la democracia de unos pocos, que se referirá a la saga de los Papandreu en Grecia, también es un concepto que va más allá, porque sirve para expresar el desapego de una gran parte de la población frente a la clase política; porque la ve distante e interesada, porque la considera una casta privilegiada, como en Italia. O porque se intuye, como en España, que la clase política es un problema en sí mismo, uno más añadido a la lista de problemas invariables en las preocupaciones ciudadanas. Los nietos de las democracias modernas somos nosotros, este tiempo. Somos los nietos, los mismos que tenemos que optar entre liquidar lo mucho que aún queda o asistir al entierro de lo que pudo ser. Porque esta herencia que parece maldita, condenada al fracaso de la inercia y de las estructuras inamovibles, tiene todavía mucho por defender.

La única ventaja que tienen estas ‘situaciones límite’ es la posibilidad de observar, sin camuflajes, dónde nacen los problemas, dónde comienzan las quiebras, en qué momento se torció todo. «Estamos ante toda una generación que tiene que aniquilar el legado del gigantesco y completamente ineficiente aparato estatal, basado desde el principio en las relaciones clientelares». También este análisis pertenece a la realidad griega, pero en absoluto nos es ajeno. Cada pedazo de Europa puede verse reflejado, a su forma, en esa herencia. Aquí, en Andalucía, sólo hace falta pasear por los edificios oficiales para respirar el clientelismo y la ineficiencia. Nos faltaba un escándalo mayúsculo como el de la trama de los ERE para entender cómo se ha dilapidado una fortuna en favores y sectarismo; también el PSOE de Andalucía ha gobernado todos estos años basándose en el principio de las relaciones clientelares y también aquí observamos ahora, por encima de cualquier otra crítica, cómo a los propios profesionales que trabajan en el servicio público lo que más les preocupa es la ineficiencia a la que se ha llegado.

Son los nietos de las democracias modernas quienes contemplan ahora la realidad de la herencia, las deudas impagadas, las hipotecas vencidas, pero también los sueños rotos, los ideales vencidos. Crisis económica y, mucho antes, crisis de las ideologías. Los nietos de las democracias modernas somos nosotros, sí, este tiempo; pero si los nietos se quedan con los brazos cruzados…

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23 septiembre 2011

Chacras



Esta mujer que llega, que se sienta y se desespera porque no encuentra en su bolso la cajetilla de tabaco, está nerviosa y asustada porque hace dos noches, miró hacia dentro y se vio al borde del abismo. Esta mujer que se toma a sorbos el café, que deja la mirada perdida por encima del borde de la pequeña taza de loza blanca, tiene vergüenza de contar lo que le ha ocurrido porque todavía hoy, tantas horas después, no entiende qué le pudo pasar para que la noche de anoche se quedara atrapada en una llamada de teléfono, horas y horas, hasta el amanecer. Todo sucedió deprisa, se acabó la película que ponían, apuró la coca cola, apagó el cigarrillo y, justo cuando iba a pulsar el botón para desconectar la televisión, una voz serena la invitó a contarle lo que le pasaba. “No estás sola. Y yo te puedo ayudar”. Mil veces mil que hubiera oído ese mismo anuncio de televisión lo hubiera ignorado sin más. Pero aquella noche, no. Porque estaba sola. Porque necesitaba ayuda. Porque era verdad. Y marcó el teléfono.

Quien contestó al teléfono se llamaba Bruno. “Dime qué te ocurre”, y yo sin más se lo conté. Me dejó hablar y hablar, no me interrumpía más que para pedirme que le aclarase alguna cosa, o para que le contara alguna cosa de ni niñez, de mi familia, de mi situación sentimental. Me escuchaba, me atendía y su voz pausada, grave y pausada, me iba acariciando el oído, como el Om de los budistas, y me reconfortaba. Luego de soltarlo todo, con una voz de autoridad que me sobrecogió me dijo que sabía lo que me pasaba. ¿Recuerdas a una niña de pelo negro y rizado cuando estabas en el colegio? Claro, le contesté. Pues esa es la causa de todos tus males. Fue en la fiesta de fin de curso, te ha traspasado una energía negativa que ha trastornado todos tus chacras; tenemos que limpiarlos uno a uno porque sólo de esa forma las cosas comenzarán ir mejor. ¿Los chacras?, pregunté. Tu cuerpo, como el mío, tiene siete centros de energía, siete pequeños remolinos. Por los sacras puedes sentir y gozar, son la fuente de tu inspiración, de tu belleza, de tu inteligencia. Por los sacras encontramos la serenidad y el reposo, la concentración y la lucidez, el amor y el trabajo. Así comenzó un ritual que se prolongó hasta el amanecer, oraciones y repeticiones, idas y venidas, que no podía interrumpir porque entonces, definitivamente, los chacras de mi cuerpo se bloquearían y nunca más volvería a recuperarlos.

Esta mujer que ahora se siente ridícula y estafada, se ha detenido en su relato para que alguien la mire a los ojos. Me conoces de sobra, por eso he venido al periódico. Aquello duró toda la noche y cuando había perdido hasta la noción del tiempo, Bruno se marchó, supongo que habría acabado su turno de trabajo, y se puso otra persona, esta vez una mujer, que otra vez comenzó con la misma historia de la limpieza de los chacras. Les insulté y les dije que los denunciaría en el juzgado. No es por el dinero que me pueda costar la factura del móvil, es porque debería estar prohibido que jueguen así con los sentimientos de las personas. No soy una ignorante, lo sabes, tengo una carrera universitaria y he aplazado mi vida para buscar una estabilidad laboral que nunca he conseguido. Aquel día, me comunicaron que me quedaba en paro; que ya no habrá más contratos temporales. Y me hundí. He venido a contarlo porque sé que no estoy loca. Pero desde aquella noche he comprendido que una persona sola y sin trabajo puede volverse loca. He venido a contarlo para que sepas que sí, que el drama del paro existe. Mírame, soy yo.

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22 septiembre 2011

Desobediencia



El gran gurú de las plazas de mayo, Stéphane Hessel, dejó estampada su frase cuando vino a España para que sirviera de norte y guía a los sublevados callejeros. Dijo así: «Cuando la legalidad democrática choca contra la legitimidad democrática es válido recurrir a la desobediencia civil». La sentencia ha volado por las redes sociales y ha cautivado a miles de personas, incentivadas con ese chute de rebeldía anti sistema. Pero por grande que haya sido la expansión, la frase de Hessel, pronunciada en un estado democrático, no supone más que una peligrosa boutade, una preocupante confusión de conceptos elementales, como la legalidad y la legitimidad. ¿Por qué hemos de suponer, por ejemplo, que en una democracia la legitimidad reside en la protesta de varios miles y no en los diputados o concejales que han recibido el voto directo de millones de personas? ¿Qué se incluye cuando se habla de ‘legalidad democrática’, acaso la Constitución, aprobada por la mayoría de un país, o las instituciones que emanan de esa Constitución, los ayuntamientos, las Cortes o los parlamentos regionales? ¿Qué hay más legítimo que la legalidad en un Estado de Derecho? También las protestas contra los defectos evidentes de un sistema democrático deben encontrar su límite en el instante en el que la alternativa que se ofrece es el vacío, la destrucción de todo lo que, con múltiples sacrificios, se ha construido durante cientos de años.

En cualquier caso, no son los indignados de las plazas de mayo los únicos que atropellan la lógica democrática. Si fueran sólo esos miles de personas quienes cuestionan la legalidad, el fenómeno no pasaría de una revuelta periódica, un acné saludable de todas las democracias, un toque de atención necesario contra el anquilosamiento de la casta política. El problema mayor es que antes que los indignados son los propios políticos los que cuestionan a diario las sentencias judiciales. Por eso, cuando un político se ve afectado por un caso de corrupción sostiene con normalidad que lo fundamental es el apoyo del pueblo en las elecciones: «Se puede presidir un gobierno cuando mayoritariamente los ciudadanos respaldan un proyecto». También vale para el propio Tribunal Constitucional. «Los tribunales no pueden modificar lo que ha refrendado el pueblo», que se ha repetido con los estatutos. «O se desobedece la ley o se desobedece la legitimidad democrática», que afirman estos días en Cataluña para instar a la desobediencia de la sentencia contra la inmersión lingüística.

No son los indignados los que escandalizan. Lo peor del desnorte que confunde a su antojo legitimidad y legalidad es que el discurso se ha instalado en quienes están llamados a respetar y hacer respetar la diferencia. Antes que desobedientes, inconscientes.

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20 septiembre 2011

Adelante, atrás



He preguntado cuándo se hizo el déficit un concepto de izquierda y no han sabido responderme. Le he trasladado la duda a teóricos y a dirigentes, y no aciertan a decir quién lo incluyó como una de las reivindicaciones de la izquierda. Cuándo se hizo bandera y demanda de la clase obrera, cuándo se llegó a la conclusión de que para luchar por la igualdad, la justicia y la solidaridad, un estado tenía que convertirse en deficitario. Lo he preguntado con insistencia porque ahora, cualquiera que se pare a escuchar los discursos, pensará que el déficit es la reivindicación pendiente de la izquierda, y en el PSOE han salido refunfuñando cuando el Gobierno decidió reformar la Constitución para incluir el déficit como obligación y en Izquierda Unida han convocado movilizaciones de protesta. Pero, ¿desde cuándo es el déficit un pilar de la izquierda? Nadie responde a la duda porque se ha asumido que el déficit es de izquierdas sin saber siquiera por qué.

La única tesis que se puede establecer como origen de esa distorsión ideológica habría que encontrarla en Keynes, que, como respuesta a la Gran Depresión de los años 30, estableció que el Estado puede y debe desarrollar un papel esencial en la salida de una crisis económica. ¿Cómo? Con un incremento del gasto público. Es decir, si pensamos, como hacía Keynes, que la clave está en reactivar la demanda, al ser ésta la que determina la producción y no al revés, es bueno que el Estado comience a invertir dinero público en diversos sectores para incrementar el poder adquisitivo de la sociedad y, así, echar otra vez a andar la maquinaria económica de un país. Y para eso, para que el Estado pueda invertir, Keynes defendía el endeudamiento, primero, y el aumento de impuestos, después, para poder financiar los gastos de la deuda pública. Como quiera que, al final, este planteamiento teórico beneficia, por la creación de empleo, a la clase trabajadora y penaliza con impuestos a los que tienen más ingresos, se puede comprender que el keynesianismo se haya convertido en un discurso de izquierda. Hasta ahí, de acuerdo. Pero, lo que no dijo Keynes en ningún momento es que, incluso en épocas de bonanza económica, los estados debían endeudarse por sistema y hacerse deficitarios por norma. Que es, precisamente, lo que ha ocurrido aquí, incluso en los años de expansión económica. El déficit público se ha desbordado y nos ha arrastrado a una situación como la actual en la que, antes de abrir cualquier ventanilla de cualquier administración, España debe pedir prestados seiscientos millones de euros diarios para financiarse. Cada día.

Keynes defendía el gasto del Estado, sí, pero jamás un déficit estructural que sólo conduce a la ruina. Por eso, el déficit no define a la izquierda. Y sin necesidad siquiera de destripar a Keynes, bastaría con aplicarle una lógica que todo el mundo entiende, que a nadie engaña. Es aquello de Mario Benedetti: «Si usted habla de progreso nada más que por hablar, mire que todos sabemos que adelante no es atrás».

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19 septiembre 2011

De la oscuridad



El descontrol y la opacidad no son defectos inconscientes en una administración pública. No es la incapacidad, ni siquiera la ineficacia o la torpeza las que conducen al descontrol y a la opacidad; quien traza ese camino lo hace consciente de ir sembrando una selva ininteligible de palabras y conceptos en la que nadie pueda adentrarse. El laberinto de palabras con el que se escribe a diario el Boletín Oficial de la Junta de Andalucía no ha sido fruto de la imbecilidad sino del cinismo; es una técnica asentada para disimular la arbitrariedad, el sectarismo y el enriquecimiento. Quien ha escrito en ese boletín oficial una orden para conceder subvenciones millonarias a una empresa capaz de crear «una masa crítica que le permita generar conocimiento tecnológico y diseñar una oferta de actuaciones que tenga repercusiones en la capacidad innovadora de las empresas andaluzas», lo ha hecho consciente de que esa generalidad inabarcable es una excusa perfecta para otorgar millones a quien se quiera. Gracias a esa ambigüedad, una fundación o una empresa o una asociación creada ad hoc recibe cientos de miles de euros. Esa retahíla de antes sirvió para conceder un millón de euros a un tipo de Jaén al que nadie habrá reclamado cuentas ni resultados; es sólo un caso, la expresión literal de cómo se confecciona un engaño, pero la misma filfa se ha utilizado, desde hace treinta años, para derramar una cantidad de dinero público que ya nadie es capaz de calcular.

Ahora, aquí, en plena crisis, ésa es la realidad que nos envuelve. Ajenos a la exigencia severa de recortes en el gasto innecesario del dinero público, se siguen aprobando subvenciones con la Ley de la Economía Sostenible «para impulsar la sostenibilidad de la economía, guiada, entre otros principios, por la extensión y mejora de la calidad de la educación». Aquí, en plena ruina de fracaso escolar.

Hace unos días, la defensora del Pueblo, María Luisa Cava de Llano, pidió a los poderes públicos una reflexión sobre el despilfarro constante, continuo, del dinero público; un derroche, ha dicho, «que escandaliza a los ciudadanos» y que representa «un clamor en la calle», «deudas que habrán de pagar las futuras generaciones». Y ha pedido al Ministerio de Justicia que estudie las posibilidades de incluir el despilfarro en el Código Penal; el despilfarro, sí, la negligencia, la barbaridad de seguir empleando el dinero que nos debe sacar de este agujero en el enriquecimiento de unos pocos. Lo ha proclamado en el Congreso y sólo ha logrado una estela de silencio. Nadie ha contestado. Ningún partido político se ha sumado a la idea, ningún dirigente la ha hecho suya, ningún candidato ha prometido incluirla en su programa electoral. Silencio para quien exige medidas severas para acabar con el despilfarro, «una de las causas determinantes de la crisis».

De nada servirá limitar el déficit público si, previamente, no existe un compromiso radical para evitar que el dinero público se pierda por el desagüe del despilfarro, que es una forma de corrupción legal en España, en Andalucía. Que no vengan con transparencias maquilladas sobre ingresos y declaraciones de patrimonio que sólo interesan al morbo, al voyeurismo de lo privado. Hasta que no se despeje esa oscuridad consciente de los boletines oficiales, se estará lastrando el progreso. Esa oscuridad que ha resplandecido en tantas fortunas nuevas.

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18 septiembre 2011

Mi loco contemporáneo



Cada persona tiene un paranoico en su generación. Y puede vivir en el piso de al lado, un tarado sospechoso con el que nos cruzamos en el ascensor, o puede aparecer a diario en las portadas de los periódicos, en los telediarios en los que reproducen su foto de carné porque es el líder de una secta, de un grupo terrorista, de una revuelta nihilista que amenaza con sembrar las calles de sangre y de terror. Cada hombre, cada mujer, tiene a su loco contemporáneo. Y vivimos con ese peligro a cuestas, sin más, porque nada se puede hacer salvo mantener la confianza innata de que el azar no nos va a colocar en la encrucijada de circunstancias que señala el lugar exacto de la muerte, el momento equivocado y el lugar inadecuado. El día en el que el loco del ascensor decide no tomarse los medicamentos y se baja al supermercado del barrio con una alteración interior que le estallará en las venas del cuello justo cuando llegue a la caja y tú estés delante de él en la cola. O el día en el que se produzca un atentado terrorista en el aeropuerto en el que te encuentras, en la cafetería de un país extranjero en la que tomas una cerveza, en el concierto de música al que fuiste por una invitación de última hora.

Vivimos, sí, con la amenaza de los locos de nuestra generación y, solo nos libra del miedo constante la certeza inconsciente de que nunca nos va a suceder a nosotros. El vértigo se produce cuando, de repente, un día conocemos que hemos convivido con el peligro sin saberlo y que la Policía lo ha sorprendido con un arsenal de malas ideas en su casa. Como el yihadista que detuvieron en agosto en La Línea de la Concepción con planes para envenenar los depósitos de agua de un camping y asesinar a cientos de personas. «Dios mío, concédeme el martirio por tu causa. Que tenga la valentía y la suficiencia. Que mi cuerpo vuele en pedazos, por amor a ti», escribía en sus diarios de internet el marroquí paranoico seguidor de Ben Laden. Y lo teníamos ahí, al lado, y, lo que es más inquietante aún, estaba casado con una española y le prestaba el internet un vecino chino. ¿Qué ceguera puede apoderarse de gente tan dispar, educada en culturas tan distintas, para que alimenten con su ayuda, y hasta con su amor, los planes asesinos de un fundamentalista como ese? Si la sociedad, si nuestra sociedad, no actúa de parapeto de esos locos, saldremos a la calle con el miedo de haber perdido la red de seguridad de sabernos entre iguales.

Locos anónimos o dictadores endiosados que aparecen en toda generación; alguien que un día se coloca ‘La máscara del mal’ de la que nos hablaba Bertolt Brecht. «Colgada en mi pared tengo una talla japonesa,/ máscara de un demonio maligno, pintada de oro./ Compasivamente miro/ las abultadas venas de la frente, que revelan/ el esfuerzo que cuesta ser malo». Siempre existe, en todas las generaciones, alguien que se coloca esa máscara de demonio maligno. En el siglo XX, ya cerrado, el propio Bertolt Brecht tuvo los suyos, algunos de los peores, bigote recortado, esvásticas en el hombro y brazo en alto. La única diferencia con el poeta es que, por lo que llevamos visto en la historia, ser malo no cuesta trabajo. Más bien al contrario. «La radicalidad y decisión para cometer un atentado han ido aumentando con el paso de los días», dice el auto del juez al referirse a los planes del yihadista que, para adorar a su dios, se quiso poner la máscara de un demonio maligno. Lo dice del fundamentalista, pero muchas veces, cuando miramos alrededor, parece la sentencia de estos tiempos.

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15 septiembre 2011

El absurdo



Me has llamado, desde el despacho o desde el escaño, y me gustaría que hubieras podido sentir la perplejidad que me invadió cuando escuché la pregunta. A ver, ha sido uno de estos días negros, tan continuos, tan persistentes, en los que desde que te levantas tienes la sensación de estar caminando sobre arenas movedizas. Oyes las noticias de la radio, despliegas los periódicos, conectas internet y cualquiera que se detenga un instante a pensar en esa retahíla de malas noticias, este aluvión incesante de quiebras, números rojos y gráficas que se hunden; nadie que asista a este cortejo diario de ruinas puede sentir otra cosa que el temblor de la tierra que comienza moverse bajo tus pies. Un terremoto, sí, esta crisis y ha superado hace mucho tiempo los límites de la economía y de las finanzas, se ha salido de los parqués de la bolsa y se ha extendido a todo lo demás que hemos construido: amenaza desde hace mucho nuestro modo de vida. Un terremoto, sí, a lo único que se parece esta crisis económica es a un terremoto de réplicas constantes, aquí y allí. No hay que ser ni pesimista ni agorero para sentir el desconcierto que nos traen las noticias de cada día, el «abismo irreversible» del que habla Felipe González. Y hasta se podría haber ahorrado el adjetivo, porque nada debe haber más irreversible que despeñarse por un abismo.

En esa inquietud, llegó tu llamada, desde el despacho o desde el escaño: «¿Qué piensas de la polémica sobre las competencias del Guadalquivir?» Verás, es muy difícil explicar con palabras el desconcierto que provoca la distancia que existe entre esa pregunta y la realidad que estamos viviendo. La zozobra de Europa es que Grecia se está desplomando, que ya no tiene dinero para pagar ni salarios ni pensiones; se hunde un país en la quiebra económica más severa que ha conocido este continente, y, como si nada de esto fuera con nosotros, como si no fuera cierta la amenaza de que ese desplome nos arrastre a los demás, la preocupación aquí son las competencias del Guadalquivir. ¡Las competencias del Guadalquivir! ¿Y a quién diablos puede preocuparle ahora este patético ejercicio de reivindicación autonomista? Dime, anda, dime, a quién puede representar alguien que piensa que los andaluces están ofendidos porque la Junta de Andalucía no pueda ejercer la competencia exclusiva del Guadalquivir. La ofensa ahora es la contraria; ahora, el insulto a Andalucía es que su clase política se haya instalado en este debate artificial, ficticio, ciego ante la realidad y mudo ante los problemas de la gente. Estrategias políticas perversas que sólo buscan la reanimación de un régimen moribundo. Despilfarro, parálisis y mediocridad. No hay más. Insultan a Andalucía aquellos que pisotean con estulticia la idea de autonomía por la que un día este pueblo se echó a la calle.

Me has llamado y, al colgar, me he asomado al vacío de incomprensión que se crea, la nada que genera estos debates. El Guadalquivir, esta pugna de estatutos que ya han resuelto los tribunales, no le preocupa a nadie. No es la competencia exclusiva del río; la preocupación es la incompetencia exclusiva a la que nos está abocando la política andaluza. Se han creado dos mundos paralelos que nada tienen que ver, dos realidades distintas, dos lenguajes distintos. El lenguaje de los escaños y el lenguaje de la calle. Frustración. Decepción. Tal vez. El absurdo siempre genera sensaciones difíciles de explicar.

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12 septiembre 2011

Los lunes al golf



«Los lunes al golf», dice con media sonrisa y, aunque pudiera parecerlo, sin ánimo alguno de provocación, de chulería. Este tipo, que pasó por la política brevemente y luego se hizo rico en los negocios, es uno de los empresarios que, simplemente, no encuentra ahora motivos de inversión en Andalucía, en España. Pasó por la construcción, allí hizo buena parte de su fortuna, y luego, como tantos otros, ha ido moviendo el dinero al ritmo que marcaba el tambor de las subvenciones públicas, alguna inmersión en la industria agroalimentaria y grandes sumas de dinero en los campos de energía solar, que son los que han dado las mejores cosechas del último decenio en Andalucía a quien ha sabido comprar y vender a tiempo esas enormes extensiones de placas solares. Después de esa década prodigiosa que va de 1996 hasta 2006, en las que el centro del poder económico se desplazó de las fábricas a las gerencias de urbanismo, este tipo hizo como tantos otros, se retiró a su ilustre madriguera y dejó de invertir; se detuvo en seco el movimiento del dinero porque la pompa especulativa dejó de ser rentable y, a fin de cuentas, él ya había acumulado dinero suficiente para el resto de su vida; la suya y la de toda su parentela.

De ahí, la broma de «los lunes al golf», ese paralelismo cruel y certero de un país que se ha detenido, se ha parado de golpe y, como en el juego de la silla, a algunos les ha pillado sentados mientras que otros se han quedado de pie. Una sociedad partida en esas dos mitades opuestas, contrarias, los lunes al sol de los parados y los lunes al golf de una clase empresarial que ya no encuentra motivos para mover su dinero aquí. Unos y otros ven amanecer las semanas con los brazos cruzados, otro lunes más que presagia una semana con calor de chicharra, un zumbido monótono para acompañar la atonía de esta crisis que arrastra la barriga en todas las gráficas. Los unos, al sol; los otros, al golf. Y uniendo esos dos polos se puede dibujar el círculo vicioso de esta crisis en la que los parados seguirán sentados en su banco del parque, contando los céntimos para poder llegar a fin de mes, y los inversores mantendrán el dinero en sus cuentas blindadas a la espera de que se reactive el consumo y la economía eche a andar de nuevo.

«Aquí me ves, los lunes al golf». Lo dice con sorna, sí, quizá cinismo, ese desahogo grande que se aprende en la política, pero no con desdén. No, esa expresión burlona no esconde un desprecio, aunque si lo escondiera también daría igual porque lo importante es que con cuatro palabras se ofrece el retrato descarnado de un país varado en medio de la crisis. Ahora, todos esos que durante el decenio de riqueza y pelotazo invertían en España, los que movían los hilos de la construcción en todos los rincones, compra venta de fincas, chalés adosados en todos los cerros de todas las ciudades y moles de pisos al pie de todas las circunvalaciones, han detenido la circulación del capital. El dinero no influye en España, está en los bancos o en las cajas fuertes, pero no en la calle. El dinero en España se ha coagulado, y el dinero es la sangre de una sociedad capitalista como la nuestra. Por eso amanecemos cada semana mirándonos al espejo, esperando algún cambio, una brisa, alguna señal. Todos los lunes igual. Los unos, al sol; los otros al golf.

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08 septiembre 2011

Ser comunista



De ser comunista nadie se repone. Ser comunista no es la aventura de un día, no es el aleteo de una mariposa; ser comunista, comunista de verdad, es una forma de vida más allá de la ideología. Ser comunista, los comunistas que conozco, a los que adoro, no son reemplazables por nada, porque, desde el principio, se saben derrotados y ansiosos de victoria. Viven en esa contradicción y quien se acerca a ellos acaba comprendiendo que no se les puede achacar para rebatirlos los exterminios de Stalin, las masacres de Mao, los fusilamientos de Castro o los delirios sangrientos de los Jemeres Rojos, igual que no le reprocharías a un cura de barrio las cruzadas de la guerra santa, las componendas financieras del Vaticano o la pederastia de un purpurado. Un comunista es pertinaz en la creencia y en la equivocación: “El comunismo es una teoría político científica por desarrollar. Ni en la URSS, ni en Cuba, ni en China ni en Corea… El comunismo está por aplicar”, dice uno de mis amigos comunistas con una convicción ciega que mueve a la ternura. Ser comunista es asumir la historia de un fracaso y seguir soñando con la posibilidad de cambiar el mundo. Por eso, un comunista no se repone nunca de haberlo sido, incluso de haberse equivocado, de saberse equivocado. Un comunista no espera nada, nada para él, ninguna satisfacción personal. Un comunista recela del poder, porque hasta el poder le parece insuficiente cuando lo conquista, porque el poder genera frustración, contradicciones, impotencia.

Ser comunista es sentirse en la izquierda y odiar con todas sus fuerzas a todo aquel que, con imposturas, reivindica la izquierda para sí. Tanto, que las luchas de comunistas y socialistas siempre serán fratricidas, a vida o muerte, porque lo único que no perdona un comunista es que le arrebaten la autenticidad de la izquierda. Para los comunistas, un socialista siempre será un intruso, un impostor, un diletante. Un aprovechado sin historia, sin la historia de tantos años sufridos, de tantas humillaciones en la clandestinidad, en las dictaduras y en la posguerra. A esos comunistas, derrotados y equivocados, sólo les queda el certificado de autenticidad, la persistencia sin concesiones. Y no toleran que nadie venga a arrebatarles ese único patrimonio de ser de izquierdas.

Ser comunista es persistir en la idea y en el error, y nunca cambiarse de bando; se puede ser comunista y dejar de serlo, pero ningún comunista que se precie acaba en el PSOE. Casi todos los que han cruzado la línea, acaban convertidos en sombras de lo que fueron, fantasmas ambulantes, pingajos de relleno en una lista electoral, estómagos agradecidos. Porque un imperio nunca paga a traidores. La lista es larga, desde Semprún, que acabó enfrentado y amargado con el aparato socialista de Alfonso Guerra, hasta Rosa Aguilar, vetada en su ciudad, arrastrada al destierro, a un paso de ser concejal por Cuenca. A un comunista sólo le cabe la disculpa de la coherencia; por eso, en cuanto buscan la sombra y el cobijo de otro árbol, cuando se arrellanan en un sillón, se acaba la magia y el encanto, se olvida la disculpa y la justificación, se difumina la atracción de ser comunista de sueños, de ideas, de contradicciones. Se convierten en zombis y terminan sus días pensando, como Semprún, que la única traición cometida en esta vida ha sido a sí mismo.

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06 septiembre 2011

Tocar fondo




Cuando Jack Johnson compone sus canciones le ocurre como a tantos poetas, a tantos escritores, que las primeras notas, como las primeras letras, nacen del último intento por escapar de la amargura, alejarse de la frustración, huir del agobio, dejar atrás la angustia, el martilleo constante de un desamor; la literatura y la música como terapia de salvación de sus creadores y alivio, delicia, suspiro, de todos los demás. El placer que a nosotros nos produce una canción, la emoción de un poema, nace de la frustración, de la derrota; esa es una de las mayores paradojas del arte. Por eso, Jack Johnson no tiene reparo en admitir que hay veces que sus canciones más celebradas han surgido, de principio a fin, una noche de insomnio, a las tres de la madrugada, «cuando coges la guitarra buscando una respuesta a alguna pregunta imposible». En ese momento de colapso, de hundimiento personal, el hombre toca fondo, soledad y desesperación, y es cuando brota la creación inesperada en el artista. «Es algo que ocurre incluso en las canciones que están llenas de alegría; para entender esa felicidad necesitas un contexto con el que comparar, haberte sentido desdichado alguna vez».

Hace tiempo, cuando las reformas alocadas de estatutos en España, un alto dirigente del PSOE, ya retirado de la primera fila, contó la comida que, unos días antes, habían mantenido en Madrid algunos nostálgicos, entre ellos Javier Solana, alejado en Europa de la trifulca nacional. Contemplaban con pavor el troceo de competencias en España, calculaban las consecuencias nefastas que acarrearía todo aquello, y se asombraban de que nadie entonces, ni dentro de los partidos ni, sobre todo, en la sociedad, pusiera el grito en el cielo ante el disparate en el que se estaba embarcando España. «Lo que tiene que hacer Chaves es darle a Andalucía un desarrollo sólido y dejarse ya de reformas del Estatuto», espetó Solana y todos asintieron. Al cabo, concluyeron que, como no se podía esperar ni una cosa ni la otra, ni el buen gobierno de Chaves ni la movilización de la sociedad para detener aquellas reformas estatutarias, la única esperanza era «el colapso» del sistema.

Al leer ahora la entrevista de Jack Johnson he recordado aquella conversación y he pensado que, aunque este principio de fatalidad es aplicable a muchas facetas de nuestra vida, que hay que tocar fondo para comenzar a ver las cosas más claras, la política es una actividad especialmente indicada para esta estrategia derrotista, esta inercia nihilista que nos lleva hasta el colapso. Por dolorosa que pueda resultar esta determinación, por absurdo que sea el propósito de tener que alcanzar el deterioro máximo para buscar una salida, una alternativa, la realidad es que los pueblos, las mayorías, son las únicas capaces de conducirse hasta el abismo; caminar decididas, elección tras elección, como un ejército encantado por el flautista que los guía. Hasta que se produce el colapso y, sin que se atiendan ya más explicaciones, sobreviene la catarsis colectiva que derrumba en una jornada de urnas una hegemonía que se creía inmune a todo.

Tocar fondo, alcanzar el colapso, para cambiar de rumbo. Hundirse paras buscar otro camino, otear nuevos horizontes. Cada vez que se plantea esta conversación, siempre surge una pregunta última: ¿dónde está el fondo? ¿Lo hemos alcanzado ya? La cuestión es que nadie puede responder a esa pregunta por usted. Quizá basta con estar atentos a uno mismo, y a los demás. Y saber que se ha tocado fondo cuando el espíritu empieza a inquietarse con el deseo irreprimible de cambiar.

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05 septiembre 2011

Manostijeras




Antes de que el Fondo Monetario Internacional alertara a todos del riesgo de que la economía mundial vuelva a entrar en recesión de forma "inminente”, en las grandes empresas y en las tabernas ya lo sabían. Antes de que el Banco Mundial avisara de la tormenta que se avecina para el otoño, en los consejos de administración de las multinacionales y entre los albañiles que se citan de madrugada en los bares, ya se había corrido la voz. Antes de que se hiciera oficial el mal augurio, los bancos y los consejos de administración de las grandes empresas ya habían cerrado un descenso radical de los presupuestos y de las expectativas para el año que viene porque la economía, al menos la española, no despunta. Igual que los dueños de las tabernas y los albañiles, también lo sabían porque una crisis económica como la que estamos viviendo se explica en las grandes cifras de la macroeconomía y se padece en la barra de los bares, en los chapuces de los albañiles; en la microeconomía de las cuentas del mes emborronadas en una servilleta sobre el hule de la mesa de la cocina. La crisis no ha pasado, no, la economía no se reactiva, no, y si estas previsiones del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial adquieren un tono apocalíptico no es porque lo que vaya a venir sea peor que lo que ya conocemos, sino porque la peor fase de una crisis siempre será la última, aquella que se produce sobre la endeblez que nos ha dejado las oleadas anteriores.

Por esa razón, porque todo el mundo, de una o de otra forma, conoce el alcance real de la crisis económica, cualquier planteamiento político que se realice estos días en España no puede ignorar esa realidad. Que es, precisamente, el error que está cometiendo el PSOE cuando decide encomendar todo su mensaje político contra los recortes que está realizando el Partido Popular en las autonomías y en los ayuntamientos en los que ha comenzado a gobernar. “Arenas es el alumno más aventajado de ‘Rajoy manostijeras’ porque quiere aplicar en Andalucía los recortes de Cospedal en Castilla-La Mancha”, repiten en el PSOE por todos los rincones sin reparar en que es bastante probable que lo que quiera el ciudadano sea justamente eso, recortes presupuestarios, supresión de organismos públicos, reducción de liberados y medidas contra el continuo endeudamiento de las administraciones. Manostijeras, sí, gobernantes que realicen una poda profunda de lo que, a pie de calle, se ve, muchas veces de forma distorsionada, como un privilegio, un abuso, un despilfarro. Y si los ciudadanos lo que quieren es eso, manostijeras, el PSOE, con sus pretendidas acusaciones, lo único que consigue es engordar las expectativas electorales del Partido Popular. ¿No se está viendo acaso que el PP es el primer interesado en que se difunda esa imagen de que cuando llegue al Gobierno va meter la tijera? ¿Alguien puede dudar de que si esa imagen le perjudicara, el PP hubiera esperado a diciembre para anunciar sus recortes?

En cualquier caso, ese discurso de ‘manostijeras’ tendría eficacia, en última instancia, si en la sociedad todavía funcionara el viejo susto de ‘que viene la derecha’, pero fueron los propios dirigentes del PSOE quienes, para explicar sus malos resultados de las últimas elecciones, afirmaron que ese discurso ya no tiene efecto. "Con eso de que viene la derecha no ganamos. Lo que necesitamos es un programa creíble y que dé esperanza a la gente", dijo Rubalcaba en Sevilla, en su primera ‘terapia de grupo’ con los dirigentes socialistas. Manostijeras… Igual volvemos a oír la disculpa de la estrategia equivocada cuando pasen las próximas elecciones.

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02 septiembre 2011

Septiembre



Septiembre ha llegado como debía y yo, que no pensaba escribirte, he decidido mandarte esta carta, aunque no puedo ocultarte que también la escribo para mí. Lo decidí ayer cuando, al cruzar la calle, vi a una mujer detenida en la acera, con el paraguas plegado, contemplando embobada el espejo que la lluvia había formado en los adoquines. Todavía caían algunas gotas de agua, una llovizna fina, con la que septiembre se ha reclamado desde el primer día como mes de paso, frontera de estaciones que, a su vez, es puerta de entrada o de salida de nuestras vidas. Cuántas cosas dejamos para septiembre, cuántas ilusiones y cuántos fracasos se descubren en septiembre. Este mes, sí, es como un enero pequeño, uno de esos meses del calendario en el que trazamos la frontera de lo que tiene que acabar, de lo que queremos comenzar, de lo que nunca se tiene que terminar. Por eso, me pareció normal que aquella mujer se quedara parada en la acera, mirando su reflejo en los adoquines mojados por esta lluvia primera.

Septiembre ha llegado como debía, al menos en tu ciudad, y has tenido la suerte de que haya sido así porque parece un milagro este corte abrupto, el cielo encapotado del uno de septiembre que viene envuelto todavía en una estela de calor. Para hacer más fácil la transición de los veraneantes de agosto, para hacer más comprensible la vuelta a la oficina, para hacer compatible el bronceado con la corbata y con el mono, era necesario este anticipo de otoño que nos prepara para el regreso a la normalidad. Se desperezan los poderes de su letargo de sol y la vida oficial vuelve a los despachos; se deshacen las maletas del último viaje y la vida real se reincorpora a sus rutinas. Raquel, que es profesora, llegó de nuevo a su colegio y lo primero que hizo fue ponerle un mensaje de ánimo a todos sus compañeros, «esta maravillosa profesión, que no cunda el pánico». Juan Carlos, que es periodista, celebró que su empresa ha decidido renovarle el contrato hasta junio del año que viene, «el último día del mercado de fichajes, me han contratado: siempre soñé con estar en este club». Rosa, que es editora, ha salido a la terraza al ver que estaba lloviendo y decidió quedarse fuera un rato, empaparse de satisfacción con cada gota. María y Antonio, que son profesores de Universidad, estrenaron ayer una jubilación anticipada por el desencanto. María del Carmen abrió la carta del hospital y decidió que no quiere enfrentarse a la aritmética de las treinta y ocho sesiones de radioterapia que tiene por delante para superar su cáncer; mejor vivir cada día, cada instante: «Es lo que tiene el cáncer, que lo superas a pasos y no a zancadas; cada día, un paso más». Mario, que es dependiente de una cadena de tiendas, pensaba que no llegaría este día, este mes, pero ha vuelto a su trabajo y se ha encontrado con la regulación de empleo que ya le habían anunciado.

Septiembre ha llegado como debía y tú…

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