El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

14 octubre 2011

Al diablo



Esta columna es una equivocación. Un error que va contra las normas elementales del género porque así está escrito, porque así lo aconsejan los grandes y porque así lo dicta la lógica. Esta columna corre el riesgo de perderse en las primeras líneas porque todo el mundo que escribe en un periódico sabe, o debe saber, que el abismo se abre bajo sus pies en el primer párrafo. «Debemos recordar que para los lectores lo más fácil del mundo es dejar de leer un artículo después del primer párrafo, o por la mitad, o en cualquier etapa. Ni siquiera necesitan tomar una decisión consciente. El ojo se les va de página, o dejan de leer porque suena el teléfono, y nunca la retoman. Y si no terminan nuestra columna una semana, quizá no la empiecen la siguiente». Lo dijo Paul Johnson en un ensayo que tituló ‘El arte de escribir columnas’. Y como cada día sentía el vértigo del primer párrafo, como en cada columna se asomaba a ese abismo, sabía bien que ningún columnista sobrevive mucho tiempo sin ser un hombre o una mujer de mundo y, en consecuencia, sin saber conectar con las preocupaciones de la gente, con el interés y la lógica de la gente, con los placeres y con las desgracias de la gente.

Por eso, ¿a quién diablos se le puede ocurrir escribir una columna sobre Duran Lleida sin asumir que, al primer párrafo, el lector se mude de página? Porque está harto, porque esta retahíla de nacionalistas catalanes y vascos cansa, abruma en el hartazgo, después de tantos años de repetir lo mismo; la misma cantinela, la misma amenaza de desafección, la misma tontura, los mismos insultos. Que levante la mano quien, al oírlo, al oírlos, no experimenta una sensación inconfundible de hastío, un ahogo de indigestión.

Otra vez un nacionalista catalán que, para justificar su única política de exigencia permanente, menosprecia a los demás, infravalora a los demás; escupe tópicos para buscar aplausos. Y otra vez, tras el exabrupto, una cadena de declaraciones previsibles, falsos golpes de pecho y sonrojantes muestras de solidaridad con un pueblo, el andaluz, que es el único que no cuenta en esa refriega. El ferrallista que se levanta cada mañana a currar, con el único miedo en el cuerpo de que el gerente lo llame al despacho y le entregue una carta de despido; el comerciante que acude a las cinco de la madrugada al Merca para sacar adelante la tienda de barrio en la que trabaja con su mujer; el universitario que se estruja los codos para poder buscarse la vida fuera de esta tiesura... ¿Qué le importa a toda esa gente lo que diga Duran Lleida, si su perorata de carajote se despacha con la facilidad con la que se manda a alguien a tomar viento fresco de Levante?

¿Quieren hablar de subvenciones, de cultura de la subvención, de los pesebres de las autonomías? Vale, porque ése es el debate importante, no esa bagatela del PER aunque también esté minado de fraudes. Se puede hablar, sí, pero de Duran Lleida, no, por favor, que ya vale de este discurso bobo de los nacionalismos ricos. Al diablo.

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12 agosto 2009

Patrioterismo



El último patriota al que debimos prestarle atención es a un tal Lucas, dispuesto sólo a reivindicar de su país el olor de las acequias, el verde plateado de los álamos cuando los mueve el viento, las estrellas cuando salpican la noche o el recuerdo de un vermut con ginebra en un pub inglés. Por eso a Lucas, el álter ego de Julio Cortázar, le daba la risa cuando los argentinos de su reunión se daban golpes de pecho con el patriotismo elemental de campanario, de símbolos y de terruño, porque su patriotismo era otra cosa, «su argentinidad era por suerte otra cosa, aunque dentro de esa otra cosa sobrenadan a veces cachitos de laureles», que son orgullos de vecindad o sabores de infancia, patrioterismo gastronómico o botánico o agropecuario o ciclista o futbolero.

Más allá de ese patriotismo por lo que somos, por lo que tenemos, por lo que añoramos, el orgullo de la identidad puede degenerar en nacionalismos que van del egoísmo a la ceguera. Para quienes aún se aferran a la raza, a la pureza, siempre es recomendable la conferencia dictada por Ernesto Renan en 1882: «La historia humana difiere esencialmente de la zoología. La raza no lo es todo, como entre los roedores o los felinos, y no se tiene derecho a ir por el mundo palpando el cráneo de la gente para después cogerlas por el cuello y decirles: ‘tú eres de nuestra sangre; tú nos perteneces’. Más allá de los caracteres antropológicos está la razón, la justicia, lo verdadero, lo bello, que son iguales para todos».

Ya entonces, Renan estaba convencido de que su idea grande, abierta de nación, tendría que abrirse paso con el tiempo y con la resignación que sucede a la derrota momentánea, que suele ser siempre la derrota de la razón. Pero ya vemos que han pasado los años, tantos años, y el nacionalismo es una llama que no se extingue. Reverdece con la demagogia de lo elemental y la apelación continua al egoísmo de lo nuestro, que no nos lo quite nadie.

En este sentido, si algo hay que reivindicar de la memoria de Blas Infante, del que acaban de cumplirse 73 años de su fusilamiento, es precisamente su concepto de «nacionalismo humano», no excluyente, que otras veces hemos invocado aquí. Y el espíritu de lucha, de lucha contra la desigualdad, contra los privilegios, contra la postergación de unos territorios en favor de otros. El nacionalismo andaluz más interesante es ése, el que defiende la igualdad; el que pone de ejemplo su historia milenaria y su riqueza, para defender la universalidad. Ése es, además, el nacionalismo andaluz más comprometido, el que, como ocurrió en los primeros años de la transición, se moviliza para impedir que la fórmula imprecisa, conscientemente ambigua, del Estado de las Autonomías oculte una España de dos velocidades, que es deseo último y confeso de nacionalistas vascos y catalanes. Ése es el nacionalismo andaluz que merece la pena, el que busca la igualdad, no la diferencia; quizá por eso es el más desatendido.

«Resumo, señores: el hombre no es esclavo de su raza, ni de su lengua, ni de su religión, ni del curso de los ríos, ni de la dirección de las cadenas montañosas». Muchos años después, Lucas resumiría a su forma con el mismo espíritu que Renan. Las acequias, el sabor de un dulce de leche, el recuerdo de una calle, de una esquina y hasta la fealdad de una plaza. «Y también algunos patios, claro, y sombras que me callo, y muertos».

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11 agosto 2008

Del respeto a los símbolos


Lejos del símbolo, Blas Infante puede ser un disparate. Lo mejor de la vida de Blas Infante fue su entrega a Andalucía, su rabia ante la hambruna de las mujeres que recorrían vestidas de negro las calles empedradas de los pueblos blancos, camino de la fuente; su rabia ante los ojos tristes de los jornaleros, sentados en corro en la plaza del pueblo esperando que los señalara el dedo del cacique; su desesperación ante el destino animal de los niños yunteros. Ante la injusticia de una región condenada a contemplar la grandeza sólo en las piedras de sus torres, de sus palacios, de sus ruinas, de su historia, Blas Infante quiso rescatar el orgullo de ser andaluces, la necesidad de abrir un camino distinto. La posibilidad de cambiar la historia. El símbolo se completó después con su muerte, su asesinato, en un descampado por los soldados franquistas, fascistas de ojos incendiados por el odio, por el fanatismo, por el cainismo, por el absurdo.

Por aquel simbolismo, Blas Infante fue reconocido con justicia como el «padre de la patria andaluza» en el Parlamento andaluz y, posteriormente, en el Estatuto de Autonomía. La denominación, claro, es un reconocimiento simbólico y, como se ha dicho, justo. Si de lo que se trataba en 1975 era de resolver las tensiones territoriales de España, si lo que se pretendía era restaurar y encauzar el sistema autonómico que se truncó con la Guerra Civil (que no se limitaba a Cataluña, Galicia y el País Vasco como pretenden hacer ver los nacionalistas de las tales), no hay otra persona en la historia con más merecimientos.

A partir de ahí, a medida que nos alejamos del simbolismo y nos adentramos en la obra, lo único que podemos conseguir es el manoseo de la figura de Blas Infante por parte de quienes lo mitifican o de quienes lo detestan. Y ambos encontrarán en la obra de Blas Infante textos para ensalzarlo o para hundirlo, porque existen. Ya se vio cuando la cursilada ilegible del preámbulo del Estatuto andaluz, que llevó a unos a recordar que Blas Infante, en su delirio andalusí, se hizo musulmán el 15 de septiembre de 1924, mientras que otros salían, encendidos, en defensa de su memoria, creyéndose insultados como andaluces. Por eso, el símbolo. Y aunque es verdad que Blas Infante disparató en ocasiones («Sentimos llegar la hora suprema en que habrá que consumarse definitivamente el acabamiento de la vieja España. Declarémosnos separatistas de este Estado»), no es menos cierto que, en buena parte de su vida y de su obra, andaluz universal y tolerante, combatió al nacionalismo excluyente y abrió la vía a un regionalismo español que sirve de ejemplo todavía hoy: «Mi nacionalismo, antes que andaluz, es humano».

Blas Infante sólo es «padre de la patria andaluza» como símbolo, como convención política, como referente del Estado autonómico y, acaso, como exponente de un nacionalismo razonable, integrador, un regionalismo que busca la justicia, no la confrontación; la solidaridad, no el egoísmo. Pero Blas Infante ni es un gran pensador ni la idea de Andalucía nació con él. Y por lo que fue, por lo que quiso, por lo que luchó hasta su muerte, Blas Infante siempre merecerá el respeto y el recuerdo cuando, como esta madrugada, se ha cumplido un año más de su fusilamiento.

(… Y como el símbolo era lo importante, Manuel Chaves decidió ignorar los homenajes en el día de su fusilamiento. Brindis y saludo a la grada con un mojito desde la hamaca. Y el alcalde de Sevilla, igual. En Chipiona, en la tumbona. ¿Memoria histórica? No, desvergüenza histórica).

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07 mayo 2008

Alejandro


La primera vez que Alejandro Rojas Marcos se echó el partido a la espalda para evitar la desintegración sólo habían pasado unos pocos meses de su fundación y tan sólo unas horas de las primeras elecciones democráticas, las generales de 1977. «El 16 de junio de 1977, veinticuatro horas después de las elecciones, la frágil estructura del PSA se tambaleaba amenazante», se cita en el libro ‘La Sevilla de Rojas Marcos’ que escribió Juan Teba. Lo que hizo entonces Rojas Marcos fue convocar a todos los andalucistas para levantarles el ánimo hundido al ver que en aquellas primeras elecciones obtuvieron poco menos de cien mil votos, diez veces menos que centristas y socialistas, ambos por encima del millón de votos en Andalucía.

Pero el desánimo no se producía sólo por el revolcón electoral sino porque, tras las elecciones, los socialistas los miraban con desdén y les recordaban las ofertas que habían rechazado para disolver el partido e integrarse en sus filas. El PSOE, en efecto, les había ofrecido «puestos de garantía» en la estructura y en las instituciones pero no hubo acuerdo porque Rojas Marcos exigía, en cambio, la integración del PSA en la estructura federal del PSOE con plena soberanía. No hubo acuerdo y, tras las elecciones, el PSOE entendió que para acabar con el andalucismo no era necesario negociar nada, que bastaba con insinuar a sus dirigentes la puerta abierta de un cargo público y machacarlo públicamente por cada error cometido. «Rojas Marcos, entonces, se marcó una doble tarea, lanzarse a los pueblos y las capitales para infundir ánimos en medio de desaliento general para infundir ánimos en medio del desaliento general y abortar a cualquier precio el primer intento de fuga hacia el PSOE. Lo primero lo consiguió y lo segundo se produjo», se cita en su libro biográfico.

Han pasado los años y, con las hojas del calendario, el Partido Andalucista se ha tambaleado y ha resistido, ha caminado entre brasas y pétalos, ha vacilado con aciertos y errores, triunfos y derrotas, y se ha consumido entre la dignidad y la podredumbre. Otra vez, como entonces, tienen cien mil votos, veinte veces menos que socialistas y populares. «Ante esta situación crítica, quisiera hacer algo, debo hacer algo». Igual que en 1977, vuelve Rojas Marcos a echarse el partido a la espalda. «No me mueve el poder, me interesa la autoridad moral porque mi aspiración no es estar sino ser. Sólo me queda el honor de haber puesto la primera piedra en la primavera de 1965». Vuelve, sí, pero estas palabras no las pronunció ayer sino hace cuatro años, cuando los andalucistas caminaban hacia este abismo, este pozo hondo del que quizá no salgan ya en mucho tiempo.

Vuelve Rojas Marcos y, cuando invoque otra vez los mismos ideales, las mismas promesas, le quedará la autoridad moral, su infatigable espíritu de lucha y el derecho a no creerse a Neruda cuando, otra vez, quiera blanquear los mismos árboles de antes para atravesar la noche sin reparar que, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Vuelve, sí. «Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos».

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12 marzo 2008

Diapasón


El desempate definitivo entre el PSOE y el PP en las elecciones del pasado domingo ha devuelto el buen humor a la izquierda socialista, que siempre se tensa y se crispa en las vísperas electorales. Por eso, ayer comenzó a circular por los móviles un mensaje divertido. Decía así: “Rouco en la Conferencia Episcopal, Rajoy en La Moncloa, y Chiquilicuatre en Eurovisión… España no lo hubiera soportado, se habría roto”.

Los mensajes de móvil, que han sustituido a las cartas de amor y a las pintadas políticas, suponen una fuente de análisis sociológico, lo que nos lleva a pensar que en este nuevo ‘pásalo’ se esconde, además de la merecida euforia electoral socialista, un temor o un remordimiento. No se ha roto España en la legislatura, como repetía el PP, y para el PSOE más que un triunfo es un respiro, porque está claro que, en el fondo de sus temores, una gran parte del electorado socialista y de la clase dirigente de ese partido lo que pensaba, precisamente, es que la ruptura era un riesgo cierto.

Ahora que Zapatero ha vuelto a ganar y que su triunfo se sustenta en el triunfo en Cataluña y en el País Vasco, parece que el riesgo se difumina. Pero, ¿es así? ¿Realmente, como se repite estos días, ha quedado demostrado que la política complaciente de Zapatero hacia los nacionalismos es más eficaz contra estos que la política de rechazo de Aznar? En términos electorales, desde luego, por que parece evidente que a los nacionalismos les sienta mejor el rechazo que el abrazo, que son ideologías que viven del agravio, que se alimentan de la invención permanente de ofensas, y cuando encuentran frente a ellos un discurso contundente de rechazo, se crecen como un soufflé.

De todas formas, en esa lógica va implícito el peligro de adoptarla como estrategia, sencillamente porque el intento de no agraviar nunca a los nacionalistas, de no hacerles el juego del agravio, puede conducir a la barbaridad de asumir su discurso. Y eso es, sustancialmente, lo que ha ocurrido con el PSOE en el País Vasco y en Cataluña. Pero no se agota aquí la cadena. A su vez, cuando los nacionalistas comprueban que el PSOE invade su espacio y que, además del discurso, pierden apoyos en las elecciones, la decisión inmediata es la de dar dos vueltas de tuerca a las ambiciones independentistas. De la derrota en las elecciones lo que saldrá es una Esquerra más radical, lo mismo que Ibarretxe retomará con más fuerza su plan soberanista y su referéndum.

Como es imposible pensar que también el PSOE se va a volver independentista en Cataluña o en Euskadi, como le será imposible acompañarlos como hasta ahora en esa escalada reivindicativa, nos encontramos que, al final, en algún momento, Zapatero, o el PSOE, tendrá, como Aznar, que adoptar un discurso de rechazo. Es decir, se volverá a la misma situación con una sola diferencia: el diapasón de las aspiraciones nacionalistas se habrá subido hasta el mismo borde de la ruptura del sistema autonómico actual.

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15 agosto 2007

Señoritos


Como ya no encontraba más palabras, como se le habían agotado todas las formas de invocar el verbo dimitir, el portavoz de Esquerra Republicana rebuscó en su cartera de cuero y rescató unos folios con los principios fundamentales del independentismo catalán. Fue entonces cuando miró a la ministra y le espetó: «No vuelva más a Cataluña en plan señorita andaluza». En el limitado ideario nacionalista, en ese mundo primario e irracional, el mayor insulto es la partida de nacimiento. Por eso a Montilla lo llamaron por charnego y a la ministra de Fomento le arrojan a la cara el tópico andaluz. El portavoz se fue del Congreso tan henchido, que al instante reflejó en su blog la hazaña. «Li he demanat que no vingui a Catalunya com un "señorito andaluz que trataba a sus paisanos con mirada altiva". I aquí si que ha perdut els papers, s’ha picat de valent. La veritat ofèn i s’ha ofès».

La polémica, con todo, no merece más atención que la mera constatación del racismo imperante en estos individuos, neofascistas recubiertos de estética progre. Como Joan Puig, al que recordarán hace un par de años en el asalto del chalé de Pedro J. en Mallorca, con el carné de diputado en la boca y las mollas rebosantes sobre unas bermudas azules. Si alguien se acerca en estos días al tópico del ‘señorito andaluz’ son precisamente estos nacionalistas, arrogantes, prepotentes, soberbios. Lo cual que el choque de ayer entre el tal Puig y Lady Aviaco debió ser terrible. ‘Colisión brutal de dos soberbias, la ministra de rojo y el independentista progre’, que podría titularse.

Es normal, por tanto, que dos políticos curtidos en las autonomías acaben confrontando sus soberbias en el Congreso, porque es ahí donde se puede encontrar hoy a los nuevos señoritos, a los nuevos caciques. Virreyes autonómicos cargados de prepotencia. Mira que es amplio el abanico de reproches que se le pueden hacer a Magdalena Álvarez, aquella ‘Lady Aviaco’ que, picada por la altanería, pidió 444 billetes de avión gratis cuando, al cambiar el Gobierno, le comunicaron que tenía que abandonar el consejo de administración de Aviaco. Si no le produjo ni el menor remordimiento aquel abuso, ya pueden imaginar qué le importará a Magdalena Álvarez que se colapsen las infraestructuras en Cataluña. Su receta de ayer la retrata, se presentó en el Congreso vestida de rojo y se limitó a mirar a los diputados con displicencia, que es lo suyo.

De todas formas, no nos alejemos de la reflexión principal tras el colapso de infraestructuras de Cataluña. La duda esencial. Si Cataluña es de las comunidades con más autonomía desde el inicio mismo de la Transición; si es, además, «la primera comunidad en volumen de inversión» por parte del Estado; y si, desde el franquismo, goza de infraestructuras y servicios por encima de la media española, ¿no será que el cortocircuito está en la demagogia de esa clase política soberbia y endogámica?

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13 agosto 2007

Toros


La política en España es atávica y primaria. Por eso se reivindica siempre en agosto en estado puro, nos muestra su esencia y su olor, de sangre seca, de odios desparramados, de miedos asumidos. La política en España es pedestre, ordinaria, de terruño, de ahí el arraigo histórico de los nacionalismos, una hiedra que trepa fértil en el campanario de la aldea, que florece en campos de amapolas provincianas.

El terruño, la muerte y el odio. De esa triple esencia se nutre el nacionalismo y, por esa identidad genética, se han convulsionado este fin de semana las tripas de radicales vascos y catalanes, para gritar en torno a un ataúd. Danzas de muerte en el calor de agosto. Se podría añadir que también en Andalucía los nacionalistas se han reunido en torno a la memoria de un fallecido, Blas Infante, pero la comparación sólo serviría para señalar las diferencias abismales entre unos y otros, que nada tienen que ver.

El odio es la diferencia, el rasgo que convierte en iluminado a un tipo como Xirinacs, que se echa a morir en el bosque, a los 75 años, enfermo y débil, con el ánimo de convertir su muerte en sacrificio. Un tarado que se quiere convertir en un mártir que «ha vivido esclavo 75 años en unos países catalanes ocupados por España, Francia e Italia desde hace siglos». El odio es la diferencia que convierte en indeseable a un etarra como Pelopintxo, que hace de su cáncer una muerte «consecuencia de la política de persecución asesina de los Estados».

La política en España es atávica y primaria y siempre se reivindica en agosto. Danzas en torno a un ataúd, guerras de banderas y pedradas en un monte solitario contra un toro de Osborne. Nos falta perspectiva histórica para entender y valorar el significado de estos actos. La imagen de esos independentistas que han derribado el cartel del último toro de Osborne que quedaba en Cataluña. La estampa de las maderas negras y los hierros tirados en el suelo, al pie de un camino de tierra, en el lomo de un montecito de yerbas secas. Y sólo una pintada, «Puta España».

España, piel de toro, odio a un toro propaganda de un coñac. Ese es nuestro hecho diferencial como españoles. Aparece desnudo en agosto y atraviesan las páginas de la actualidad como hechos habituales, sin que nos percatemos de la trascendencia, sin detenernos en el mensaje, en el símbolo de esa danza de ataúdes, del toro de madera partido en el suelo. Sin fijarnos en los trozos de ese toro de siglos, como en el poema de Miguel Hernández. «Partido en dos pedazos, ese toro de siglos/ ese toro que dentro de nosotros habita:/ partido en dos mitades, con una mataría/ y con la otra mitad moriría luchando».

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28 marzo 2007

Canadá


Llegan buenas noticias de Canadá. O malas, según se vea. Porque las elecciones en Quebec dejan el consuelo grande de que el independentismo también tiene techo, que el personal acaba hartándose de perseguir como idiotas la zanahoria milagrosa de la independencia y llega un momento en el que, como ahora los canadienses, descubren que sus grandes problemas no se solucionan con más segregación, que es la unidad entre naciones lo que impone el nuevo milenio, no las divisiones aldeanas de hace doscientos años. El separatismo de Quebec se ha hundido; se acabó por un tiempo esa romería de referendos para votar la soberanía, como si jugaran a la ruleta rusa de los enfrentamientos civiles. Si pensamos que, también aquí, algún día el personal dejará de darle cuerda electoral a las cometas nacionalistas, ésa es la ilusión que traen estos días las crónicas de Canadá.

La mala noticia es que el descalabro del sistema político imperante, el bipartidismo consagrado durante cuarenta años entre federalistas e independentistas, ha hecho emerger a un líder populista, Mario Dumont, al que llamaban ‘el Le Pen de Quebec’, y que, como aquél, ha barrido en núcleos rurales y en barrios obreros. Junto al cansancio por las promesas independentistas, la lógica ciudadana se desplaza de extremo a extremo del espectro político al contemplar la desorientación de los partidos tradicionales ante los problemas que hacen temer a la gente por su propia identidad, que es, se quiera o no, como el suelo que se pisa.

Por ejemplo, para pasmo del personal, se han publicado estos días reportajes sobre el desnorte de la clase política canadiense ante los problemas que se plantean con la integración de los inmigrantes. En una de esas crónicas, publicada en El País, se podía leer el siguiente párrafo: «¿Es razonable que un chico sij acuda a la escuela con un puñal en la cintura? Hay entendidos en materia de integración que opinan que sí. ¿Se deberían tapiar las ventanas de los gimnasios para que las chicas musulmanas no estén a la vista? ¿Habría que regular por turnos el uso separado de hombres y mujeres en las piscinas? Las respuestas varían de un municipio a otro». Si hasta en Canadá, que ha sido modelo de país abierto a la inmigración, se llega al punto de someter a debate si un niño puede acudir al colegio con un sable en la cintura, es normal que el personal huya espantado al otro extremo. ¿Cómo se va a dudar siquiera si hay que tapiar los gimnasios?

En Almería, en Huelva, en Sevilla, en Madrid o en Barcelona es ahora cuando deben sentarse las bases de una integración acorde a los derechos, las libertades y la igualdad alcanzadas por la civilización en las democracias occidentales. Que es la miopía política, la inopia y la estulticia las que traen de la mano a los movimientos de extrema derecha. La falacia de la política multicultural. En Canadá, ya ven, ha vencido incluso al independentismo, que suele ser una ceguera más.

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