El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

31 octubre 2011

Conllevar



En treinta años, todo ha cambiado de sitio en España. Ya hemos visto todos los paisajes políticos posibles, el centro, la izquierda, la derecha, y la democracia más inexperta de Europa ha sabido consolidarse, desde la muerte del dictador, al ritmo de esa alternancia natural de un sistema democrático del que nunca habíamos gozado. En estas tres décadas el viento de la historia ha orillado los problemas de entonces y ha cambiado el perfil de las ciudades y de los ciudadanos; treinta años que han traído problemas nuevos, defectos nuevos, carencias nuevas, vicios nuevos. Nada se parece a lo que pensábamos en la Transición, a lo que temíamos entonces, porque todo ha cambiado de sitio; todo menos una amenaza que, aunque es reciente en la historia milenaria de España, no ha parado de crecer en los dos últimos siglos. Un chantaje que reaparece cada vez más acusado, como ahora, que se presenta más grave que nunca. Sí, ahora, también ahora que se goza de la mayor etapa de libertad de la que ha disfrutado nunca en España, la amenaza del independentismo se mantiene intacta.

Visto con perspectiva, podríamos decir que la sangrienta historia de ETA, ahora que ha anunciado que deja de matar, no ha supuesto en los últimos cuarenta años más que una trágica distorsión del problema fundamental de la España contemporánea, que no es otro que el de los nacionalismos ricos de Cataluña y el País Vasco. Problema identitario, quiere decirse. Y ahora que ha desaparecido esa amenaza asesina (o por lo menos ha desaparecido momentáneamente, que ya se verá) lo que nos queda, desnudo, cruento, es el problema de dos regiones que en todo este tiempo no han avanzado en la construcción de España, sino que han utilizado la diferencia para ampliarla; han usado la desafección política para hacer proselitismo, económico y social, a favor de la distancia, de la separación como negocio y como justificación. Han utilizado incluso la prosperidad económica y la propia integración europea para reafirmarse en una historia que no existe, que nunca existió.

Estamos en el momento en el que, quizá, las regiones que menos protagonismo han tenido en esta última fase de la historia de España deben imponer su voz para evitar que la desafacción de esas dos regiones de nacionalismos ricos acaben imponiéndonos una depresión similar a la del 98, cuando la pérdida de Cuba. La voz de las regiones que, aún habiéndose equivocado en el pasado, por conformismo o dejadez, han dejado su ADN inscrito en lo que somos. Andalucía y Castilla, por ejemplo. “Castilla ha hecho España y Castilla la ha deshecho (…) Si Cataluña o Vasconia hubiesen sido las razas formidables que ahora se imaginan ser, habrían dado un terrible tirón de Castilla cuando ésta comenzó a hacerse particularista (…) y no habría caído en la perdurable modorra de idiotez y egoísmo que ha sido durante tres siglos nuestra historia”. Ortega y Gasset acertó en el diagnóstico del problema que arrastramos, pero quizá erró en el pronóstico de que este país está condenado a “conllevar” el problema vasco y catalán. ¿Quién se atrevería a afirmar ahora que el independentismo en la sociedad catalana y vasca no será mayoritario en el corto plazo de diez o quince años? La duda hoy es si esos problemas se podrán seguir conllevando.

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29 octubre 2011

Priísmo



Estaba en el ambiente, se palpaba en el aire, pero es la primera vez que, en el cruce accidental con un alto cargo de la Junta, la sensación que deja su conversación es la de los brazos caídos, final de etapa. Podíamos presumirlo, intuirlo, pero ha sido la primera vez que la conversación estaba alejada de cualquier rencilla, lejos de las batallas de antes, como si todo eso hubiera pasado ya a la historia; ya no hay recelos ni inquina porque sus ojos, su expresión, se han marcado con los rasgos del final, la serenidad del acabose tras una larga disputa; que también el fin de ciclo, la inminencia de que todo se acaba ya, conlleva una inesperada sensación de paz o, por lo menos, un cierto descanso. Estaba en ambiente, sí, pero sólo ahora la conversación breve se proyecta a su futuro inmediato fuera de la política.

Los otros, los profesionales de la política, o mejor, los profesionales en vivir de la política, seguirán, sin embargo, igual; sí, muchos de estos que se sientan en el Parlamento, como ayer, los que alternan al compás que le marcan los aplausos al líder con los pateos al adversario. Todos esos que lucharán por repetir en esos mismos escaños mantendrán un discurso agresivo, distante, soberbio y jamás admitirán, como los otros, que el final parece inminente. Jamás se cruzarán con una mirada distinta a la del odio al discrepante, serviles hasta en el sentimiento de ira. Pero lo esencial en este caso es lo anecdótico, lo minoritario, la expresión de fin de ciclo que podía verse en ese alto cargo.

No existe ninguna hegemonía democrática que se haya perpetuado en la historia sin que, antes o después, llegue un día en el que todo se precipita, se desmorona, y el régimen impermeable de varios decenios comienza a hacer aguas por todas partes y se va hundiendo en el horizonte, a la vista de todos que, extrañados, contemplan la escena desde la playa. Le ocurrió recientemente a los conservadores de una de las regiones más prósperas de Alemania, el lander de Baden-Württenberg, que perdieron después de cinco décadas, y le ocurrió mucho antes al PRI mexicano, que perdió el gobierno tras siete décadas de predominio absoluto. Igual puede pasar aquí, en Andalucía. Pero, ocurra o no, al mirar para atrás, lo interesante es pensar que cuando un partido se consolida durante tantos años en el poder es porque existe una identificación con la sociedad. «Antes del PRI, México ya era priísta. Cada mexicano tiene el chip priísta antes de nacer porque el PRI era un reflejo profundo del carácter del mexicano, con algunos rasgos anacrónicos que van desde el individualismo al desapego a las leyes, desde el victimismo al rechazo al extranjero», dice el ex canciller mexicano Jorge Castañeda. ¿Cuál sería el equivalente, la identificación de la sociedad con el régimen político, en el rico lander alemán? ¿Y en Andalucía, existe aquí el priísmo social? ¿De ser así, se dificulta cualquier cambio porque iría contra la sociedad? Tiempo de cambios, tiempo de dudas.

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27 octubre 2011

Agitación (y II)



Y de todo eso que dicen, que el guión de las protestas ya está escrito, que lo que vendrá después de las elecciones serán jornadas incendiadas de protestas contra el gobierno de la derecha, el desahogo que necesita la crisis, la exculpación que necesita la izquierda; pues de todo eso que dicen que ocurrirá tras el 20-N, ya estamos viviendo la antesala que corresponde a la agitación propia de cada campaña electoral. Para entenderlo mejor, sólo hay que pensar desde cuándo es la educación una preocupación fundamental del discurso político. Si se oyen los discursos ahora, lo que está a punto de hundirse no es el sistema financiero, ni las pensiones, ni las pequeñas y medianas empresas, ni el modelo autonómico o las inversiones en obras públicas; no, de repente, lo que peligra en España es la educación pública. El primer vídeo de campaña del PSOE se ha consagrado a la educación y la primera decisión de los socialistas andaluces ha sido la de hacer campaña en la puerta de los colegios y de los institutos de toda Andalucía. Todos los debates, todos los discursos, se detienen ahora en la educación. Pero, ¿cómo se ha producido la transformación, como ha tenido lugar este fenómeno de la comunicación política que ha desplazado los problemas que existían y ha colocado en su lugar otros?

El esquema que se sigue siempre es el mismo. Para crear el debate, lo esencial es encontrar un asunto en el que se pueda recrear la visión clásica, tópica, de la izquierda progresista, tolerante y defensora de la clase trabajadora y la derecha cavernaria, egoísta y defensora de los ricos. En algunas ocasiones ese asunto surge porque el propio PSOE lo promueve a través de una iniciativa política o parlamentaria (ya pueden ser estatutos de autonomía o leyes de memoria histórica), y en otros momentos es el propio Partido Popular el que facilita el montaje con alguna decisión o con una metedura de pata, que en la derecha suelen ser bastante habituales. En cualquier caso, no importa porque, sea cual sea el origen el desarrollo será siempre el mismo.

Esta vez, el origen ha sido la decisión de la presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre, de aumentar dos horas, de 18 a 20, el número de horas lectivas de los profesores en esa comunidad. ¿Es buena la medida para mejorar la educación? En absoluto, porque la educación en España lo que necesita es inversión, no recortes demagógicos como ése. ¿Se justifica por tanto la protesta posterior? Pues no, tampoco. Porque los recortes de Madrid sólo afectan a Madrid, y desde que Esperanza Aguirre anunció la decisión, se han multiplicado las protestas por toda España. Hasta en Andalucía, que desde un año antes ya tenía aprobada la posibilidad de aumentar el horario lectivo hasta las 20 horas, se sucedieron las protestas ‘preventivas’ tras los recortes de Madrid. Ni el fracaso escolar, ni la inversión por alumno, ni el desastre universitario, ni el paro juvenil, ni la continua desconsideración del profesorado; nada ha merecido la protesta porque, en realidad, las protestas, cuando se producen, obedecen a otros fines, fines políticos. Y ese es el momento que vivimos. ¿Por qué se promovieron por toda España las protestas contra Aguirre? Lógicamente para generar un ambiente de recortes en la educación pública que condujeran, directamente, al vídeo que acabamos conocer del PSOE y a los mítines en los colegios andaluces. La agitación siempre acaba en propaganda. O en las urnas, ya se verá.

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25 octubre 2011

Agitación



Dicen que el guión de las protestas ya está escrito; que lo que vendrá después del 20de noviembre serán jornadas incendiadas de protestas en las calles, la reactivación del movimiento sindical, la resurrección de la izquierda, la crispación de los adeptos, la radicalización de los bien pagados. Arderán los contenedores, la mala leche se apoderará de las charlas de los mercados, las sobremesas familiares encogerán el aliento con un fogonazo de tensión, las tertulias de la radio se enredarán en gritos y los universitarios apedrearán los cristales del gobierno.
Dicen, sí, que el guión ya está escrito; que la izquierda, ahora más que nunca, tras la profunda depresión en la que ha caído con el zapaterismo, necesita el chute de la calle, el pálpito intenso de las fábricas, y que el Gobierno del Partido Popular, esta marea electoral que comenzó en mayo y que está tiñendo de azul todo el mapa, es la oportunidad perfecta para que la izquierda se sacuda todas sus dudas, todas las obligaciones que la ha mantenido atada de pies y de manos todo este tiempo. Dicen que sí, que a la crisis de España, a este imposible social de los cinco millones de parados, le faltaba el estallido social que llegará, como corresponde, con un gobierno de derechas en España. Y sucederá entonces lo que, ayer mismo, vaticinó Alfonso Guerra en Sevilla, que «el extremismo de la práctica económica de los conservadores va a generar un malestar social que inevitablemente desembocará en desorden social». Entonces, cuando eso suceda, cuando los ciudadanos se den cuenta de que es la derecha la que los lleva al desastre, la misma derecha que estaba en el origen de la crisis, en ese momento en el que la izquierda ya se habrá reconciliado con su electorado, se volverá de nuevo la tortilla. Los gobiernos conservadores que ahora dominan todos los países de Europa irán cayendo como fichas de dominó porque, como intuye Alfonso Guerra, la marea electoral «girará de nuevo y serán los propios representantes del capital internacional los que habrán de acordarse de que existe la socialdemocracia para que ponga orden en el concierto internacional».

Dicen, sí, que todo eso es lo que sucederá a partir de noviembre en España y, si esos son los planes, será mejor ir contándolos por anticipado para cuando ardan los contenedores, la mala leche se sirva en la barra de los bares y las sobremesas familiares se encojan en un sobresalto de tensión. Porque si eso ocurre, si esa marea de protestas estalla en España y recorre luego Europa, debemos recordar entonces que todo estaba decidido desde muchos días antes de cualquier excusa, de cualquier chispa, de cualquier justificación; antes que cualquier reforma, antes que cualquier política, antes que cualquier decisión, ya existía el guión. Lo recordaremos aunque sólo nos sirva para entender que, definitivamente, ni la crisis ni Europa tienen solución.

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24 octubre 2011

Prescindible



Es la ausencia la que determina siempre la necesidad. El poeta lo comprendió temprano («Apenas te he dejado,/ vas en mí, cristalina/ o temblorosa,/ o inquieta») y desde que entendió que la profundidad de un amor sólo se mide con la ausencia, los versos más gloriosos han nacido siempre de la pena, del desamor. Pero esa máxima no es sólo aplicable a los sentimientos, la ausencia también es una unidad de medida válida para otros muchos aspectos de la vida: de forma general, cuando perdemos algo es cuando aprendemos a valorarlo. Y al revés, la ausencia también nos muestra el carácter prescindible de muchas de las cosas que nos rodean, aquello que nos ofrecen o con lo que convivimos a diario como referencias esenciales, vitales, y que, sin embargo, cuando desaparecen se esfuman con la velocidad implacable del tiempo que va pasando.

El mayor distanciamiento que se llega a tener de la política se produce cuando, después de un tiempo de efervescencia como el que se ha vivido en España desde la Transición, empezamos a comprender que todo esto es perfectamente prescindible. Todo esto, sí, tanta parafernalia, tanto protocolo, tanta polémica artificial, tanto debate baldío, tantos recursos desperdiciados, tanto bla, bla, blá diario que oscila entre la inutilidad y la memez. España es un país que, por la pasión con la que se acogió la democracia tras la muerte del dictador, se ha volcado en exceso con la política o, mejor, con la espuma de la política; la política que no se construye sobre las cosas que ocurren, sino sobre las cosas que dicen los políticos. Y en el cruce diario de declaraciones, van y vienen los problemas, se enredan o se eternizan sin solución. ¿Qué otra cosa ha sido la reforma de los estatutos de autonomía que una formidable estafa del tiempo y de los recursos que se necesitaban para otra cosa? ¿Qué otra cosa ha sido este episodio bufo de solemnizar la transferencia del Guadalquivir como una necesidad imprescindible de Andalucía, «irrenunciable», y ahora acordar de tapadillo su devolución?

Si algo de esto fuera cierto, Griñán ya habría dimitido. Por dignidad dimitió Rafael Escuredo, cuando Felipe González no le transfirió las competencias que necesitaba para poner en marcha la Reforma Agraria. Si el presidente Griñán ha defendido con tanto ardor político la transferencia completa del Guadalquivir, que, al menos por dignidad política, tenga la valentía de dar la cara como Escuredo y largarse a su casa. La coherencia en política no es sólo la defensa de unos principios, también se trata de coherencia personal. Y este naufragio del río, es el naufragio de las pocas naves que le van quedando a Griñán en el discurso. Desde el principio, me ha parecido que la competencia exclusiva del río Guadalquivir era una barbaridad constitucional, que, además, nada le sumaba a la autonomía andaluza. Quien ha defendido lo contrario, quien durante tantos años ha entretenido las prioridades de su responsabilidad con esa filfa, no puede zanjar ahora su batalla con el silencio de un viernes por la tarde, silencio de fin de semana.

Andalucía, la región y su burocracia administrativa, amanece hoy sin las transferencias del Guadalquivir. Verán que nada ocurre; observarán el carácter prescindible de toda esta farfolla autonómica.

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20 octubre 2011

Lección aprendida



En la barbarie terrorista del País Vasco, los andaluces siempre hemos puesto los muertos y las cárceles. No los únicos muertos, claro, ni las únicas cárceles, pero desde los primeros guardias civiles asesinados, jóvenes sin futuro en el campo que soñaron con ser alguien entre las cuatro paredes de una casa cuartel, hasta los concejales acribillados vilmente en la oscuridad de una noche, Andalucía ha sido una de las regiones más castigadas por el terrorismo vasco y, paradójicamente, también ha sido la comunidad a la que han sido trasladados más presos de la banda etarra. Esa ha sido la participación de los andaluces en lo que unos pocos llaman el “conflicto vasco”. Nada más, sólo muertos y cárceles, sin posibilidad alguna de ser oídos por alguien o de influir en cualquier debate. Quizá porque aquella locura, el egoísmo que conlleva todo nacionalismo fundamentalista, tenía que rubricarse con la displicencia miserable con la que siempre se ha mirado a las víctimas. Pero al cabo de tantos años de padecer la misma burla, ya tendríamos que haber sacado alguna lección. Tendríamos que haberlo aprendido, sí.

Tendríamos que haberlo aprendido porque, a partir de entonces, nada de lo que puedan hacer o decir podrá dañarnos más que lo que ya llevamos padecido. Aprenderlo significa no caer en las provocaciones; aprenderlo supone no entrar en más debate que el que determina el acoso policial, la condena judicial y el cumplimiento de las condenas. Aprenderlo quiere decir que marcamos un círculo de legalidad en nuestro entorno, y de ahí no nos movemos. Un círculo de seguridad que es, a su vez, un círculo de protección frente a las provocaciones. Y ya pueden convocar las conferencias que quieran, ya se pueden traer a Kofi Annan con todas las vedettes de las alianzas de civilizaciones, que nada podrá superar la coraza de firmeza que nos ha dado tantos años de sacrificios, de lágrimas, de perseverancia en la democracia y en el Estado de Derecho. Por eso, la única equivocación ante la pantomima internacional ha sido la de concederle la importancia exagerada de considerarla “un triunfo de ETA”. Porque ha sido todo lo contrario; para la banda terrorista la conferencia ha sido una oportunidad fallida, malgastada, que resta interés y trascendencia al comunicado que llevan meses elaborando. Sólo hay que ver el efecto político inmediato que ha tenido en el PSOE, el partido que ha alentado el paripé desde las bambalinas. Nada le sale bien al PSOE de Zapatero desde hace años; la pifia de la conferencia vasca ha sido lo último.

Por eso, sobre debates menores, alcemos la cabeza. Que ya tendríamos que haberlo aprendido. Sobre todo los andaluces, después de haber puesto muertos y cárceles en esa espiral de odio que está en las antípodas de nuestra historia y de nuestra forma de ser; tendríamos que haber aprendido a mirarlos con la seguridad que aporta saber que nunca vencerán. Con los ojos de sabiduría senequista que nos enseñan a afrontar las contrariedades como un ejercicio. ETA no ha ganado, no. Nunca pueden ganar.

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19 octubre 2011

Predicciones



Algunas las grandes predicciones que se han realizado a lo largo de la historia con lo único que no contaban es con que el tiempo pasaría y acabaría llegando el futuro que entonces se vaticinaba. Y que, tanto tiempo después, la enorme solemnidad con la que fueron formuladas esas predicciones se transformaría en un ridículo de carcajada, que es lo peor que hubieran podido imaginar quienes pontificaron, con enorme seguridad, sobre lo que estaba por venir. Como el presidente de IBM, que pronosticó sólo había mercado para cuatro o cinco ordenadores en todo el mundo; o el New York Times, cuando predijo que un cohete jamás podría salir de la atmósfera terrestre; o aquel productor de la Fox que estaba seguro de que «la televisión no va a durar mucho porque la gente se cansará de estar toda la noche mirando una caja». Hace nada, seis años, Alan Sugar, el fundador del gigante de la electrónica Amstrad, dijo convencido que al Ipod le quedaban dos telediarios. «El Ipod estará muerto las próximas navidades. Acabado, desaparecido…» Todas estas pifias enormes, que ahora provocan la carcajada, las han recopilado los del PP andaluz en un vídeo que ya circula por la red (se localiza en youtube como «grandes predicciones PP de Andalucía») y que, como se pueden imaginar, termina con la predicción más repetida en la política andaluza en los últimos treinta años: «El PP nunca gobernará en Andalucía».

A cinco meses de las elecciones andaluzas, la realidad que marcan los sondeos es que, efectivamente, esa predicción puede desmoronarse en las urnas de la misma forma que en las últimas elecciones municipales se desplomó el otro aserto repetido, aquel que decía que el Partido Popular nunca ganaría unas elecciones en Andalucía. Y las ganó en mayo pasado por primera vez en treinta años. Todo ha sucedido, además, en muy poco tiempo; en menos de dos años, la situación política en Andalucía ha dado un vuelco inesperado que sólo se puede comprender por la hondura de la crisis en la que ha caído España y por el deterioro vertiginoso del PSOE como organización tras la salida de Chaves y la caída abrupta de Zapatero. El cambio de gobierno, por tanto, parece ya una hipótesis probable en Andalucía y, si para un demócrata la alternancia en el poder es casi una exigencia, para cualquier ciudadano andaluz, sea cual sea su ideología, la alternancia debe contemplarse ya como la oportunidad de superar algunos problemas enquistados en todo este tiempo, desde el fracaso escolar hasta el paro, pasando por el agotamiento que transpira el Gobierno andaluz por todos los poros de su gestión.

Esas son las ventajas de la alternancia, ahí se quedan. Debe reseñarse así porque lo que, de ninguna forma, puede conllevar la alternancia es a la expresión de otros instintos que anidan en la política. La revancha, la venganza; el sectarismo en respuesta al sectarismo padecido, los favores a los propios para replicar los favores de los otros. Ahora que el PP está en alza, está creciendo a su alrededor una corte de instigadores de revancha, interesados y pelotas, radicales y sectarios, que pedirán para ellos los galones de la victoria e incendiarán todos los ambientes con el aliento de la venganza. Ya se les ve porque ya lo van diciendo, porque ya levitan eufóricos. Pero la alternancia no pueden ser ellos; la alternancia nunca puede conducir a la venganza. La alternancia es otra cosa. La alternancia no la gana el entorno radical.

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18 octubre 2011

El ton y el son



Se oía a Marisol Yagüe en la radio, tanto tiempo después, y su voz, ayer, parecía una grabación de otro tiempo, no de ahora. Sucede con el caso Malaya, ahora que afronta su última fase en el juicio, igual que con algunas épocas del felipismo más oscuro: muy poco tiempo después de que todo salte por los aires, el mero recuerdo de sus protagonistas provoca una sensación extraña en todos nosotros, porque parece mentira que esos personajes hayan podido existir en la rutina de todos los días. Un gobierno local de corruptos que, con el apoyo mayoritario de la ciudadanía, comenzó embarcando a las prostitutas en autobuses para mandarlas lejos; que, a cambio de comisiones millonarias, recalificaba los terrenos a su antojo, ya fueran «azules, verdes o amarillos», como decían entonces; que se pavoneaba, que se mofaba en los periódicos y las radios del ‘imperio amigo’ de todos los que lo acusaban; que gozaba de inmunidad política y judicial. Todo eso fue posible en Marbella durante un decenio y, volver a oír ahora aquellas voces, produce el desconcierto de una pesadilla, el sobresalto de no entender cómo fue posible, cómo tanta gente llegó a pensar que todo aquello, grosero y descarado, formaba parte de la normalidad democrática. La última fase del caso Malaya llega desde otro mundo; nos devuelve a esta orilla de la crisis los fantasmas del buque naufragado en la época dorada del pelotazo.

La alcaldesa de Marbella, aquella mujer que llegó al Consistorio desde las asociaciones vecinales, rociera y dicharachera, fue la que mejor definió el concepto de la adaptación en política cuando, ante las primeras exigencias de legalidad urbanística, soltó aquello de que «si Chaves quiere que le demos un giro de 180 grados al Ayuntamiento de Marbella, yo le doy uno o dos, los que hagan falta». Todos los ingenuos podíamos pensar que la alcaldesa de entonces, la pobre, no sabía lo que decía, porque si el primer giro de 180 grados te coloca en el lado opuesto del que vienes, el segundo giro vuelve a colocarte en el mismo lugar del que procedes. Pero no era ingenuidad, no: ésa es la esencia de la frivolidad política, el laissez faire de quienes han amparado un desfalco como el marbellí; dejar hacer, dejar pasar hasta que el ambiente se hace irrespirable. Entonces, un concejal expulsado acude a la policía, un secretario indignado cuenta todo lo que ha visto pasar por su mesa de despacho y un empresario extorsionado cuenta las comisiones y los favores que ha tenido que pagar.

«Se ha dicho de mí que soy rociera y ni siquiera voy a El Rocío. A mí lo que me gusta a rabiar son los boleros, más que la canción española. Fíjese lo que le digo». En su primera entrevista en este periódico, Marisol Yagüe sacó sus esencias más románticas, aunque luego explicó que, de verdad, por quien cantaba muy bien era por Juanita Reina y por Conchita Piquer. En aquel tiempo creo que hasta llegué a imaginarla en la Alcaldía, con su bata de cola, frente a la mesa de despacho. Los convenios urbanísticos a una parte, el radiocasete en el otro. «La gente no va por ahí haciendo regalos sin ton ni son», declaró ayer ante el tribunal Marisol Yagüe, otra vez sublime en su simplicidad. Y que lo diga. De hecho, ésa es la esencia del tráfico de influencias. Marisol ha vuelto. Sin ton ni son.

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17 octubre 2011

Síndrome Cyrano



Es cuando, en la película, el joven cadete Christian comete el error fatal de pensar que la belleza, su belleza, embriaga más que las palabras, las dulces palabras de amor que, día tras día, ha ido escribiendo en su nombre Cyrano de Bergerac; las cartas de amor que han hecho desfallecer a la hermosa Roxana cada vez que se deslizaban, suaves, por debajo del portón de madera de su casa. Christian pensó que había llegado el momento de prescindir de Cyrano, de su elocuencia, y se citó con su dama, un atardecer, en un patio de pórticos de piedra dorada, una fuente sencilla en el centro y un ciprés al fondo por donde saldría la luna poco después. «Hablad, os escucho», le dijo ella. «Os amo», respondió. «Sí, sí, habladme de amor», insistió ella. «Te amo». «Vale, ése es el tema, adornadlo». Y Christian, igual: «Te quiero tanto…» «Os creo, pero qué más. Dónde están vuestras palabras de amor, que ya no escucho. Decidme, cómo me amas». «Te quiero... mucho», dijo y la bella Roxana se desesperó. «¿Te quiero? ¿Otra vez? Id a buscar la elocuencia precisa; entonces volvéis». Y se marchó; Roxana se marchó cuando ya ni siquiera se oía a Christian, hundido, repitiendo su torpe cantinela de amor, «te adoro, te amo… Te quiero mucho».

Se me vino Christian a la cabeza cuando este fin de semana contemplaba las imágenes de las manifestaciones de los indignados del 15-M, esa extraordinaria e imprevista movilización que se ha extendido por el mundo con eslóganes enternecedores. «Todos juntos por los derechos de todos», «Esta noche brilla el sol», «El sistema está muerto, el pueblo está vivo», «No somos anti-sistemas; el sistema es anti-yo», «Vamos despacio porque vamos lejos», «Where is my bailout?», que exclama en su pancarta de papel un niño londinense, con los dientes apretados. ¿Dónde está mi rescate? Y junto a todos esos lemas, sonrisas, máscaras, vaqueros y tirantas, los brazos en alto, canciones y emociones. La primavera es más intensa cuando estalla en otoño y ese sudor de vida, esa inquietud que hace hervir la sangre, empapa todas las protestas de los indignados en todo el mundo. Pero se termina la euforia, se diluye la multitud por las callejuelas, y sólo queda la pregunta de Roxana. Injusticia planetaria, quiebras de países, de empresas, de personas; el sistema que conocíamos está en crisis, sí, vale, ése es el tema, pero qué más. El síndrome Cyrano.

Que esta crisis no es cíclica sino estructural, que estamos en pleno torbellino de cambios profundos que hacen tambalear al sistema, todo eso ya lo sabemos todos. Lo dicen las pancartas de los indignados y lo explica el propio presidente del Banco Central Europeo, Jean Claude Trichet: «la crisis es sistémica y debe afrontarse de forma contundente. Cualquier retraso sólo contribuirá a agravar la situación».
Las protestas del 15 de marzo se han extendido por todo el mundo con la misma ingenuidad con la que nacieron, una protesta justificada y ciega; justificada porque son loables los fines que se persiguen y ciega porque no acierta a ofrecer, ni los manifestantes ni los intelectuales que los amparan, ninguna salida a esta situación crítica.

En una pancarta hecha de cartón, dos manifestantes portaban esta sentencia: «Hasta los huevos de que no haya alternativa». Pues sí, hasta los huevos, pero ése es el problema que, incluidos los del 15-M, no parece que haya más alternativa que reparar lo que ya habíamos construido. Para volver a sentirnos confortables en el menos malo de los sistemas que ha conocido la humanidad.

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14 octubre 2011

Al diablo



Esta columna es una equivocación. Un error que va contra las normas elementales del género porque así está escrito, porque así lo aconsejan los grandes y porque así lo dicta la lógica. Esta columna corre el riesgo de perderse en las primeras líneas porque todo el mundo que escribe en un periódico sabe, o debe saber, que el abismo se abre bajo sus pies en el primer párrafo. «Debemos recordar que para los lectores lo más fácil del mundo es dejar de leer un artículo después del primer párrafo, o por la mitad, o en cualquier etapa. Ni siquiera necesitan tomar una decisión consciente. El ojo se les va de página, o dejan de leer porque suena el teléfono, y nunca la retoman. Y si no terminan nuestra columna una semana, quizá no la empiecen la siguiente». Lo dijo Paul Johnson en un ensayo que tituló ‘El arte de escribir columnas’. Y como cada día sentía el vértigo del primer párrafo, como en cada columna se asomaba a ese abismo, sabía bien que ningún columnista sobrevive mucho tiempo sin ser un hombre o una mujer de mundo y, en consecuencia, sin saber conectar con las preocupaciones de la gente, con el interés y la lógica de la gente, con los placeres y con las desgracias de la gente.

Por eso, ¿a quién diablos se le puede ocurrir escribir una columna sobre Duran Lleida sin asumir que, al primer párrafo, el lector se mude de página? Porque está harto, porque esta retahíla de nacionalistas catalanes y vascos cansa, abruma en el hartazgo, después de tantos años de repetir lo mismo; la misma cantinela, la misma amenaza de desafección, la misma tontura, los mismos insultos. Que levante la mano quien, al oírlo, al oírlos, no experimenta una sensación inconfundible de hastío, un ahogo de indigestión.

Otra vez un nacionalista catalán que, para justificar su única política de exigencia permanente, menosprecia a los demás, infravalora a los demás; escupe tópicos para buscar aplausos. Y otra vez, tras el exabrupto, una cadena de declaraciones previsibles, falsos golpes de pecho y sonrojantes muestras de solidaridad con un pueblo, el andaluz, que es el único que no cuenta en esa refriega. El ferrallista que se levanta cada mañana a currar, con el único miedo en el cuerpo de que el gerente lo llame al despacho y le entregue una carta de despido; el comerciante que acude a las cinco de la madrugada al Merca para sacar adelante la tienda de barrio en la que trabaja con su mujer; el universitario que se estruja los codos para poder buscarse la vida fuera de esta tiesura... ¿Qué le importa a toda esa gente lo que diga Duran Lleida, si su perorata de carajote se despacha con la facilidad con la que se manda a alguien a tomar viento fresco de Levante?

¿Quieren hablar de subvenciones, de cultura de la subvención, de los pesebres de las autonomías? Vale, porque ése es el debate importante, no esa bagatela del PER aunque también esté minado de fraudes. Se puede hablar, sí, pero de Duran Lleida, no, por favor, que ya vale de este discurso bobo de los nacionalismos ricos. Al diablo.

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11 octubre 2011

Lágrimas de pan



En la acera, un niño llora con un bocadillo en la mano. Está sentado en el escalón de una casa y las lágrimas corren por las mejillas con la intensidad que sólo alcanza la pena de un niño. Llora y se ¡hacen surcos en sus mejillas churretosas y las lágrimas empapan el pan que todavía le queda en la comisura de los labios; algunas gotas caen en el bocadillo, ya casi deshecho, desatendido, que sujeta con una de las manos. En la acera, un niño que hace tan sólo un instante era feliz, que sonreía despreocupado con su bocadillo de la merienda en la mano, llora desconsolado porque alguien ha cortado de golpe su felicidad. Llora el niño lágrimas de pan y al final de la calle se ve correr, entre carcajadas, a una pandilla de niños mayores que al verlo en la acera, sentado, decidieron mofarse de él, rodearlo de empujones, acosarlo con pellizcos, y luego salir corriendo, con más burlas y motes.

Nada conmueve más en la vida, nada transmite una angustia mayor, más profunda, que la desgracia de un niño. Será porque todos arrastramos la nostalgia de la inocencia perdida o será porque la infancia es el único territorio en el que podemos vivir la felicidad completa, sin interferencias, con la inconsciencia limpia de muertes y frustraciones de esos años. Cualquiera de esas razones que guardamos como un tesoro de canicas, nos convierte en los seres más vulnerables ante la imagen de un niño que sufre. Un niño mutilado en medio de una calle revuelta de llamas y escombros; una niña sola, con los labios resecos de polvo y tierra; un niño hambriento comido de moscas en un poblado de la selva... Cualquiera de esas fotografías, que hemos vista repetidas mil veces, se impone siempre a todas las demás cuando se trata de reflejar lo peor de las guerras, de los terremotos, de la hambruna. La simple estampa de arriba, la imagen cotidiana de un pequeño llorando sentado en el escalón de su casa con un bocadillo en la mano, una bobada así transmite una pena tan honda que atraganta; hace años que me conmovieron aquellas lágrimas que se empapaban en el pan y jamás he logrado olvidarla.

¿Qué imagen más brutal, más dramática que la de los dos niños desaparecidos que jugaban en Córdoba en un parque para plasmar la sinrazón de tanta violencia en los hogares? ¿Qué nos está pasando? ¿Que otra imagen que ésta de dos hermanos, el uno con el bigote de chocolate; la otra, con dos lazos rosa en las coletas, raptados violentamente del columpio, que se queda vacío, balanceándose inútilmente? El sobresalto de tanta violencia en las familias, la miseria de utilizar a los hijos en las separaciones... La sinrazón en la que se ahoga el amor es quizá la peor de todas las locuras del hombre, la más ciega. La foto de esos dos hermanos lo ha venido a representar ahora.

Llora el niño lágrimas de pan, y nadie sabe la pena que esconde…

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07 octubre 2011

Simplicidad



Veo su foto recortada en un contraluz de azules y negros, la silueta menuda de su cuerpo, una camisa tal vez sin cuellos, un pantalón ajustado, las manos en los bolsillos. Camina hacia la izquierda, con la cabeza levemente inclinada, no cabizbajo, porque es más bien imagen de un hombre pensativo. Un flequillo breve y el contorno preciso de sus gafas redondas, como aquellas de John Lennon. Es una de las fotos que ahora se multiplican de Steve Jobs, el santo Jobs de la modernidad, el icono de estos tiempos, que logró un imperio con la receta más sencilla, trabajo y calidad; esfuerzo y excelencia. Como ya tenía aprendido desde muy niño que esas eran las fuerzas con las que siempre ha progresado el hombre, a Steve Jobs no le hizo falta siquiera acudir a la Universidad para cambiar el mundo que conocía, para cambiarnos la vida a millones de personas que, ahora que se ha muerto, siempre seguiremos adorándolo por su lección de vida. Que no hace falta siquiera entrar en el extraordinario mundo de Apple para comprender, otra vez en la historia, que los genios se distinguen de todos los demás por su humildad. Que nadie nos engañe. La foto del contraluz se acompaña de una de sus frases más repetidas: “Este ha sido uno de mis mantras: enfoque y simplicidad. Lo simple puede ser más duro que lo complejo. Tienes que trabajar duro manteniendo tu mente clara para hacer las cosas simples. Vale la pena llegar llegar hasta el final con esto, porque cuando terminas, puedes mover montañas".

Es un pensamiento recurrente que, con la muerte del creador de Apple, ha vuelto a cobrar vigencia. Quizá la humanidad ha alcanzado ya tal grado de complejidad, que lo realmente imprescindible ahora es recuperar aquellos principios elementales que han quedado difuminados en el camino. Primero el enfoque, que es saber dónde queremos llegar, que es elegir qué queremos lograr, que es entender qué queremos ser, cómo queremos ser. Luego, la simplicidad, aprender que todo aquello que hemos seleccionado se logra de la manera más simple, ofreciendo a todos las mismas posibilidades, premiando a los mejores, eligiendo el esfuerzo, optando por la competencia leal que nos hace crecer. Y todo eso tan sencillo, tan simple, es el camino más complejo, más duro, pero también el más satisfactorio.

Mira la foto de Steve Jobs, el contraluz de esa persona menuda, su camisa sencilla, sus gafitas redondas, y luego repasa mentalmente todo lo que nos rodea. Mira la foto de Jobs, su lección de sencillez y el imperio que ha conseguido, y entonces cobrará un valor especial el derroche de dinero, de talentos, de recursos que hemos asumido como parte del progreso. Mira esa foto, sí, y luego, si todavía quedan dudas, repasa las páginas diarias del periódico en la que se narran las historias de gente que son nadie, que nunca serán nadie, y han convertido la política en el arte de medrar, en el negocio de sus vidas. Todo esto, este entramado inabarcable que va desde la corrupción contante al despilfarro sonante, sólo puede desmontarse con el regreso al mantra que hizo grande a Steve Jobs. Estas estructuras de nada, este desperdicio diario, alguna vez tendrá que derrumbarse para que el trasluz de esta sociedad sea el de una persona sencilla que camina pensativa con las manos en los bolsillos. Y ese tipo, al que ni siquiera se distingue, es el más grande entre los suyos, aquel que consiguió cambiar nuestras vidas para hacerla mejor.

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05 octubre 2011

Bonjour, tristesse



Lo necesitamos. Días así, semanas así, que dispersan, que evaden, que nos llevan a otra órbita, que nos quitan los pies del suelo. Hacen falta, sí, estos días de irrealidad en los que de descubrimos que, en verdad, todos estamos un poco locos; que lo que realmente le ocurre a este mundo es que «no hay cabeza buena», como acierta a decir en cada episodio de absurdo Alfonso Rodríguez ‘el Cani’, con esa pose suya de andaluz eterno que deambula, arriba y abajo, por la calle Sierpes o por el Mentidero, y esa filosofía que tiene de herencia del Beni de Cádiz, racionalismo descriptivo, sabiduría burlona y callejera. «No hay cabeza buena», y hoy es uno de esos días en los que podemos mirar alrededor para comprobarlo, porque nada se parecerá a la realidad, todo aparecerá deformado, distorsionado, como si las calles, con sus escaparates, se hubieran convertido de pronto en el callejón de espejos cóncavos y convexos de cualquier barraca de feria. Que se casa la duquesa de Alba en su palacio de Sevilla, a los ochenta y seis años, y van corriendo los niños por la aceras después del colegio, empujando a marujas y paparazzis, colándose entre las pancartas de los jornaleros que otra vez quieren revivir su lucha eterna contra el cacique. Corren todos para buscar un sitio frente a la puerta del palacio. Para cuando salgan a saludar. «A seis mil euros se han alquilado los balcones», dicen los vecinos y señalan algunas casas de enfrente del palacio de Dueñas. ¿Seis mil euros por contemplar unos instantes a la duquesa, cuando salga a saludar, con su marido postrero? No hay cabeza buena, no, no, no la hay.

Las grandes bodas siempre definen épocas porque responden, de una u otra forma, al momento que atraviesa un país. Si, por ejemplo, quien se casa es un gran financiero, un hombre del mundo de los pelotazos financieros, unos Albertos o unas Koplowich, entenderemos que el país atraviesa unas épocas de bonanza económica, de despegue, en el que algunos están amasando grandes fortunas. Si la boda nos trae, en cambio, referencias políticas, como la boda imperial con la que Aznar se paseó con su hija por el Escorial, entenderemos que está próximo un declive porque a algún gobernante se le han comenzado a desajustar las entendederas y ha comenzado a levitar sobre los mármoles de su despacho. Si la boda es como la de hoy, no hay más remedio que convertirla, de inmediato, en metáfora de este momento, de esta crisis. La boda y, sobre todo, las fotos del topless espectacular de la duquesa hace treinta años. Tetas de Alba, añoranza de lo que fueron. ¿Acaso hay otro sentir en la España de hoy?

Yo, que siempre veneré a Jesús Aguirre, me lo imagino hoy en el altar de aquella capilla. Su espíritu visible, otra vez vestido con el hábito sacerdotal. Estará allí, sí, para repetir la anécdota que ya le contó a Vicent, aquel domingo que él celebraba misa en Madrid. Oficiaba Aguirre y en el momento crucial en el que el sacerdote levanta los brazos para dirigir una plegaria al cielo, bajó la cabeza y observó en primera fila a un antiguo adonis, huido y regresado de Francia. Y sin bajar los brazos, y sin cambiar el tono de la plegaria, miró a los ojos a su joven amigo y, en vez del dominus vobiscum, le dijo, «bonjour, tristesse». Luego, siguió la misa como si tal cosa. Hoy, en aquella capilla diminuta, estará Aguirre para reivindicar su memoria de Duque de Alba, para mirar a los novios con la misma cínica y sublime sonrisa de siempre y decirles lo mismo. De hecho, todos los días nos deberíamos levantar y saludar a través de los cristales con el mismo susurro de hoy: Bonjour, tristesse.

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04 octubre 2011

Radicales



Tengo miedo de los radicales porque suelen ser más convincentes. En España, sobre todo. Aquí hay tanta predisposición a apoyar y a asumir las tesis de los radicalismos, del populismo de los extremos, que cuando se plantea una batalla, el rival moderado sabe de antemano que está perdido porque frente al trazo grueso de los radicales, incluso frente al exabrupto, nada puede hacer la lógica ni el razonamiento. Incluso la verdad; tampoco esa evidencia suele ser irrefutable para esos tipos porque siempre confían en el apoyo ciego de sus seguidores. Por eso, entre la clase política española se fomenta tanto el discurso conspirativo, que suele ser basto y grosero, porque se sabe que entre gran parte de la ciudadanía existe una inclinación natural a creerlos, sobre todo cuando exponen sus teorías envueltas en alambicadas y oscuras conspiraciones. Entonces son imbatibles, y aunque alguien intente desmontar las tres afirmaciones vagas en las que se sustenta una conspiración, para el personal siempre será más interesante el misterio de una jugada oculta, aunque sea falsa, que la aburrida lógica de la normalidad.

En otras épocas de nuestra historia, la inclinación natural del español por concederle todo el predicamento a los extremistas nos ha llevado a pasajes tan sangrientos como la Guerra Civil, que dejó huérfanos por todos lados, pero que se cebó, sobre todo, con aquellos que, sencillamente, no comulgaban con los excesos de unos ni de otros, aquellos que eran antifascistas, pero también antirrevolucionarios. Aquellos que tenían como única doctrina, «como única única y humilde verdad, un odio insuperable a la estupidez y la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia», como decía Chaves Nogales. Aquella guerra civil, la salvaje masacre entre hermanos, curó de muchos espantos a la sociedad española y los cuarenta años posteriores de humillaciones y represión, cárcel y exilio, nos dejaron tan exhaustos en la playa cuando la dictadura naufragó, que en la Transición apareció amanecer una sociedad nueva, centrada, moderada, reticente de cualquier radicalismo, escaldada de los discursos incendiarios. Por eso fue posible la Transición, porque en la memoria colectiva estaba nítido el deseo de no volver a repetir errores.

Treinta y seis años después, no puede decirse que la sociedad española haya cambiado el rumbo, su apuesta por la moderación, porque se ve así en los estudios sociológicos periódicos y en la cola diaria de las pescaderías. Pero los radicales no han desaparecido; siguen ahí lanzando mensajes diarios, agitando al personal, desde un lado y desde el contrario, propagando miedos y trenzando conspiraciones. Y siempre hay alguien dispuesto a escucharlos, siempre existe un público fiel que los acompaña, que asiente con la cabeza, que piensa que nada se explica en este mundo sin una razón oculta, un interés secreto, un engaño camuflado. Llegan las campaña electorales, y ese fru frú vuelve a movilizarse, por doquier, como una inercia aprehendida, inconsciente. Y ya no hay política, sino conspiraciones; no hay Justicia, sino jueces y fiscales manejados como guiñoles, juicios políticos; no hay economía, sino intereses ocultos. No es nada en concreto, y es todo. Detalles, declaraciones, tensión acumulada, polémicas interesadas, insultos soterrados. No es nada en concreto, y es todo, una advertencia generalizada a nosotros mismos contra esos tipos que inventan conspiraciones diarias para encontrar el modo de pegarle dos patadas a la mesa.

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03 octubre 2011

Doritos



No es la factura de Doritos, es la degradación mental que lleva a un político a entender que su trabajo, su responsabilidad de servicio público, lo autoriza a pasar la factura de unas chucherías. No son los dos euros escasos del paquete de Doritos, que no, que es la malformación a la que se ha llegado, la consigna del abuso normalizada; ganapanes, aprovechados y oportunistas que han entrado en las instituciones con el único norte de hacer carrera adosados como parásitos en cualquier organismo oficial, allí donde los lleve el reparto de listas electorales, el dedo de los cargos de confianza o la gatera de los asesores. Son ventosas incrustadas en la caja del dinero público, termitas de un sistema; están por todas partes y la factura de los Doritos, que hasta ahí llegaron los gastos de dietas que pasaban los cargos de confianza del PSOE e Izquierda Unida en la Diputación de Granada, es el último grito que nos señala que este despilfarro de años tiene que pararse ya. No aguanta más.

El ejemplo de los Doritos es el más espectacular porque de todos los conocidos es el más miserable, el que nos lleva a pensar que si se ha pasado una factura por una bolsa de fritos de maíz, hasta dónde no habrá llegado el descontrol en muchos ayuntamientos, diputaciones, empresas públicas, mancomunidades y gobiernos. Se pasa la factura de los Doritos y ningún control interno es capaz de localizarlo y desautorizarlo a pesar de que se trata de un gasto ilegal, como tantos otros de mucha mayor cuantía; nada ocurre porque antes de que se instaurara el abuso se eliminaron, o anularon, todas las garantías de independencia de las intervenciones y las tesorerías que deben velar por el uso correcto del dinero público. Si por los controles internos de una diputación ha pasado la pifia monumental de una bolsa de Doritos, porque la pequeña ilegalidad lo que delimita aquí es el alcance de la pillería, es que el desfalco de esas arcas públicas ha sido generalizado. Todo vale. Y contra eso, se exigen ahora algo más que explicaciones políticas, que no han llegado, o dimisiones, que no llegarán; es necesario que vuelva la garantía de que el dinero público es un bien sagrado en una democracia.

No es la bolsa de Doritos que ese tipo ha pasado como gastos a la Diputación de Granada, es la inconsciencia de estar convirtiendo la política en un fangal; es la irresponsabilidad de alimentar en la calle la repugnancia por la política. Este goteo diario de abusos que se conocen por doquier, entre corrupciones mayores y gorrones menores, comisiones y comilonas, está degradando la vida pública al límite del riesgo mayor que tiene una democracia, el golpismo de barras y mercados, el discurso del 'todos son iguales'. Porque se le abre el camino al discurso más reaccionario, en el que ya no se hacen distinciones, ni existen principios que salvaguardar. Si la clase política no entiende así la anécdota de la bolsa de Doritos, con esa gravedad, es que ha perdido el norte. No aspiremos ya a que el hombre o la mujer que se dedica al servicio público sea ejemplo entre los suyos. Está tan lejos el gobierno de los mejores, la aristocracia platónica ha dejado hace tanto tiempo de servir ni siquiera para cita de los discursos, está el nivel tan bajo, en fin, que ya sólo podemos aspirar, como demócratas, a la normalidad.

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No contamos



Si algún día, en un arrebato de cordura, España amaneciera gobernada por la lógica de las cosas, entenderíamos de golpe que no es posible sacar adelante un país en el que un alcalde gana más dinero que el presidente del Gobierno y en el que un policía local de pueblo le triplica el sueldo a un comandante de la Guardia Civil que tiene a su cargo el control de fronteras continentales. Entenderíamos que las regiones más pobres no pueden duplicar en funcionarios a las más ricas; que las autonomías no pueden usar las ventajas fiscales y los privilegios para hacerle la vaca a la comunidad vecina; que un simple delegado provincial de un gobierno regional no puede disponer de un palacete y una corte de asesores mientras se agolpan enfermos en los pasillos de los hospitales. Si amaneciera un día la lógica, la enumeración de los agravios antiguos y los desequilibrios imperecederos se haría tan larga que acabaría en sobresalto al comprobar que han pasado los años y lo único que se ha logrado ha sido perpetuar esos defectos del sistema. De una forma casi poética lo expresó hace unos días el fiscal superior de Andalucía, Jesús García Calderón, en su discurso de inauguración del año judicial. Dijo el fiscal: «Tengo la obligación de recordarles la asombrosa lealtad de nuestras carencias». Tal como suena la frase, uno se imagina que el fiscal ha llegado a ese párrafo y ha levantado la mirada por encima del atril, para dirigir al público un gesto de complicidad, para recoger un guiño de comprensión, algún gesto de asentimiento.

«La asombrosa lealtad de nuestras carencias…» Cómo no estará la cosa, cómo de hartos deben andar los fiscales, tan discretos, tan reservados, tan callados, para propinarle un bofetón así a la Junta de Andalucía. Porque, en el discurso, el fiscal superior no se quedaba en esa frase, sino que aprovechó para hacer un rápido resumen de lo ocurrido desde que la Junta de Andalucía asumió, hace ya más de un decenio, las competencias de Justicia. El fiscal lo enumeró con una secuencia que parecía interminable, y que siempre comenzaba con la misma expresión: «No contamos con espacios suficientes, no contamos con oficinas adecuadas, no contamos con la infraestructura personal y material que necesitamos, no contamos con tiempo ni asistencia técnica, no contamos con gabinetes de comunicación, no contamos con suficientes instrumentos estadísticos fiables…» Así hasta concluir que, en realidad, las carencias de la Justicia andaluza son «incomprensibles e impropias de una región ubicada en un estado de la Unión Europea» y que, además, con tanta limitación de recursos lo que se dificulta de forma extraordinaria es la lucha contra la corrupción.

No contamos… No sé si el fiscal superior reparó cuando redactaba su discurso en la metáfora subyacente, por el juego semántico, que se produce al repetir, tantas veces, esa expresión. No contamos, no, porque ése es el problema, fiscal, que para esta gente es como si no existiéramos. Sólo cuentan para ellos, sólo cuentan ellos.

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