El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

29 enero 2010

Habla andaluza




En Andalucía cada vez se habla peor. Y no me refiero a los jóvenes andaluces de la nueva generación ni-ni que aparecen en los concursos de televisión o a las señoras que se explayan en un plató con sus detalles de enaguas y frustraciones. Ni siquiera a las estrellas andaluzas del fútbol, que no hay más que oírlos al final del partido, porque hasta los jugadores del Este se expresan mejor que los andaluces. No, cada vez se habla peor en la Andalucía oficial.

«¿Tú no te avergüenzas cuando oyes hablar en un telediario a consejeros como Luis Pizarro o María Jesús Montero?», me preguntaba hace poco un veterano socialista andaluz. No son los únicos, desde luego, pero sí podrían representar la deriva del habla andaluza en la clase política. Para gente como Pizarro o Montero, el andaluz sólo tiene dos normas básicas: la supresión de la ‘d’ intervocálica al final de las palabras y un acento pronunciado, como de chuleta urbano. Algo así: «El Gobierno se ha reunío y ha decidío que es necesario implementá nuevas políticas».

La paradoja es que lleguemos a esta situación después tres décadas de autonomía andaluza, de autogobierno, porque la defensa del habla andaluza, sin complejos, era una de las mayores ilusiones. Que cualquier profesional andaluz, de cualquier materia, cualquier ciudadano, de cualquier parte de Andalucía, no sintiera vergüenza de su forma de hablar. Y que pudiera hablar un andaluz culto con orgullo y con rabia frente a quienes pretenden reducirlo a un acento que sólo sirve para los chistes, para los sirvientes de las comedias y para los borrachos de los teatros.

¿Tiene arreglo todo esto? Al contrario de lo que sucedía hace treinta años, el habla andaluza ha desaparecido de las preocupaciones políticas y académicas. Entonces, al principio de la autonomía, creo que llegó incluso a constituirse en el seno de la Consejería de Cultura un ‘Aula permanente del Habla andaluza’ y eran habituales los simposios y las publicaciones en las universidades sobre las características del andaluz. Se publicó, por ejemplo, patrocinado por la Junta de Andalucía, un libro de José María Vaz de Soto, ‘Defensa del Habla andaluza’, que es, quizá, uno de los ensayos más prácticos y contundentes sobre la forma de hablar de los andaluces. En ese libro, hay, incluso, un capítulo que le iría de perlas a los Pizarro y Montero de la política andaluza; se trata del decálogo del andaluz culto en el que José María se refería, precisamente, a esa forma de hablar. Y decía: «opino que, grosso modo, el andaluz culto debe y puede conservar esa “d”, más o menos relajada, en los mismos casos que el castellano culto».

¿Quién se preocupa hoy del habla andaluza, de que los andaluces sientan orgullo de su forma de expresarse y de que lo hagan sin complejos? Da la sensación de que todo eso, en gran medida, ha desaparecido. Y sin impulso político ni sensibilidad académica, qué otra cosa puede ocurrir más que en Andalucía cada vez se hable peor.

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Aniversario



Hay heridas que uno no quiere que cicatricen. Quizá porque el dolor es el último tributo de amor que podemos dedicarle a quien tanto hemos querido cuando ya no podemos abrazarlo, ni sonreírle, ni besarlo. Mañana, treinta de enero, se cumplen doce años del asesinato del concejal Alberto Jiménez Becerril y de Ascen, su mujer. Esa herida no quiero que cicatrice. No quiero olvidarlos; ni a ellos ni a sus asesinos de ETA.

Fue Soledad Becerril, entonces alcaldesa de Sevilla, la que, varios años después de aquella trágica mañana, me descubrió la importancia de que haya acontecimientos en la vida de una persona que, aunque sean negativos, no debemos de olvidar jamás. Olvidar no siempre es aconsejable para poder superar una tragedia. Se va diluyendo la pena, la angustia que se agarra a la garganta, y el recuerdo se transforma en orgullo y en reivindicación de quien se han ido. De sus valores, de sus frustraciones, de sus deseos. Habían pasado los años, y Soledad Becerril, que aquellos días del funeral surgió inmensa ante la ciudad y todo el mundo pudio verse reflejado en sus lágrimas de alcaldesa, me confesó que ya nada podría ser nunca igual que antes del asesinato de Alberto Jiménez Becerril. “La falta de Alberto es diaria. Esa herida no se cierra... Ni yo quiero que cicatrice, quiero que todos lo tengan siempre presente. No quiero que la ciudad lo olvide, no quiero que la gente sea indiferente ante el terror, quiero que las nuevas generaciones sepan lo que pasó”.

Mañana se cumplen doce años de aquel asesinato y cada vez que miro hacia atrás me sorprenden las mismas imágenes, idénticas obsesiones. El sobresalto de la madrugada cuando suena el teléfono, el despertar triste de la ciudad, envuelta en una mañana gris de agua helada; el silencio en las aceras y en las instituciones, el llanto de todos los concejales, de todos los partidos, el laconismo de un guardia civil cuando se hablaba de los tres hijos de la pareja asesinada, niños de entre cuatro y nueve años que nunca más volverían a ver a sus padres: “Pues fíjese que nosotros tenemos un colegio de huérfanos…”

Tenía razón Soledad Becerril. Quiero recordarlos, como estos días atrás, cuando los del PP celebraban los sondeos que, por primera vez, le dan como ganador al PP en Andalucía y pensaba en Alberto, en cómo se acercó a nosotros en una noche de las elecciones del 96, eufórico, con el periódico en la mano y el dedo señalando, en una página, el vaticinio que nunca se había cumplido: la victoria de los populares en La Moncloa. Recreo aquella escena, en silencio, mientras repaso otra vez la crónica de aquel día: “El conserje nocturno del hotel Doña María oyó algo como un petardo. Pero no era un petardo. Era un disparo en la nuca de Alberto Jiménez-Becerril Barrio, teniente de alcalde de Sevilla, 37 años, tres hijos, concejal del Partido Popular, delegado municipal de Hacienda, auténtica mano derecha de la alcaldesa. El conserje del Doña María no oyó el segundo tiro, que debió de producirse muy pocos segundos después, y que impactó en la nuca de Ascensión García Ortiz, esposa de Alberto, que caminaba a su lado, con unas flores recién compradas, por la calle Don Remondo. Los dos disparos, a bocajarro, eran mortales de necesidad. ‘Incompatibles con la vida’, dijo un miembro del 061.”

Treinta de enero. Se cumplen doce años. Otro aniversario más para que recordar que no queremos que cicatrice esa herida.

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28 enero 2010

El cambio




El cambio se ha convertido en un lema universal de la política porque, en plena crisis de las ideologías, esa invocación sirve de comodín para cualquier campaña electoral. Como de lo que se trata es de dirigir el mensaje a la mayor parte del electorado, se prescinde de las ideas y se acude al concepto. Pragmatismo electoral que nada tiene de malo porque, en realidad, conecta con dos principios esenciales de la democracia: la necesidad de alternancia en el sistema y la posibilidad de que los ciudadanos, con sus votos, pongan y quiten gobierno. “¿No te gusta lo que hay? Pues cambia”. Tan básico como eso.

Se ha extendido tanto la estrategia del cambio que hace unos días Tomothy Garton, un catedrático de Estudios europeos de Oxford, que ocupa nada menos que la cátedra Isaiah Berlin, teorizaba en un artículo publicado en España sobre el cambio en el reino Unido. Y sostenía que, con toda probabilidad, no era bueno que los laboristas, que llevan diez años gobernando en Downing Street, ganen de nuevo las elecciones, pero, por otro lado, tampoco los conservadores suponen ninguna novedad en la política británica. «El problema británico no es quién gobierna sino cómo gobierna», afirmaba. A partir de ahí, que podría ser una afirmación de perogrullo, el catedrático británico proponía un interesante ejercicio: «Si hiciéramos una cata a ciegas de las estrategias de los partidos en muchos temas económicos, sociales y de seguridad, sin ver las etiquetas de cada partido en la botella, muchas veces acabaríamos atribuyéndolas al que no es. Entre un 70 y un 80 por ciento de los contenidos políticos actuales es, por así decir, intercambiable».

Fíjense que esa simetría oculta en las diferentes ofertas electorales es la que, al final, provoca que todo el mensaje se resuma en una mera promesa de cambio que sirve para todos. Ocurre, sin embargo, que por esa misma similitud, lo que se devalúa es la promesa misma, o por lo menos que se tropiece con la incredulidad del personal. «Si todos los partidos piensan más o menos igual, ¿en qué consiste el cambio?». La única forma que tiene un político de resolver ese embrollo es encarnando él mismo el cambio político; que su imagen, su persona, evoque el ansia de cambio.

En una sociedad como la andaluza, en la que casi un setenta por ciento de los electores afirman que sería bueno un cambio político, sólo el líder político que logre conectar con ese deseo puede tener la victoria asegurada. Eso lo sabe el PSOE y, por esa razón, ha vuelto a poner en marcha un contrasentido. Lo decía Griñán hace unos días: «el pueblo andaluz quiere que haya cambio, pero que ese cambio lo haga el PSOE». (Con Chaves ya se decía que «el cambio es Chaves»). Pasemos por alto los tics de partido único que conlleva la expresión, ¿puede Griñán representar ese cambio? ¿Puede Griñán encarnar el cambio ante los andaluces? Para conseguirlo, presumiblemente, ha urgido a los suyos a que lo nombren secretario general del PSOE andaluz, para que ya no tenga sombras.

Lo que ocurre es que una cosa es el liderazgo de un partido y otra muy distinta el liderazgo político, y ninguna de las dos tiene que ver necesariamente con el liderazgo social. Y el problema de Griñán es que, aunque tenga el liderazgo del partido, nunca tendrá poder interno para hacer reformas profundas que sacudan la esclerosis del gobierno, con lo que no podrá ofrecer la imagen de cambio que desea para alcanzar el liderazgo político y, sobre todo, el social. Lo que obtendrá en el congreso regional extraordinario es un poder delegado por las agrupaciones provinciales, urgidas por el miedo de las encuestas. Pasará de militante a secretario general. No es poco, pero que no se engañe; en su caso, todo esto sólo se resolverá el día que gane unas elecciones. Hasta entonces, a aguantar con los dientes apretados y la sonrisa profidén.

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26 enero 2010

Orgullo y miseria



Pocas veces he podido sentirme más orgulloso del periódico en el que trabajo que el viernes pasado. En una página impar de EL MUNDO, a cinco columnas, con la consideración de las cosas que nos importan, que le damos valor, se publicaba un artículo de defensa de los dos periodistas de la Cadena Ser que han sido condenados. Lo escribía, además, Enrique Gimbernat, que es un prestigioso catedrático de Derecho Penal y miembro del consejo editorial de EL MUNDO. De ahí, por tanto, el doble valor ético y moral de la publicación de ese artículo: el periódico defiende en sus páginas a periodistas de la competencia y lo hace, además, uno de los mejores expertos que tenemos en España, editorialista antiguo de estas páginas.

Sí, pocas veces me he sentido más identificado con la libertad que se respira aquí porque resulta, además, que ese mismo editorialista de EL MUNDO jamás dedicó ni una sola línea a defender a la libertad de expresión en el proceso que Manuel Chaves ha seguido contra este periódico. Sin duda alguna con buen criterio, porque en el caso de la querella contra EL MUNDO contamos con dos sentencias absolutorias que no amenazan la libertad de expresión; hemos tenido la suerte de contar con dos tribunales que han sabido defender ese derecho frente al acoso político, mientras que en el caso de la Cadena Ser ha ocurrido lo contrario. Pero no es un detalle baladí en estos tiempos de banderías y trincheras que en un periódico se defienda antes la libertad del adversario que la de uno mismo.

Por eso el orgullo. Porque yo mismo defendí, en su día, a los periodistas de El País que publicaron el espionaje en la comunidad de Madrid. En cuanto la presidenta de la comunidad de Madrid se defendió hablando de ‘montaje’, estaba claro que algo podrido se intentaba ocultar. El poder siempre actúa de la misma forma y responde con las mismas expresiones. Y si en El País jamás se ha publicado ni una línea en defensa de los periodistas de EL MUNDO, sino todo lo contrario, responder con el silencio o la revancha hubiera supuesto enfangarse en la irracionalidad, en la bilis. Ahora ocurre igual. La sentencia que condena a dos periodistas de la Cadena Ser es una barbaridad y un absurdo. Con un ejercicio alambicado que retuerce el derecho para buscar la condena, acaba afirmando que los dos periodistas no pueden acogerse al derecho a la libertad de expresión porque la noticia se publicó también en internet. Dice la sentencia: «La protección constitucional al derecho a la información se refiere a los medios de comunicación social (televisión radio o prensa escrita), pero debe matizarse, que Internet, no es un medio de comunicación social en sentido estricto, sino universal». Parece olvidar el juez que el artículo 20 de la Constitución lo que dice, abiertamente, es que ese derecho se refiere a la libre difusión de «los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción». ¿Qué medio de reproducción es en esta era más importante que internet?

Yo espero que la Justicia se imponga y anule la condena de los periodistas de la Ser. Y entre tanto, dejo aquí escrito mi apoyo y mi solidaridad. Y créanme si les digo que llevo varios días buscando una oportunidad para escribirlo. Pero fue ayer cuando, al fin, se me brindó la ocasión. En un periódico de Sevilla publicaron, de nuevo, un artículo contra la sentencia absolutoria de EL MUNDO. Otra vez con mentiras, otra vez con odio ciego y servil. Qué pena del miserable que tiene que vivir sembrando rencor en la finca del amo. Pero, en fin, ésta era la oportunidad: Que nadie se confunda, ni el periodismo es esa podredumbre ni ese sectarismo nos lleva a ninguna parte. Por mucho que lo repitan, no todos somos iguales.

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25 enero 2010

Ya somos California



Un viejo sueño autonómico está a punto de cumplirse: Ya nos parecemos a California. Era aquel sueño de vanguardia que Borbolla adoptó como estandarte, aquella inclinación por la propaganda huera que su heredero Zarrías convirtió luego en una forma de gobernar cuando de California pasó a Finlandia y de ahí a la Segunda Modernización, a la Andalucía Imparable y, ahora, a la Andalucía Sostenible. Pues de todos esos lemas, ya se puede afirmar que hemos alcanzado el primero, el más genuino. Al fin se puede proclamar que Andalucía se parece a California: las dos están tiesas.

Ya lo advirtió hace un año el premio Nobel de Economía, Paul Krugman, cuando visitó Sevilla, en una ronda de conferencias por España. Entonces, avisó que la crisis económica tenía una segunda fase, que el terremoto que asoló los mercados volvería con una segunda sacudida. Y ya está aquí. Después de que la crisis se cebara con las entidades financieras por las hipotecas basura, quedaba una segunda oleada de quiebras en las instituciones públicas, también afectadas por el batacazo del boom inmobiliario. «España es como California o Florida. Las dos han vivido un boom de la construcción, han recibido grandes flujos de capital extranjero y, cuando ha estallado la burbuja inmobiliaria, la situación se ha vuelto muy difícil», dijo Krugman en referencia al déficit público que se ha acumulado en poco tiempo. Obama, que le hizo caso, advirtió casi al mismo tiempo de una «segunda recesión». Es ésta de ahora, la tiesura de las instituciones.

En esas, la comparación con California. California está a la cabeza de Estados Unidos en el paro y la deuda; Andalucía, igual. Como esta noticia de que los municipios más morosos de España están aquí. Cinco ya han presentado planes de regulación de empleo y en la revuelta de los ayuntamientos contra las leyes municipales de la Junta de Andalucía lo que se adivina es, en el fondo, una situación límite, que no valen más promesas. Ahora quieren blindajes de competencias y transferencias efectivas de financiación.

La deuda y el paro, sí, nos ha acercado a California. Pero ahí se acaba la similitud. California, pese al endeudamiento y pese a Schwarzenegger, sigue considerada como la octava potencia del mundo. Y el enorme potencial universitario, científico y tecnológico que la hizo grande, aún en el declive de estos tiempos, convierte en irrisoria cualquier otra comparación con las universidades andaluzas, con el ínfimo desarrollo tecnológico de Andalucía y con las empresas andaluzas. La distancia es mucho más grande que la que se establece entre el escandaloso paro de California, del doce por ciento, y el paro andaluz, que se acerca al treinta por ciento y que, sin embargo, no provoca ningún escándalo.

«Va a ser duro. Lo que realmente asusta de la situación española es que no está nada claro cuál es la estrategia de ajuste por su pertenencia a la UE. Todo lo que puede hacer es mitigar los efectos de la crisis (…) Pero en buena medida a España sólo le queda esperar a que se produzca una recuperación europea», dijo Krugman. Y en esas andamos. A esperar, que es la doctrina económica esencial de la sostenibilidad. Esperar con los dedos cruzados. Pero que nadie nos arrebate la ilusión de este momento: Al fin nos parecemos a California. Aunque bien pensado, quizá sea al revés, que la cosa está tan mal que California ha comenzado a parecerse a Andalucía.

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22 enero 2010

Laberinto


Debemos aceptar que la inmigración ilegal es un laberinto del que no saldremos jamás. Cualquier mirada alrededor nos llevará directamente a la desolación de saber que no veremos el final de este túnel, que no existe ninguna posibilidad de que deje de supurar esa herida de la globalización, que la hemorragia no se va a detener con muros ni vallas, con prohibiciones ni condenas. Debemos aceptarlo porque, a partir de ese instante, lo que se descartan como soluciones son los extremos. Ni con los racistas camuflados que defienden mayor dureza contra la inmigración ilegal ni con los demagogos que proclaman ‘papeles para todos’. La inmigración forma parte de nosotros, de nuestra sociedad, y, como tal, lo primero que habremos de desechar es este debate maniqueo, interesado, que se retroalimenta en los extremos.

Debemos aceptar, por ejemplo, que aunque las normas de inmigración se hagan cada vez más estrictas en toda Europa, aunque aumente el control de las fronteras, aunque se implanten métodos cada vez más sofisticados para luchar contra las mafias de la inmigración, siempre existirá en nuestras ciudades un colectivo de inmigrantes sin papeles, sin documentación, y sin posibilidad alguna de expulsarlos a sus respectivos países de origen porque esos países, sencillamente, han dejado de existir. Como Somalia, como Haití, como tantos otros que se han hundido en la miseria del Cuarto Mundo. Ante esa realidad de inmigrantes sin papeles imposibles de expulsar, ante esos núcleos de población alegales que existen y existirán en las barriadas del extrarradio de nuestras ciudades y que no se pueden recluir indefinidamente en centros de internamiento, ¿qué puede hacer una democracia? Y más allá, ¿no es contradictorio que un Estado de Derecho tenga que asumir que tiene que convivir con la ilegalidad?

Una vez sentado que, hasta donde nos alcanza el pronóstico, la inmigración ilegal siempre va a existir en los países desarrollados, que debemos convivir con este fenómeno, la contradicción teórica será lo de menos. Pero convivir con el problema no puede significar nunca darle la espalda al problema; un Estado de Derecho tiene que saber combinar la atención a un inmigrante ilegal mientras se encuentre en su territorio con una política persistente contra la inmigración ilegal.

Lo ocurrido en Vic, con una situación similar a la de muchos ayuntamientos andaluces, a la de cientos de barrios de toda España, puede desembocar en un conflicto social si no se aborda el problema con todas las armas de un estado de Derecho. Lo primero habrá de ser la clarificación de las contradicciones legales que existen en España para que el empadronamiento de un inmigrante ilegal no sea nunca una decisión interpretable jurídicamente. Pero una vez que el ayuntamiento asume el empadronamiento de esos inmigrantes, el Estado no puede dejar tirados a esos ayuntamientos. Es muy fácil exigir el empadronamiento de inmigrantes ilegales, es muy fácil resolver las protestas con acusaciones de racismo y, a continuación, olvidarse de todo. Como ocurrió en El Ejido. No, el Estado, en su conjunto, tiene que conocer los núcleos de inmigración ilegal, atenderlos y, en la medida de lo posible, propiciar su erradicación, ya sea con la integración o ya sea con una política persistente de retorno a sus países de origen.

Debemos aceptar que la inmigración ilegal es un laberinto del que no saldremos jamás. Ni hay respuestas fáciles ni soluciones a la vista. Convivamos con esa realidad con humanidad y con principios.

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19 enero 2010

Apocalypse Now



En un bar de carretera de los Altos del Chavón, cerca de la ciudad de piedra, medieval, que un multimillonario norteamericano hizo construir para regalársela a su amante, un niño de seis años corría descalzo por las calles de tierra con un billete de dólar en la mano. Llevaba el billete cogido con dos dedos, con el brazo el alto, y parecía aquello una pequeña bandera verde que ondeaba mientra el niño corría y se le iban uniendo los más pequeños, alborozados. En medio de la selva dominicana, cerca del, río Chavón donde Coppola pudo volverse loco con Apocalypse Now, la imagen de ese niño negro, corriendo con el dólar en alto, será imposible de borrar porque su sonrisa de conquista, de triunfo, deja estupefacto a quien lo mira desde Europa. Genera al instante un vacío que sólo es equiparable a la distancia que nos separa.

Quizá aquel niño negro era hijo de los haitianos que malviven como seres inferiores en los campos de caña de azúcar de la República Dominicana. Son países vecinos, pero los haitianos que llegan a la República Dominicana constituyen un submundo de miseria dentro de la miseria, esclavitud dentro de la esclavitud. Pobres entre los pobres que, sólo ahora que están sepultados debajo de los cascotes de un terremoto, han conseguido parar con un minuto de silencio el rugido de los campos de fútbol, encabezar los periódicos de todo el mundo, convocar una cumbre mundial de líderes políticos, que los principales actores y cantantes organicen conciertos en su nombre y que las cadenas entreguen su parilla a maratones de televisión para recaudar dinero.

¿Es hipócrita esta reacción del mundo desarrollado? Muchos lo han criticado así, es verdad, pero quizá se trata justo de lo contrario: esa extraordinaria movilización ciudadana quizá sea el único elemento de esperanza que nos queda para saber que la humanidad no se ha perdido, que los sentimientos de ayuda no se han ahogado en el champán dulce del consumismo. Hipócrita no, pero inútil sí. Si nada cambia, las ayudas, cuando lleguen, pasarán ante sus narices como otra oportunidad perdida, consumida entre la corrupción y el olvido. El colapso de Haití es el nudo de nuestras contradicciones, el bloqueo de las ayudas es el exponente del despilfarro en el que se convierte una gran parte de los programas de solidaridad.

Apocalypse Now, Apocalipsis ahora, nuestro Apocalipsis. Si la tragedia de Haití, esas caras de sobrevivientes cubiertos de polvo blanco y ojos de zombi, si todo este desastre debe dejarnos alguna lección tendría que ser, precisamente, ésa que nos lleva a replantear en todo el mundo la organización de ayudas al tercer y cuarto mundo. Tal y como funcionan ahora, dispersas en mil organizaciones no gubernamentales, fraccionada en decenas de miles de instituciones que van depositando una gota de agua en el desierto; así no se llega a ninguna parte. Ahí está un consejero andaluz, estos días, de visita solidaria a El Salvador. ¿Cuánto se puede ahorrar suprimiendo esa parafernalia política? Si Haití debe dejarnos alguna lección tiene que ser ésa, la necesidad de que los programas de solidaridad se guíen por la eficiencia, no por la beneficencia.

Los países más pobres del mundo han sido a lo largo de la historia objeto de varias colonizaciones. Colonizaciones políticas, económicas, comerciales… Quizá ha llegado la hora de una nueva colonización, una colonización humanitaria. Quizá no sea descabellado pensar que de este absurdo cruel sólo se sale con la obligación de que cada país rico se haga responsable de la colonización humanitaria de un país hundido en la miseria.



Imagen: Foto AP

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17 enero 2010

Libertad



«Es de esperar que hayan pasado ya los tiempos en que era necesario defender la libertad de prensa como una de las seguridades indispensables contra un gobierno corrompido y tiránico». De las muchas lecciones magistrales sobre la libertad que nos dejó John Stuart Mill, ésta debe ser una de las más erradas. Lo que produce más estupor cuando se lee y se relee la frase no es que se escribiera en 1858; el escalofrío no se produce al percatarnos del tiempo que ha pasado y la extraordinaria vigencia. No, no es el tiempo lo que asombra sino el optimismo exagerado de Stuar Mill porque, precisamente porque la frase se podría pronunciar estos días sin cambiarle una coma, la conclusión primera a la que llegamos es que la libertad de prensa, como el resto de libertades y derechos fundamentales, hay que defenderlas cada día. Mucho más cuando, como es el caso, admitimos en el planteamiento que la prensa libre siempre será una amenaza para los gobiernos corruptos y tiránicos, que la libertad de prensa siempre sentirá el acoso de quienes persiguen que sus fechorías queden impunes. Y porque el poder es incansable en esa obsesión, la defensa de la libertad de prensa tiene que ser diaria.

Stuart Mill, desde luego, era consciente de ello y, de hecho, nada más escribir lo anterior, el Gobierno británico de la época desplegó una oleada de represión a la libertad de prensa que al filósofo sólo le condujeron a añadirle a su texto un apunte a pie de página en el que se reafirmaba en lo anterior. Pero en su concepción de la libertad de opinión, a veces extrema, lo esencial de la lectura en estos días es, a mi juicio, la certeza anterior de que una democracia, por sí misma, no elimina los obstáculos diarios que se le ponen a la libertad de información. Para sortear esas barreras, el Estado de Derecho tiene, como se acaba de ver ahora con la doble sentencia que absuelve a EL MUNDO de la ofensiva judicial del poder político, la garantía de la independencia judicial y la sólida doctrina que tiene asentada el Tribunal Constitucional. Puede un gobernante volverse loco y arremeter contra los periódicos que le critican, tratar de acallarlos, amordazarlos, pero, al final, llega un juez y pone a cada cual en su lugar, a la libertad de prensa y al político que desvaría.

Pero nos equivocaríamos, de nuevo, si pensamos que con la sola garantía de los tribunales independientes, la libertad de prensa ya puede desplegarse con naturalidad. La defensa de las libertades por parte de los tribunales es esencial, claro, pero tan importante como la Justicia es la defensa de la libertad de prensa por la propia prensa. Puede parecer un absurdo, casi una contradicción en sí misma, pero precisamente esto último es lo que está fallando aquí, en España y, especialmente, en Andalucía. Por el encarnizamiento de las disputas entre medios de comunicación, por la politización de las empresas periodísticas, y por el cainismo propio del gremio, hemos llegado al disparate de que sea en la prensa donde más se celebran los ataques a la libertad de prensa. Se piensa que si la represión, si el acoso y las condenas, son para el periódico rival, el plato propio se llena de tajadas. Llega una sentencia absolutoria, como ésta de EL MUNDO, y se trocean las conclusiones, se retuercen los argumentos de los jueces, para acabar justificando que, en realidad, lo razonable, lo democrático, hubiera sido una condena, no una absolución. A ese dislate hemos llegado.

Estos días, muchos me preguntan por el silencio de algunos colegas. No sé qué contestar. Sólo me impongo como lección diaria que no quiero caer en ese pozo de sinrazón. La batalla diaria de un periodista es otra, es la contraria, es la lucha por la libertad de prensa. Y mi libertad de expresión se garantiza luchando por la libertad de quien piensa lo contrario.

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Acoso judicial



Cada vez que un dirigente del PSOE se jacta en público del respeto que a este partido le merece la Justicia, lo que viene a continuación es una puñalada a un juez. Cada vez que se asegura que hay que respetar a la Justicia y no interferir en los procesos judiciales durante la instrucción, lo que viene a continuación es un ataque furibundo al instructor. Cada vez que se contesta que las sentencias judiciales están para acatarlas, lo que viene a continuación es un salivazo a los jueces o magistrados que hayan firmado una sentencia desfavorable al PSOE con la imputación de estar movidos por intereses ocultos. Esa es la norma interna que rige en el PSOE, a Dios rogando y con el mazo dando.

No son los únicos, desde luego, porque ya se comentó aquí el absurdo del Partido Popular cuando decidió interpretar las corrupciones que le afectaban como una conspiración nacional en la que participaban jueces, fiscales, policías y guardia civiles. Luego, ya ven, ellos mismos decidieron olvidar sus propias críticas y, en vez de culpar a los de fuera, acabaron aprobando un código de buen gobierno para sus cargos públicos.

No ocurre, sin embargo, así en el PSOE. De hecho, si se mira hacia atrás, no ha habido sentencia judicial en España contraria al PSOE que no haya provocado una cadena de descalificaciones a los jueces que las hubieran dictado. Se comienza dejando el pudor en el ropero para irse los fines de semana a la cárcel de Guadalajara, a apoyar a los presos del GAL y se acaba aplicando el acoso a los jueces como estrategia de defensa en todos los procesos. Que no son los abogados, que son las normas internas de un partido las que organizan estos ataques.

Es tal la desmesura, que hay casos, como en el del espionaje al presidente de la caja San Fernando, que cuando el juez dictó la sentencia absolutoria, el PSOE, además de acusar al magistrado de ‘lunático’ e ‘iluminado’, llegó a afirmar que la sentencia «duplica la ofensa» de las supuestas injurias a Chaves. El mensaje subliminal es demoledor: una sentencia contraria a Chaves es una injuria.

O el abominable acoso al que está siendo sometida estos días la juez del caso Mercasevilla, Mercedes Alaya. ¿Cómo no será la presión que los abogados del PSOE están ejerciendo que hasta uno de los principales procesados, el ex director general de Mercasevilla, ha salido en defensa de la jueza que lo ha empitonado y ha clamado contra la estrategia «repugnante» del PSOE.

Acoso público y privado, seamos claros, porque contra esta juez se ha intentado de todo por haber instruido el caso de las facturas falsas de Sevilla y, desde hace un par de años, el ‘caso Mercasevilla’. Primero hicieron circular infamias sobre la vida privada de la jueza, esos comentarios vomitivos que animan las sobremesas de las comidas en restaurantes caros y con dinero público. Luego, lanzaron directamente a los abogados personados en la causa y no pasa una semana sin que la llamen inquisidora, politizada o endiosada. Bordean los límites para llamarla prevaricadora sin decirlo, «rozan lo delictivo», como acaba de decir el presidente del Foro Judicial Independiente, el muy razonable Conrado Gallardo.

Dicen que respetan y acatan las decisiones judiciales pero esa expresión sólo encierra obviedades e hipocresía.

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13 enero 2010

Alegato final


Tengo ganas de repetir lo que dije. Lo que he mantenido antes, durante y después del juicio. Hoy tengo ganas de trazar la línea que atraviesa siete años largos de un proceso judicial en el que la fortaleza mayor ha sido la conciencia tranquila de haber contado siempre la verdad. Nada teníamos que esconder y contra esa simpleza, contra ese vacío de intenciones ocultas, era imposible que ni el presidente de la Junta ni nadie pudiera edificar sus fantasías envenenadas. Que no es bastante la soberbia y el poder para desmontar la rocosa contundencia de la sinceridad.

Por encima de todas las insinuaciones, de todas las miradas, de todas las campañas, de todas las desconfianzas. Por encima del cinismo y del desprecio. Sobre todo eso nos alzábamos con la sola confianza de que, sencillamente, cumplimos con nuestro trabajo.

En la última jornada del juicio, que se celebró en el invierno de 2007, en el alegato final, le conté al juez que después de tantos años, harto de darle vueltas a la misma noria, me impuse el ejercicio intelectual de no dar nada por cierto, ni siquiera aquello de lo que estaba convencido. Ni siquiera aquello que había visto y oído. Decidí ponerlo todo en duda. ¿Y si, como afirma Chaves, es verdad que todo era falso? ¿ Y si, como repetían tantos colegas con sorna, fuimos unos pardillos y nos tragamos una gran mentira? En realidad, era la segunda vez que me hacía esas preguntas, la segunda vez que lo cuestionaba todo porque ya antes de publicar la información, ése es, precisamente, el recorrido que hace un periodista para, mediante el contraste de fuentes y la ratificación de pruebas, comprobar la veracidad de una noticia. Y, en el caso del espionaje, ahí estaban las pruebas documentales, el vídeo, las tarjetas de visita, los testimonios contradictorios de quienes nos acusaban… De todo ello estaba seguro, convencido, sí, pero, ¿y si me equivocaba? ¿Y si me hubieran engañado? ¿Y si Chaves decía la verdad?

Con ese ánimo me senté en el banquillo durante dos semanas. Y así se lo conté al juez. Opté por admitir que, en efecto, yo no estaba presente el día que el presidente de la caja San Fernando se percató de que alguien lo seguía, ni cuando su mujer le impidió la entrada en la casa a unos falsos decoradores, ni cuando el detective grabó el vídeo en el que confesaba que Chaves, Pizarro y los demás eran los que habían ordenado el espionaje. Yo no estuve presente en ninguno de esos instantes, es verdad, y si los apartaba de golpe, sólo quedaba en el aire una afirmación en la que yo sí estaba de protagonista: Lo único que yo podía ratificar es que no participé de ninguna confabulación, que no concertamos ninguna estratagema, que era de lo que nos acusaban. Y si lo sabía yo, que no había participado en ningún montaje, también lo sabía Chaves. Sin embargo, el presidente de la Junta seguía manteniendo, incluso en el juicio, que todo había sido un montaje, una mentira que publicamos a sabiendas de su falsedad. Lo dijo Chaves y, al fin, podía estar tranquilo porque de eso sí estaba seguro: quienes mentían en aquel juicio no eran nuestras fuentes; eran Chaves, Pizarro, Pino, Escámez...

Aquella conclusión, tan elemental, me tranquilizó. Las sucesivas declaraciones del juicio, las contradicciones, las pruebas robadas, los testimonios comprados, los documentos falsificados... ratificaron la estrategia envolvente de la acusación para enmarañar la verdad, pero yo ya tenía la certeza de lo elemental. Y parece que la Audiencia, ahora, ha reparado en lo mismo. El juego sucio ha servido para que el espionaje quede difuminado, para enmarañar con mentiras las evidencias, pero, como desmonta esta segunda sentencia en su primera conclusión, queda confirmado lo elemental, «el fracaso de la teoría de la confabulación». A partir de ahí, todo lo demás.

Hoy tengo ganas de repetir lo que dije. Y, otra vez, sin un ápice de rencor, dos sentencias después, sólo queda añadir, como el clásico: Decíamos ayer, que aquello que vimos y publicamos era cierto. Yo no he mentido. ¿Puede usted decir lo mismo, señor vicepresidente?

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11 enero 2010

Chuletas



El Consejo de Gobierno de la Universidad de Sevilla se reunió a principios de curso y se puso manos a la obra con una ardua tarea: regular los exámenes. «Normativa reguladora de la evaluación y calificación de las asignaturas». Antes de seguir, detengámonos aquí. Vamos a ver, es muy probable que desde la Academia de Platón el método de la enseñanza no haya variado en lo sustancial: una persona docta imparte enseñanzas a un grupo que atiende y estudia para adquirir conocimientos. No sé en qué momento exacto de la historia aparecieron los exámenes, pero, bajo la apariencia que fuera, en algún momento, de alguna manera, al final del proceso el alumno siempre ha debido demostrar que ha sido diligente en el estudio y que posee los conocimientos precisos para que se le comience a tratar, a él también, como una persona docta, como un maestro. Esto, en fin, parece elemental. Enseñanza, estudio, evaluación. Tan elemental como que durante todo ese proceso de transmisión de enseñanza hay dos niveles distintos de responsabilidad, el de quien posee los conocimientos y el de que desea adquirirlos. También esto debe estar en los anales de la educación: mientras se imparte la enseñanza existe un predominio amplio del profesor sobre el alumno, sometido, como algo natural, a un deber de obediencia.

Evidente, ¿no? Pues no. Lo primero que llama la atención del empeño de la Universidad de Sevilla en regular los exámenes es que, sutilmente, las diferencias anteriores van desapareciendo, se desdibuja el predominio del profesor sobre el alumno y aparecen los dos en el mismo plano. Un solo ejemplo servirá: ¿qué cree usted que ocurre cuando un profesor descubre a un alumno copiando en un examen, con el libro de historia abierto entre las piernas, los bolsillos llenos de chuletas de Física o con los brazos tatuados de fórmulas algebraicas? Si piensa que, acto seguido, el profesor expulsa al alumno del examen y lo suspende, está equivocado. Al menos, en la Universidad de Sevilla esa lógica académica ya no funciona. A partir de ahora, ante una situación así «los estudiantes involucrados en las incidencias podrán completar el examen en su totalidad» (artículo 20 de la normativa). De momento, pues, no los expulsan de la clase. Tampoco el suspenso está garantizado. Los profesores deben comunicar lo ocurrido a la Comisión de Docencia del Departamento, con copia al alumno afectado. Es importante, además, que en el escrito el profesor incluya cualquier «objeto material involucrado en la incidencia». La chuleta, o sea.

Hasta ahí la normativa. Cabe imaginar que el alumno podrá defenderse ante la Comisión de Docencia, y que habrá quien valore positivamente que pudo terminar sin chuletas y hasta pedirá que se puntúe el esfuerzo de sobreponerse a la incidencia, ante el resto de la clase, y no haber caído en el desánimo. La conclusión final no puede ser insensible a la realidad que nos rodea: ¿tiene sentido suspender a un alumno por el mero hecho de copiar un examen?

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Partido Gitano




En ningún lado como en España se exploran más caminos para avanzar en la evolución histórica del socialismo. Sólo que lo de aquí es pintoresco antes que ideológico, absurdo y disparatado antes que razonable, ocurrente antes que intelectual. La vinculación del socialismo con el nacionalismo, por ejemplo, puede ya pasar a la historia de la carambola ideológica porque se ha logrado unir, sin más, dos conceptos antitéticos, tan opuestos entre sí como son el localismo y el internacionalismo, el terruño y la universalidad. Por primera vez en la historia de la ciencia política se demuestra que soplar y sorber a la vez es posible. Ahí está para ratificarlo el socialismo convertido el catalanismo, la defensa de privilegios para un territorio, en una seña de identidad del progresismo. Y el incremento de fondos públicos para las rentas más altas, en un síntoma inequívoco de la solidaridad. Y la obediencia ciega, acrítica, es la demostración fehaciente de pertenencia a la izquierda porque con el silencio se logra «no hacerle el juego a la derecha», con lo que se cierra el círculo ya que el nacionalismo catalán es, ha sido siempre, un movimiento de derechas, oscilando entre conservadores apacibles y reaccionarios desaforados.

Tras la cabriola catalana, ahora se anuncia en Andalucía una interesante pirueta, experimental, marginal si quieren, pero digna de estudio: un partido socialista gitano. Nacerá en Jerez de la Frontera, lo han anunciado estos días, y como en la ciudad hay mucha agitación cuando llega diciembre, siempre nos quedará la imagen de un partido nacido al calor de las zambombas, del anís y los peroles, en un ambiente de Navidad, de anuncio, de llegada. Dice el portavoz del nuevo partido, que su objetivo es que los gitanos estén representados en el Ayuntamiento para convertirse en «altavoz» de los problemas del colectivo y que su espectro ideológico se resume en «el socialismo de patio de vecinos». La definición, desde luego, es antológica.

Si el gran desafío del socialismo moderno ha sido adaptar su discurso a la transformación de la clase obrera en clase media, los gitanos de Jerez ofrecen una salida sencilla: socialismo de patio de vecino. Porque aunque el patio de vecinos ya no existe, aunque las comunidades de propietarios son frías e impersonales, se mantiene el concepto. Y un socialismo de patio de vecinos debe ser un socialismo elemental, nada sofisticado. A su modo, es lo que ya planteó el PSOE andaluz cuando presentó su ‘laboratorio de ideas’ y advirtió que huirían de los debates para «sesudos intelectuales». Se alumbra, por tanto, un socialismo campechano, que supera las contradicciones sobre la inexistente lucha de clases y que se sobrepone incluso a la sofisticación del mensaje, con lo que se conecta a la perfección con el imperio de la mercadotecnia en la política actual.

A partir de ahí, el Partido socialista Gitano no tendrá que preocuparse de resolver otros debates internos. Para qué. Como la persistente discriminación de la mujer en el mundo gitano; que ya veremos hasta la consagración de la boda gitana, con su pañuelo manchado de sangre de virginidad, como un exponente cultural. Sólo hay que extrapolar la sentencia reciente del Tribunal de Estrasburgo que otorga el cobro de la pensión de viudedad a una mujer que se casó por el rito gitano, para reivindicar el como derecho. O la postergación de las comunidades gitanas en el extrarradio de las ciudades como una respetable forma de vida, su incapacidad pertinaz para la integración, como una seña de identidad, una tradición histórica que debemos respetar.

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A dos manos



“Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha”. Es curioso cómo la evolución de algunas expresiones a lo largo de la historia las llevan a tomar un significado diametralmente contrario al original. En nuestros días, lo habitual es que esta frase se refiera siempre a la actividad política y, sobre todo, al ejercicio del poder. Y cuando la pronunciamos la empleamos como sinónimo del pragmatismo maquiavélico, ocultación e hipocresía porque el fin siempre justifica los medios; la siniestra interpretación de un lado oscuro del gobierno, las cañerías del poder. Sin embargo, cuando el Evangelio de San Mateo, que es de donde procede la cita, se refiere a esta expresión de Jesús lo hace en el sentido justamente contrario, lo hace como metáfora de discreción y de humildad. Que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda, dice el texto evangélico, cuando se refiere a la hipocresía de dar limosnas y exhibirse como ejemplo de bondad; “cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres (…) Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha”.

¿Qué puede llevar a una degeneración tan radical de una expresión? De la discreción a la ocultación, de la humildad de una limosna anónima a la soberbia vanidosa del poder. Pero más allá, lo más relevante es que, pese a la deformación del sentido inicial, la transformación no ha provocado que la expresión adquiera un carácter peyorativo; no cuando alguien la expresa lo hace como sinónimo de buen gobernante, habilidoso y experimentado. Se dice “que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha” y la cita se emplea con la misma intención con la que Maquiavelo le escribió un tratado a su príncipe. Consejos para gobernar porque Maquiavelo no es un tipo malvado, siniestro, sino un fiel y leal consejero del poder. Como aquella vez que le hablaba al príncipe de sus posibles adversarios. “Una regla general que nunca o casi nunca falla: quien favorece el poder de otro, labra su propia ruina”, escribía Maquiavelo. Otra máxima que sigue de actualidad: el sectarismo.

Acaba de empezar el año y, frente a la invocación de lo efímero que imponen los días que van pasando, los casos de corrupción que arrastramos van y vienen en la agenda, sin desaparecer. Revolotean en torno al poder porque en todos ellos imaginamos una responsabilidad que se oculta, que no conocemos. Sabemos de la mano izquierda, conocemos su responsabilidad por los sumarios judiciales, pero se intuye que también existe una mano derecha que, por acción o por omisión, conocía la comisión ilegal que se cobraba, las facturas falsas que se emitían, las subvenciones irregulares que se otorgaban. La mano izquierda llega al juzgado sin la mano derecha, fieles a la instrucción de la cita bíblica que divide en dos un solo cuerpo, una sola mente. Y luego, cuando la mano izquierda sea condenada, siempre le quedará el consuelo de que la mano derecha, agradecida, saldrá a rescatarla, a compensarla. A dos manos. Así funciona esto. En todos los sentidos.


Imagen: James Coignard

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06 enero 2010

Baltasar



Yo era un joven abogado que en el día de los Reyes Magos le tocaba el turno de oficio. No habían dado las tres de la tarde cuando una llamada de teléfono me sacó a rastras de la comida familiar en la que yo, recién licenciado, me sentía como Michael Douglas, quería que me vieran como Michael Douglas. Era el oficial de guardia del juzgado: «Han detenido a uno de los reyes magos de la Cabalgata». Comprenderán que me tomara a broma aquella llamada, ‘bah, qué novatada más burda’; entenderán que no le prestara atención hasta que en el auricular del teléfono tronaron enfurecidas las voces del juez, un viejo conocido de mi padre, exigiéndome que, en cinco minutos, estuviera en el juzgado de guardia. Seis de enero, un joven abogado en plena comida con los padres de su novia y un rey mago detenido. Eso me pasó a mí.

Llegué al instante al juzgado. Sentados en un banco de madera, junto al oficial de policía, una pareja de unos cincuenta años: el rey Baltasar y su mujer. Él lloraba sin parar y ella, con el bolso entre las piernas, le golpeaba constantemente en la nuca. «Lo sabía... Sabía que no podía fiarme de ti… Mira que el ridículo que me has hecho pasar». Y zas, otro golpe en la nuca al pobre negro. Las lágrimas de Baltasar destiñeron la pintura negra alrededor de los ojos y habían cavado un surco hasta las mejillas. Tenía una peluca de pelo rizado y un turbante blanco y azul que se coronaba con una pluma roja. La capa de raso verde se ocultaba en los hombros tras una de estola mullida de piel de leopardo. Sólo los labios mantenían la pintura intacta, un rojo intenso que junto al churrete de las mejillas y los continuos tortazos en la nuca de su esposa parecían conspirar para hacer más cruel el patetismo de aquella escena, la humillación cómica de aquel hombre.

En la declaración, supe que llevaban poco tiempo casados; una de esas parejas que a los cincuenta deciden unir sus soledades. El hombre estaba parado desde hacía un año y, harta de verlo deambular por su casa, su mujer presentó una solicitud en un supermercado de la zona que ofrecía puestos de trabajo durante la Navidad. Le tocó ir disfrazado de Papá Noel durante todo el mes de diciembre y, ya en enero, lo pusieron de Rey Baltasar en la cabalgata del barrio, que patrocinaban aquellos grandes almacenes. Nunca había bebido alcohol y en la cabalgata del barrio todos se acercaban a ofrecerle una copa de anís y polvorones. «¡Baltasar, Baltasar!», le gritaban los niños a su paso, y. entre el anís y los vítores, aquel hombre se fue creciendo, se fue inflamando. Tan rápida corría la sangre por sus venas, tanto se aceleraba su pulso con el tachín, tachín de la banda de música, que, sin darse cuenta, lo que estaba a punto de estallarle por dentro era un antiguo enemigo que creía controlado. Un deseo superior, un instinto casi salvaje, una pasión descontrolada. En la esquina de las dos calles más populosas del barrio, ya no pudo más. Se puso en pie en el trono de su carroza y vio cómo se clavaban en él los ojos de cientos de niños, ojos abiertos como platos; se puso en pie y, con la sonrisa impávida del alcohol, se bajó de golpe los pantalones. Y allí, en la exhibición de su desnudez, vació, exhausto, todo el placer que reprimía.


(Relato sobre un caso real ocurrido en un barrio de Sevilla en la década de los 80)

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04 enero 2010

Blue moon




Dicen que llegaste con un suave contorneo de las caderas, que parecías el cantante de la orquesta que de pronto se baja del escenario y se adentra entre el público. Acaban de dar las campanadas de fin de año y, al verte llegar, todos se apartan al momento; la multitud se rompe en dos y se abre una grieta enorme para que sigas avanzando, un pasillo de gala lleno de confetis pegados al suelo por el que caminas cantando ‘Blue moon. You saw me standing alone’. Las muchachas te miran embobadas, con una copa de champán en la mano. Acababa de morir un año y, antes incluso de que hubiera expirado, has llegado, estás ahí, en el centro de todo. Dicen que silbabas ‘blue moon’, que parecías Rod Stewar con su pajarita desabrochada, elegante, rebelde e informal, como su melena imposible y la voz rota. Blue Moon, así llegaste.

Horacio, el poeta que le cantaba a la eternidad de cada instante, carpe diem, contemplaba los días como superficies compactas que se suceden unas a otras, que se desplazan formando una cadena que se extiende hasta el infinito. Y decía: «Un día empuja a otro y las lunas nuevas corren hacia la muerte». No será de extrañar, por tanto, que la luna azul se rodee de tanto misterio, que la contemplemos desde antiguo con miedo, con desconfianza, como si el halo azul que imaginamos la hiciera más poderosa que las otras, sobrenatural.

Dos lunas llenas en el mismo mes es un fenómeno que se repite varias veces en un siglo y, en contadas ocasiones, la segunda luna, la luna azul, coincide además con el final de un año. Blue moon. Se impone en el cielo para alumbrar con un destello azul el tránsito hacia otro año. Caminando despacio, mientras se oye silbar ‘blue moon’, atravesamos la frontera que divide el tiempo; al mirar hacia atrás vemos los días que han pasado, las hojas marchitas de un calendario, y la ficción de un tiempo nuevo nos hace pensar en una nueva oportunidad. Esa es la magia de un año nuevo, que podemos cerrar los ojos para soñar con un mundo mejor. Decía Borges que todos los poetas tienen la secreta obligación de intentar definir la luna. Lorca la imaginaba como una mujer solitaria, una mujer fatal que se pasea por la noche exhibiendo, «lúbrica y pura, sus senos de duro estaño». Pero Borges, acaso temeroso de su poder mágico y omnímodo, parece que no se atrevía a definirla. «Sé que entre todas las palabras, una/ hay que recordarla o figurarla./ El secreto, a mi ver, está en usarla/ con humildad. Es la palabra luna».

2010. Dos mil diez. Los ingleses no saben cómo pronunciar el nuevo año pero para nosotros, los españoles, es una cifra redonda, contundente. Blue Moon, así llegaste, envuelto en el halo azul de esa canción. «Luna azul. Ahora ya no estoy solo».

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