Elogio de la grisura
Para deificarse entre los suyos, el presidente de Corea del Norte que acaba de palmarla, Kim Jong-il, hizo circular la leyenda de que su perfección era tan extrema que ni orinaba ni defecaba. No le bastaba con la adoración ni con el terror que había impuesto, no era suficiente con las esculturas enormes en las plazas de todas las ciudades, no bastaba con los bustos de bronce repartidos por todos los rincones, con los murales extendidos en la pared de los edificios ni con la obligatoriedad de que todos los coreanos llevaran un pin en la solapa con su efigie. No era suficiente con inventar su nacimiento en una montaña mítica, como si lo hubiera parido un águila de dos cabezas o una loba sagrada; no, aquel gordo rechoncho que ahora se ha muerto de un infarto quería presumir de que ni siquiera tenía las servidumbres de la naturaleza humana, ni orinar ni defecar. Ninguna religión ha llegado jamás tan lejos con los suyos, con sus santos, con sus mártires, con lo que se confirma otra vez que cuando la ideología ha querido combatir a la religión, lo único que pretendía era sustituirla. Es decir, que cuando un dirigente comunista repite que «la religión es el opio del pueblo» es que pretende simplemente cambiar de distribuidor, hacerse cargo del negocio de las almas. Sustituir a Dios por estos dictadores de mofletes de pan de oro. El pueblo coreano se muere de hambre, se alimenta de yerba, mientras unos sátrapas consagran el cinismo más cruel que ha conocido la política, una 'dinastía comunista'.
La lectura estos días de las noticias que venían de Corea del Norte provocaba escalofríos. Y no por la pose insoportable de aquellos que siguen defendiendo las dictaduras comunistas desde la comodidad de occidente, no. El repelús se produce cuando uno repara en la coexistencia de dos realidades tan distintas; el mundo nunca ha sido homogéneo, es verdad, pero quizá ha sido en esta última fase de la historia cuando las diferencias se han agrandado más. ¿Cuántos siglos de distancia pueden existir entre el relevo de estos días en España del Gobierno de la nación y la sucesión en el trono rojo del dictador coreano por su hijo, también mofletudo? No, no es posible el cálculo y la comparación a lo único que nos lleva es a reafirmarnos en lo nuestro y censurar sin tapujos a los impostores que defiendan la esclavitud de un pueblo en nombre de una ideología. Defensa de esta normalidad que disfrutamos, defensa incluso de esta apatía formal, sin alharacas ni concesiones, con la que se acaba se inaugurar en España una nueva era política, que ya se llama 'la era de Rajoy'. Ya no habrá más debates con sorpresas, nunca más un presidente que guarda un conejo en la chistera porque no hay ni mago, ni conejos, ni chistera, sino un pueblo acojonado por la crisis y dispuesto a aplaudir lo que le recorten.
Repitamos la pregunta: ¿Cuántos siglos de diferencia hay entre Rajoy y cualquiera de la dinastía comunista de Corea del Norte? No es posible el cálculo, no, porque no se trata de tiempo, sino de mucho más. La distancia que nos separa de aquel dictador empalagoso es la libertad, la educación, la democracia, la justicia, la igualdad. La civilización y el progreso. Aquello que debemos conservar. Por eso, este elogio incluso de la grisura.
Etiquetas: Democracia, Derechos Humanos, Ideología, Política, Sociedad
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