El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

04 octubre 2011

Radicales



Tengo miedo de los radicales porque suelen ser más convincentes. En España, sobre todo. Aquí hay tanta predisposición a apoyar y a asumir las tesis de los radicalismos, del populismo de los extremos, que cuando se plantea una batalla, el rival moderado sabe de antemano que está perdido porque frente al trazo grueso de los radicales, incluso frente al exabrupto, nada puede hacer la lógica ni el razonamiento. Incluso la verdad; tampoco esa evidencia suele ser irrefutable para esos tipos porque siempre confían en el apoyo ciego de sus seguidores. Por eso, entre la clase política española se fomenta tanto el discurso conspirativo, que suele ser basto y grosero, porque se sabe que entre gran parte de la ciudadanía existe una inclinación natural a creerlos, sobre todo cuando exponen sus teorías envueltas en alambicadas y oscuras conspiraciones. Entonces son imbatibles, y aunque alguien intente desmontar las tres afirmaciones vagas en las que se sustenta una conspiración, para el personal siempre será más interesante el misterio de una jugada oculta, aunque sea falsa, que la aburrida lógica de la normalidad.

En otras épocas de nuestra historia, la inclinación natural del español por concederle todo el predicamento a los extremistas nos ha llevado a pasajes tan sangrientos como la Guerra Civil, que dejó huérfanos por todos lados, pero que se cebó, sobre todo, con aquellos que, sencillamente, no comulgaban con los excesos de unos ni de otros, aquellos que eran antifascistas, pero también antirrevolucionarios. Aquellos que tenían como única doctrina, «como única única y humilde verdad, un odio insuperable a la estupidez y la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia», como decía Chaves Nogales. Aquella guerra civil, la salvaje masacre entre hermanos, curó de muchos espantos a la sociedad española y los cuarenta años posteriores de humillaciones y represión, cárcel y exilio, nos dejaron tan exhaustos en la playa cuando la dictadura naufragó, que en la Transición apareció amanecer una sociedad nueva, centrada, moderada, reticente de cualquier radicalismo, escaldada de los discursos incendiarios. Por eso fue posible la Transición, porque en la memoria colectiva estaba nítido el deseo de no volver a repetir errores.

Treinta y seis años después, no puede decirse que la sociedad española haya cambiado el rumbo, su apuesta por la moderación, porque se ve así en los estudios sociológicos periódicos y en la cola diaria de las pescaderías. Pero los radicales no han desaparecido; siguen ahí lanzando mensajes diarios, agitando al personal, desde un lado y desde el contrario, propagando miedos y trenzando conspiraciones. Y siempre hay alguien dispuesto a escucharlos, siempre existe un público fiel que los acompaña, que asiente con la cabeza, que piensa que nada se explica en este mundo sin una razón oculta, un interés secreto, un engaño camuflado. Llegan las campaña electorales, y ese fru frú vuelve a movilizarse, por doquier, como una inercia aprehendida, inconsciente. Y ya no hay política, sino conspiraciones; no hay Justicia, sino jueces y fiscales manejados como guiñoles, juicios políticos; no hay economía, sino intereses ocultos. No es nada en concreto, y es todo. Detalles, declaraciones, tensión acumulada, polémicas interesadas, insultos soterrados. No es nada en concreto, y es todo, una advertencia generalizada a nosotros mismos contra esos tipos que inventan conspiraciones diarias para encontrar el modo de pegarle dos patadas a la mesa.

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