El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

03 julio 2011

Islandia



El insólito procesamiento del primer ministro de Islandia plantea un interesante debate democrático sobre uno de los tabúes de la política: la responsabilidad de los gobernantes ante los ciudadanos. Geeir H. Haarde, cuando dirigía su país, no cometió ningún delito de corrupción, no cobró comisiones ilegales para financiar a su partido, el partido conservador, ni benefició a la parentela con la adjudicación de contratos públicos, ni se dejó regalar trajes y corbatas de las empresas con las que tenía relaciones la administración islandesa. No cometió ninguna tropelía y, sin embargo, ahora está sentado en el banquillo acusado por el Parlamento islandés y por el propio fiscal de un delito de negligencia grave porque no hizo nada para evitar el colapso bancario de su país en octubre de 2008. Conoció cuando era presidente el riesgo que corría su país, pero ignoró los informes que le daban los técnicos; no hizo nada, por no mojarse o por simple inutilidad, y condujo a Islandia al desastre del que todavía no ha salido. ¿Es razonable que se pueda procesar a un político por equivocarse? Esa es la cuestión, que sólo plantearlo ya se considera un ataque arribista. O peor, 'parafascista'. Por eso, lo que está sucediendo en Islandia viene bien para adentrarnos en el debate sin vetos previos, sin desconsideraciones preventivas.

Detengámonos, por ejemplo, en esta definición técnica de negligencia; «Fallo en la debida actuación o desempeño de una función, servicio u obligación. Sirve de base para imputar la responsabilidad por daños y la obligación de indemnizar». A un dirigente político que conduce a su país a la ruina no se le va a exigir, desde luego, que indemnice a sus ciudadanos, pero por qué tiene que ser descabellado que un político afronte su responsabilidad de la misma forma que un médico que olvida citar a un paciente, que un policía que dispara por error en la tensión de un atraco o que el arquitecto que se equivoca en la distribución de las cargas de los cimientos de un edificio.

Se ha advertido aquí en algunas ocasiones que la clase política debería prestar más atención a la persistencia con la que aparece entre uno de los problemas fundamentales de los ciudadanos. Una sociedad que piensa que aquellos que tienen encomendada la resolución de sus problemas no suponen sino un problema más es un riesgo elevado para la estabilidad de una democracia. Y para evitarlo no bastan con declaraciones hueras, sino que es urgente acometer reformas del sistema que afecten directamente a todo aquello que genera desconfianza. ¿Se puede acabar con el espectáculo de los pactos y del transfuguismo? Sí, claro. ¿Se puede exigir mayores responsabilidades políticas por casos de corrupción, incluso aquellos que no llegan a los tribunales? Sí, claro. ¿Se puede regular que un político se comprometa con sus promesas electorales, que no sean mercancía de crecepelos? Sí, claro. Y listas abiertas, y reducción de la burocracia política, y mayor independencia del poder judicial, y potenciación de la Función Pública, sin administraciones paralelas. Sí, la desconfianza de la política se puede combatir. Pero para eso, antes, es necesario asumir el problema. No concebirlo así, no ver este el peligro latente, es, quizá, la peor de las negligencias.

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