El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

22 septiembre 2011

Desobediencia



El gran gurú de las plazas de mayo, Stéphane Hessel, dejó estampada su frase cuando vino a España para que sirviera de norte y guía a los sublevados callejeros. Dijo así: «Cuando la legalidad democrática choca contra la legitimidad democrática es válido recurrir a la desobediencia civil». La sentencia ha volado por las redes sociales y ha cautivado a miles de personas, incentivadas con ese chute de rebeldía anti sistema. Pero por grande que haya sido la expansión, la frase de Hessel, pronunciada en un estado democrático, no supone más que una peligrosa boutade, una preocupante confusión de conceptos elementales, como la legalidad y la legitimidad. ¿Por qué hemos de suponer, por ejemplo, que en una democracia la legitimidad reside en la protesta de varios miles y no en los diputados o concejales que han recibido el voto directo de millones de personas? ¿Qué se incluye cuando se habla de ‘legalidad democrática’, acaso la Constitución, aprobada por la mayoría de un país, o las instituciones que emanan de esa Constitución, los ayuntamientos, las Cortes o los parlamentos regionales? ¿Qué hay más legítimo que la legalidad en un Estado de Derecho? También las protestas contra los defectos evidentes de un sistema democrático deben encontrar su límite en el instante en el que la alternativa que se ofrece es el vacío, la destrucción de todo lo que, con múltiples sacrificios, se ha construido durante cientos de años.

En cualquier caso, no son los indignados de las plazas de mayo los únicos que atropellan la lógica democrática. Si fueran sólo esos miles de personas quienes cuestionan la legalidad, el fenómeno no pasaría de una revuelta periódica, un acné saludable de todas las democracias, un toque de atención necesario contra el anquilosamiento de la casta política. El problema mayor es que antes que los indignados son los propios políticos los que cuestionan a diario las sentencias judiciales. Por eso, cuando un político se ve afectado por un caso de corrupción sostiene con normalidad que lo fundamental es el apoyo del pueblo en las elecciones: «Se puede presidir un gobierno cuando mayoritariamente los ciudadanos respaldan un proyecto». También vale para el propio Tribunal Constitucional. «Los tribunales no pueden modificar lo que ha refrendado el pueblo», que se ha repetido con los estatutos. «O se desobedece la ley o se desobedece la legitimidad democrática», que afirman estos días en Cataluña para instar a la desobediencia de la sentencia contra la inmersión lingüística.

No son los indignados los que escandalizan. Lo peor del desnorte que confunde a su antojo legitimidad y legalidad es que el discurso se ha instalado en quienes están llamados a respetar y hacer respetar la diferencia. Antes que desobedientes, inconscientes.

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