Guadiana
Es un hotel de ventanas blancas que se refleja en el río. A lo lejos, los desconchones de pintura ofrecen la imagen equivocada de un edificio abandonado. De todas las habitaciones, eligió una del último piso que parecía abalanzarse sobre la acera, como un pequeño precipicio. Justo en el centro del edificio. En el balcón sobresaliente, una pequeña terraza con dos butacas pequeñas de anea y una mesilla con la tapa de mármol. Justo encima, corona el edificio un semicírculo de azulejos de colores que le pone nombre a aquellas paredes antiguas: Grande Hotel Guadiana.
Si acabó con su mochila de cuero en la recepción de aquel hotel fue porque los atardeceres de la playa en la que se encontraba lo empujaron hasta la misma raya de Portugal. En toda la costa andaluza, sólo en Ayamonte el sol consigue esconderse cada tarde en un horizonte virginal. Es casi un efecto óptico, pero sucede así en Isla Canela, en la desembocadura del Guadiana. Ninguna urbanización más allá se interpone entre este sol de invierno y estos atardeceres negros y rosas. Nada entre el sol y la arena que el viento ha alisado como un pan de azúcar; nada entre el sol y las marismas. Para tocar el horizonte, para formar parte de él, sólo había que cruzar el río. Y desde aquella habitación, contemplar la última noche del año, el último atardecer, y luego el primer sol del año nuevo.
Se fue a buscar España fuera de sí misma. Quería encontrarla más allá de sus fronteras, en el silencio de otras lenguas que no replican nuestros hartazgos, en la cordura de otros mundos en los que no se oye la bronca diaria, este navajeo cainita, esta pesadez de egoísmos. Este patético desfile de engreidos barones regionales.
Doscientos años después del Dos de Mayo de 1808, España celebra la efeméride sin saber todavía quién es. Y no es que entonces, hace doscientos años, el sentido patriótico fuese unánime en España, porque, aunque aquella la rebelión acabó siendo contra el invasor francés, en el estallido cristalizaron los muchos males del momento. Pero el pueblo se rebeló y fue en España donde comenzó el ocaso Napoleón. En Madrid, en Bailén, en Cádiz…
Quiso ver España desde lejos y la miraba desde este balcón, este hotel antiguo que, en la estrechez de los pasillos, insinúa aventuras guardadas de contrabandistas y de amores fallidos, de conspiraciones políticas, de amantes fugitivos. Pequeños cristales cuadrados cubiertos de visillos blancos, diminutas banderas de encaje que ondean cada mañana con la brisa salada del mar, y una botella de champán para descorcharla en cuanto estalle el estruendo en la calle, el eco tardío de las doce campanadas rituales.
Se fue a buscar España fuera de sí misma, para verla de lejos. La nostalgia no es una copla de Concha Piquer; la nostalgia de España es la desolación de una historia de oportunidades perdidas. La nostalgia es el sentimiento quebrado, la añoranza de lo que pudo ser. Se ve mejor desde aquí. En la desembocadura de un río que, como España, aparece y desaparece.
1 Comments:
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