Desazón
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El hombre siempre ha perdido su batalla contra el amor. Somos animales racionales y esa doble condición nos ha conducido a la contradicción en las relaciones. Pasión, deseo, amor. Cuando la atracción sexual se unió al sentimiento, el hombre tejió un ovillo en el que quedó atrapado para siempre. Y ya no existió nunca el término medio. Del ensueño de la pasión a la amargura del desencuentro. Nervios de amor y pena de desamor. Angustia. La historia de la humanidad está plagada de esas frustraciones que nacen del casamiento imposible de racionalizar la pasión.
Nuestra existencia está manchada con la sangre de esos crímenes de amor sin que nunca nadie haya sabido explicar qué lleva a un hombre, como ha ocurrido estos días en Osuna, a matar a su mujer y a su hija embarazada. O como en Granada. «Si no eres mía, no serás de nadie». Cuándo, por qué, se transforman las caricias y los besos en insultos y vejaciones. Cuándo un amante se convierte en un monstruo, en un despiadado asesino.
El machismo ancestral, obviamente, es el sustento irracional de muchos de esos crímenes, la baba de esos asesinos, pero, antes incluso que esas deformaciones, nos tropezamos con la incógnita mayor del amor dependiente. A principios de este año, psicólogos de toda España celebraron el I Encuentro Profesional sobre Dependencias Sentimentales. Dijeron entonces que los adictos al amor o dependientes emocionales son «personas con un trastorno mental, con una conducta obsesiva, exigente e irracional, que genera angustia, depresión y violencia».
Encontramos razones históricas sociales y físicas que podrían explicar esa espiral de violencia que se adentra en la noche de los tiempos y atraviesa nuestros días. Pero lo que nadie ha contestado aún es cómo se puede evitar. Cómo se puede frenar esta escalada de mujeres muertas, inflamada con el aire de violencia que inunda ahora la sociedad.
Y llega la desolación cuando comprobamos que las modificaciones penales, las leyes integrales y los juzgados específicos no han sido capaces, siquiera, de provocar un descenso en la estadística. Entre otras cosas porque tenemos, según decía ayer la consejera de Bienestar Social, la legislación «más compleja del mundo» para prevenir estos delitos, pero como tantas otras leyes en España, no existen medios suficientes para aplicarla.
En fin, que bastaría con que de esta trágica secuencia pudiésemos extraer al menos la lección clara de que no debe hacerse demagogia con la sangre de esas mujeres. A esta misma consejera, por ejemplo, se le podría recordar ahora algunas de sus declaraciones en la oposición, cuando culpaba al Gobierno del PP de no prevenir ni frenar las muertes, pero es un ejercicio inútil. Cansino. Que en nada mitiga esta desazón de saber que, en cada muerte, como sociedad, demostramos la impotencia de no saber por qué. El hombre, es verdad, siempre ha perdido esa batalla.