El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

12 agosto 2006

Definición

Había que esperar este momento. Tanto tiempo como estuvimos dándole vueltas al concepto, tantos catedráticos e historiadores escrutando significados y trazando comparativas, tantos estudios de afamados constitucionalistas intentando vaticinar las consecuencias futuras, tanto tiempo empleado no sirvió de nada porque era necesario aguardar a este día, al preciso instante en el que el nuevo estatuto de Cataluña ha entrado en vigor. Sólo ayer pudimos conocer el sentido exacto del término nación. Porque había que esperar a que el president Maragall aclarase el significado: Una nación es aquella que puede hacer lo que le de la gana.

No debe existir una definición menos académica y más precisa que esta que ha aportado Maragall en su celebración de la entrada en vigor del Estatut. Ése era el objetivo, la conquista ansiada, la que le permite a uno hacer lo que quiera. Y eso es lo que ha logrado Cataluña con el nuevo Estatuto, según Maragall. Por eso Cataluña ya no se parece a una autonomía, sino un estado. «Cataluña es de todos los territorios de Europa que no son estados, el que más se parece a un Estado» porque «puede hacer lo que quiera, en este momento».
En fin, que una vez más se agradece la sinceridad de Maragall porque es exactamente esto que ha confesado lo que muchos denunciaban, la evidencia que se se desmentía. Desde ayer, el Estado español es un mero invitado en cuestiones esenciales del gobierno en Cataluña. Ni más ni menos.

En adelante, además, a medida que el Estatuto de Cataluña se vaya plasmando en leyes, y que esas leyes se acomoden en reglamentos, será cuando se perciba con más nitidez que esta afirmación de Maragall significa, esencialmente, que se hace realidad en España la vieja aspiración de los nacionalismos catalán y vasco de romper la simetría del Estado de las autonomías.

Todo esto, verán, tendría incluso su lectura positiva si con el Estatut que ayer entró en vigor, España hubiese liquidado, al fin, el debate territorial que mantiene desde hace decenios, con especial relevancia en la Segunda República. Si se hubiera resuelto esa inercia cansina e injusta de tener que «conllevar el problema catalán», como dejó dicho Ortega y Gasett en las Cortes, al menos se hubiera superado esta esquizofrenia de que una de las naciones más antiguas de Europa siga con problemas internos de identidad. Pero no ha sido así, ya ven, y desde ayer el nacionalismo catalán tiene un nuevo reto: Lograr en la próxima oleada el Estatuto que aprobó el Parlament y que recortó el Congreso.

Con el Estatuto catalán no se rompe España, es verdad, pero tampoco se cierra ese debate, sino que se prolonga y se acerca más al abismo. Esa es la responsabilidad histórica que ha contraído el presidente Zapatero y los que, como Chaves, han conducido este debate con las cortas miras del interés de partido.