El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

31 octubre 2011

Conllevar



En treinta años, todo ha cambiado de sitio en España. Ya hemos visto todos los paisajes políticos posibles, el centro, la izquierda, la derecha, y la democracia más inexperta de Europa ha sabido consolidarse, desde la muerte del dictador, al ritmo de esa alternancia natural de un sistema democrático del que nunca habíamos gozado. En estas tres décadas el viento de la historia ha orillado los problemas de entonces y ha cambiado el perfil de las ciudades y de los ciudadanos; treinta años que han traído problemas nuevos, defectos nuevos, carencias nuevas, vicios nuevos. Nada se parece a lo que pensábamos en la Transición, a lo que temíamos entonces, porque todo ha cambiado de sitio; todo menos una amenaza que, aunque es reciente en la historia milenaria de España, no ha parado de crecer en los dos últimos siglos. Un chantaje que reaparece cada vez más acusado, como ahora, que se presenta más grave que nunca. Sí, ahora, también ahora que se goza de la mayor etapa de libertad de la que ha disfrutado nunca en España, la amenaza del independentismo se mantiene intacta.

Visto con perspectiva, podríamos decir que la sangrienta historia de ETA, ahora que ha anunciado que deja de matar, no ha supuesto en los últimos cuarenta años más que una trágica distorsión del problema fundamental de la España contemporánea, que no es otro que el de los nacionalismos ricos de Cataluña y el País Vasco. Problema identitario, quiere decirse. Y ahora que ha desaparecido esa amenaza asesina (o por lo menos ha desaparecido momentáneamente, que ya se verá) lo que nos queda, desnudo, cruento, es el problema de dos regiones que en todo este tiempo no han avanzado en la construcción de España, sino que han utilizado la diferencia para ampliarla; han usado la desafección política para hacer proselitismo, económico y social, a favor de la distancia, de la separación como negocio y como justificación. Han utilizado incluso la prosperidad económica y la propia integración europea para reafirmarse en una historia que no existe, que nunca existió.

Estamos en el momento en el que, quizá, las regiones que menos protagonismo han tenido en esta última fase de la historia de España deben imponer su voz para evitar que la desafacción de esas dos regiones de nacionalismos ricos acaben imponiéndonos una depresión similar a la del 98, cuando la pérdida de Cuba. La voz de las regiones que, aún habiéndose equivocado en el pasado, por conformismo o dejadez, han dejado su ADN inscrito en lo que somos. Andalucía y Castilla, por ejemplo. “Castilla ha hecho España y Castilla la ha deshecho (…) Si Cataluña o Vasconia hubiesen sido las razas formidables que ahora se imaginan ser, habrían dado un terrible tirón de Castilla cuando ésta comenzó a hacerse particularista (…) y no habría caído en la perdurable modorra de idiotez y egoísmo que ha sido durante tres siglos nuestra historia”. Ortega y Gasset acertó en el diagnóstico del problema que arrastramos, pero quizá erró en el pronóstico de que este país está condenado a “conllevar” el problema vasco y catalán. ¿Quién se atrevería a afirmar ahora que el independentismo en la sociedad catalana y vasca no será mayoritario en el corto plazo de diez o quince años? La duda hoy es si esos problemas se podrán seguir conllevando.

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