De la vida
De la vida se espera, sin que nadie nos lo haya anunciado, que nada cuestione ni interrumpa el orden natural de las cosas. Nadie se lo cuestiona porque lo vemos como una obviedad o una secuencia numérica. Primero el uno, luego el dos, el tres… Creemos que la vida o, mejor, la naturaleza es un milagro que se sostiene en un perfecto equilibrio consigo misma, y una de las condiciones esenciales de esa armonía es el orden de las cosas, aquel que establece que los abuelos se mueren antes que los padres y que estos, a su vez, saben que pueden irse a la tumba cuando les llegue su momento pero que nunca, jamás, tendrán que asistir al entierro de sus hijos.
Por eso, la primera puñalada que nos da la vida, la primera vez que un niño se tropieza con la realidad y la inocencia se rompe la cara con el empedrado, se produce cuando antes que el abuelo se muere su padre o su madre o cuando antes que él mismo se ha muerto un hermano pequeño. Se interrumpe entre lágrimas el orden natural de las cosas y el niño que ya no es tan pequeño comprende, mientras ve llorar a su padre o a su abuela, que acaba de perder la utopía de su niñez. Que su mundo infantil ha comenzado a derrumbarse ante certezas, dudas y decepciones.
En ese orden natural de las cosas también está que los hijos respetan a sus padres y les sirven de apoyo cuando se hacen mayores, cuando las fuerzas les flaquean, cuando se hacen viejos. Tampoco es así. Pero ya no son las leyes de la naturaleza las que destrozan ese orden natural en el que creíamos sino que somos nosotros mismos los que acabamos con esa secuencia elemental, lógica, en la que pensábamos. Lo vemos casi a diario en los periódicos, cada vez con mayor intensidad. Los padres y los abuelos denuncian a sus hijos, a sus nietos, por los malos tratos. Ya no pueden más. O como acaba de ocurrir en Málaga, un juez obliga a un joven de 25 años a abandonar el domicilio familiar. Ni trabaja, ni estudia y además había denunciado a sus padres porque no le dan el dinero que pedía.
De la vida uno espera que las cosas se sucedan con un respeto escrupuloso al orden natural de las cosas. Primero nos desengañó la naturaleza y ahora nos estamos traicionando nosotros mismos. Y es más letal para la sociedad esta segunda ruptura del orden natural de las cosas que la primera, la muerte inesperada, el hachazo homicida de la vida que deja a un padre sin sus hijos. Porque esta última va implícita en el dolor de vida, cruzamos los dedos y le rezamos al cielo para que no nos ocurra. Nada podemos hacer. Pero la segunda, esta plaga que se va extendiendo, esta proliferación de malos tratos e indolencia, este abismo de falta de respeto e ignorancia, es más dañino porque, a diferencia de la primera, es una deformación evitable, una deriva soslayable. De la vida uno espera que no sea el hombre, la condición humana, la que añada quebrantos al orden natural de las cosas. Y parece la sociedad empeñada en reventar toda lógica.