Punto ciego
Muchas veces es bueno sumergirse en el estruendo. Aislarse en el bullicio. Sólo en medio de la multitud, empapado en el gentío, como cuando se hunde la cabeza en el agua y se hace un silencio hueco. En ese momento, la soledad es reflexiva: estás contigo y te observas. Te ves. A través del capirote de un nazareno, ésa es la sensación que se tiene cuando la cofradía atraviesa una calle bulliciosa y hay un alboroto de niños a tu alrededor, un trasiego de voces anónimas que se han detenido en la acera a repasar sus vidas, sus inquietudes, sus preocupaciones, en tanto llega el Cristo crucificado. El nazareno está allí detenido, separado del mundo por una túnica negra que lo envuelve, y después de explorar miradas y de reconocer amigos sin decir nada, después de acariciar labios y colgarse de las voces de otro, después de atravesar la bulla por un leve pasillo de cirios encendidos, se vuelve hacia sí mismo y contempla desde fuera su propia vida en ese mundo al que, por unas horas, ha dejado de pertenecer.
Dicen que, en esos momentos de introspección, existe un punto ciego que impide que veamos toda nuestra realidad, quizá por una subjetividad inevitable. En un libro de Nicholas Fearn leo que «los filósofos han procurado superar este punto ciego mirando de reojo el viaje del individuo a través de la vida». Pues bien, si hay un sentimiento común en todas las experiencias personales que se cuentan de la Semana Santa es justamente ése, que ha servido siempre a los hombres para verse a través de su vida. En la misma acera en la que estás ahora, ante la misma cofradía, puedes verte de niño y de adolescente y puedes imaginarte de anciano. En la misma esquina por la que ya se pierde el manto de la Virgen, puedes ver a los que ya no están y puedes sentir la punzada de tu propia ausencia. Idas y venidas a lo largo de nuestra propia vida para buscarnos, construirnos, aceptarnos, y, a partir de esa mirada hacia dentro, reconocer y comprender a los demás.
No es casualidad que suceda en Semana Santa porque también eso está entre los valores de una fiesta como ésta. Si algo aportó el cristianismo a la civilización fue precisamente el hecho de colocar al hombre en el centro de la creación. La divinidad encarnada en un hombre. «No entender esto supone vetarse toda comprensión del mundo intelectual y moral en el que aún hoy vivimos. Por poner un único ejemplo, está claro que sin la revalorización cristiana del ser humano, del individuo como tal, nunca habrían visto la luz esos derechos del hombre hacia los que hoy sentimos tanto aprecio», escribe Luc Ferry.
Conviene sumergirse en el estruendo y aislarse. Sucede en Semana Santa, pero tendríamos que buscar ese encuentro en cualquier rincón del año. Mirarse, pensarse, comprenderse. Y así superar el punto ciego de nuestra propia subjetividad como aconsejan los filósofos: mirando de reojo a través de la vida de cada uno.
2 Comments:
Miras el paso, y lo ves como una roca inmóvil en medio de la corriente del tiempo. Recuerdas cómo ha ido cambiando la calle y la gente. Tú mismo has cambiado tanto que ya no sabes bien quién eres. Pero te reconoces en todo lo que te rodea: el niño, el anciano, los jóvenes, la música, los olores... aquella esquina ¡ay!
De tu ensimismamiento te saca, no el estruendo de los tambores, sino la trémula emoción que te transmite una manita sudorosa asida a la tuya con fuerza. Te imaginas que algún día él también podrá reconocerse en esta misma plaza, con el mismo paso, y que, quizás también con una manita asida a la suya, te recuerde entre estos mismos olores y sonidos. Y te parece bien.
Estimado Javier Caraballo, desearía tener su correo electrónico ya que deseo ponerme en contacto con usted para proponerle una cuestión concreta. Muchas gracias. Mi correo es isaaccabrerabofill@gmail.com
Muchas gracias.
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