Lo que parece
Nada obsesiona al hombre más que la apariencia. En todas las esquinas de nuestras emociones cuelgan estandartes que representan lo que queremos ser, la imagen que pretendemos ofrecer, las sensaciones que intentamos transmitir, la vida que construimos mientras van pasando los años. Nunca somos, realmente, lo que aparentamos, en buena medida porque en todos nosotros existe un afán de rebeldía interior con aquello de nosotros mismos que no nos gusta y, en parte también, porque aspiramos a ser lo que nunca hemos sido. La apariencia, sí, forma parte de nosotros, de todos. Pero ahí se acaban los beneficios; ahí se agota la apariencia razonable, llevadera. Todo lo que va más allá se convierte en patología, tanto por aquellos que intentan aparentar lo que no son o los que, por el contrario, se empeñan en demostrar que no es cierto aquello que estamos viendo.
En política, la apariencia tiene también vertientes perversas. Lo esencial ya lo dejó sentada el César como primera regla de comportamiento del hombre público que no sólo tiene que ser honrado, sino que tiene que ofrecer esa imagen de honradez; no basta con serlo sino que, además, hay que parecerlo. Lo que ocurre es que la formulación anterior, que debe ser entendida como una exigencia doble de transparencia de la persona que se dedica a los asuntos públicos, acaba pervirtiéndose hasta convertir el lenguaje político en un hacedor de apariencias. Aquello de Orwell: “El lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de consistencia al puro viento”. En vez de que la apariencia sea un espejo de la verdad, se crea un mundo de simulación en el que lo complejo es descifrar dónde se esconde la verdad.
Al hijo de Chaves, que ahora ha dicho, ante la publicación de los documentos que lo comprometen, que nada de esto “se ajusta a lo que parece”, bastaría con aplicarle la regla primera del César; no a él, sino fundamentalmente a su padre que lleva años intentando hacernos creer que es el hombre más pobre de la clase política europea, aquellos tres mil euros de la cuenta bancaria, y el más desprendido de los oropeles y los privilegios del poder. Bastaría con recordarselo si no fuera porque, en realidad, el problema de Chaves es que sigue la formulación clásica, pero en sentido inverso: Chaves es lo que parece. Un político que lleva treinta años sin bajarse del coche oficial, con sueldo de ministro, y que ha convertido su apellido en un pasaporte de colocación para la familia. Sólo tenemos que preguntarnos, ahora que dice que todo esto no obedece más que a una persecución de su familia, por qué sólo salen en los periódicos sus hermanos y sus hijos, por qué aparece siempre la familia Chaves y no salen los familiares de otros vicepresidentes, de otros dirigentes políticos del propio Partido Socialista. Todos conocimos a los hermanos de Alfonso Guerra porque el entonces vicepresidente le puso un despacho a su hermano en la Delegación del Gobierno de Andalucía. ¿Quién iba a tener interés alguno en conocer a su familia si no llega a ser por aquel despropósito? Si conocemos a la familia de Chaves, y no a la de Griñán, por ejemplo, será porque sólo los hijos y los hermanos del primero se han dedicado a trabajar para aquello que les ofrecía más garantía y más rentabilidad, los negocios en los que su apellido equivalía a un master.
Que no se moleste Iván Chaves en intentar hacernos ver que lo que tenemos delante no es lo que parece, que no se moleste en aparentar que ya es muy tarde. No hace falta que aclare nada, que ya lo dicen sus contratos: Iván Chaves es un comisionista. Basta con esa palabra, y la adenda posterior de que las comisiones las recibía por sus gestiones ante entidades y organismos públicos que controlaba su padre como presidente de la Junta de Andalucía, para que todos sepamos ya de qué se habla, sin necesidad de esperar a que los tribunales aclaren si hubo o no algún delito. Chaves, presidente; su hijo, comisionista. Punto.
Etiquetas: Andalucía, Corrupción
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