Sin preguntas
Bastó que nuestras miradas se cruzaran en la cola del supermercado. Había ocurrido antes, hace ya casi un año, cuando nos encontramos en ese mismo supermercado. Tu mujer cogía algunos productos de las estanterías y tú empujabas el carrito de la compra. Desde que nos conocemos, a las doce de la mañana de un lunes cualquiera, de un año cualquiera, tu hábitat natural nunca hubiera estado entre las callejuelas de latas de conservas, frutas y arroces de un supermercado, sino el trasiego de la calle, de los bancos, de las viviendas y de las hipotecas. Por eso nos sorprendimos al encontrarnos. “Parado, sí, me he quedado sin trabajo”. Ha pasado todo este tiempo y todo sigue igual. Por eso bastó que nuestras miradas se cruzaran ayer, otra vez, en el supermercado. Porque no hacía falta decir nada más. Una mueca, una sonrisa forzada, un ‘ya ves, qué te voy a contar’. No, bastaba con la mirada.
Lo que no te he dicho nunca es que, desde aquella primera vez que nos encontramos, he tomado el portón cerrado de tu antiguo trabajo como una referencia de la crisis, un índice palpable de la evolución de esta canina. Se agolpan las cartas de los bancos y la propaganda de los plasmas del Mediamarck en el rellano polvoriento de la oficina y a mí me parece todo aquello la mejor estampa del suelo de la crisis del que hablan los economistas. Venta y alquiler de pisos en la pequeña oficina del centro de la ciudad; un negocio floreciente en el que nadie pudo imaginar este final abrupto, esta parada en seco, este corte profundo, radical. Porque ninguna actividad se para así, de golpe, y qué otra cosa se puede esperar de un frenazo cuando se circula a ciento ochenta que salir disparado por la ventanilla. No llevábamos el cinturón de seguridad, es verdad, y la velocidad era excesiva, pero si la caída de la construcción hubiera sido otra, de otra forma, el final sería distinto; incluso una desaceleración vertiginosa se puede asumir, pero nadie sobrevive al colapso.
Antes de que se consumieran los últimos ahorros con el pago de las facturas, echaste la persiana y desde entonces te has limitado a esperar una llamada de la oficina de empleo. Para matar el tiempo, entre curso y curso de formación, coleccionista de diplomas y certificados de asistencia, empujas el carrito de la compra cuando tu mujer acude al supermercado. Pero estás, como otros, fuera de contexto, y lo peor es que cada día se ve más gente como tú en los supermercados, matrimonios jóvenes que se han visto arrojados de la normalidad más rampante a la que se puede aspirar: un puesto de trabajo. Que ya se cuentan por millones las personas a las que no les llega ni para tirar para adelante; dos millones de hombres y mujeres que no tienen ni trabajo ni prestación. Por eso, bastó que se cruzaran nuestras miradas en el supermercado. Tú sabías la pregunta y yo conocía la respuesta. “¿Zapatero? ¿Pero tú crees de verdad que a mí me importa que lo suceda Rubalcaba o Carmen Chacón? ¿A quién coño le importa que Zapatero diga ahora que se va? A mí qué más me da, si mi problema es que dentro de cuatro meses dejo de cobrar el paro…” La mirada, sí, lo decía todo. La realidad política no hace cola en el supermercado.
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