Cultura perra
«Yo entré en esta compañía en la época en la que se llamaba a los bomberos por el incendio de una centralita, y todo el retén aprovechaba para quedarse en plantilla en la empresa», dice un alto directivo de Telefónica mientras garabatea números en una servilleta de papel en la sobremesa de una comida. Entre los garabatos, los 25.000 empleados de los que la compañía se ha ido deshaciendo en los últimos años y los poco más de 20.000 que van a quedar en la multinacional cuando, antes o después, se apruebe el último expediente de regulación de empleo que ya se ha anunciado para prejubilar a otros seis mil empleados más. «Y lo realmente extraordinario –añade mientras recorre con la punta del bolígrafo las curvas que ha trazado con el descenso de la plantilla y el aumento de la productividad– es que ha sido con la plantilla más reducida cuando ha sido posible la expansión internacional de la compañía». A más trabajo, menos trabajadores. En Telefónica ha sido así.
Si ese aparente absurdo ha sido posible se debe, desde luego, como comentaba jocoso el directivo, a una plantilla desorbitada, confeccionada entre el paternalismo del Estado, el enchufe y el abuso de los sindicatos que obtienen unas condiciones laborales que nada tienen que ver con las del mundo real, allí donde no existe el amparo público. Es inevitable, en esas circunstancias, que, entre los trabajadores públicos se cree una cultura del privilegio: se saben trabajadores distintos a los demás y su única obsesión laboral se limita a no retroceder en ni uno sólo de los privilegios que disfrutan.
Con esa lógica interna, que es uno de los caminos que llevan a la ‘cultura de la subvención’, debió encontrarse Telefónica cuando fue privatizada. A la vista de los sucesivos expedientes de regulación de empleo, parece claro que la estrategia de Telefónica ha consistido en cambiarlo todo sin modificar para nada el statu quo de la compañía. Por ejemplo, con estas prejubilaciones de lujo: El 70% del sueldo hasta los 61 años (que es cuando se jubilará y comenzará a cobrar del Estado), el 34% del sueldo hasta los 65 años, el abono de las cotizaciones sociales hasta los 61 años y una ayuda del 50% de las cuotas si no se suman 35 años cotizados. En el último ERE, el problema de Telefónica es que hubo una avalancha de peticiones de prejubilación. ¿Quién podía resistirse a cobrar un sueldo el resto de su vida sin salir de casa, sobre todo teniendo en cuenta que un prejubilado de 50 años, con su 70 por ciento del salario, está muy por encima de los sueldos mileuristas con los que se contratan a los jóvenes que se incorporan al mercado de trabajo? Lo tienen tan claro en la compañía que, por lo visto, lo han retratado con una frase: «Yo quiero un ERE para dedicarme a pasear el perro».
Ahora, tras el nuevo ERE que plantea Telefónica, los únicos que no han protestado son los de la casa porque allí, unos y otros, trabajadores y directivos, saben bien cuáles son sus objetivos, que nada tienen que ver con los de la calle ni con la crisis de un país entero. «Responsabilidad social», «ética empresarial», «cultura del esfuerzo», «solidaridad sindical»… A veces parecemos bobos cuando, al discutir en tertulias, planteamos esos valores, esas exigencias, como las claves del debate. La cuestión es más sencilla: en Telefónica, la ‘cultura del perro’ no se discute.
Etiquetas: Crisis, Economía, Sindicatos, Sociedad
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