Habla andaluza
En Andalucía cada vez se habla peor. Y no me refiero a los jóvenes andaluces de la nueva generación ni-ni que aparecen en los concursos de televisión o a las señoras que se explayan en un plató con sus detalles de enaguas y frustraciones. Ni siquiera a las estrellas andaluzas del fútbol, que no hay más que oírlos al final del partido, porque hasta los jugadores del Este se expresan mejor que los andaluces. No, cada vez se habla peor en la Andalucía oficial.
«¿Tú no te avergüenzas cuando oyes hablar en un telediario a consejeros como Luis Pizarro o María Jesús Montero?», me preguntaba hace poco un veterano socialista andaluz. No son los únicos, desde luego, pero sí podrían representar la deriva del habla andaluza en la clase política. Para gente como Pizarro o Montero, el andaluz sólo tiene dos normas básicas: la supresión de la ‘d’ intervocálica al final de las palabras y un acento pronunciado, como de chuleta urbano. Algo así: «El Gobierno se ha reunío y ha decidío que es necesario implementá nuevas políticas».
La paradoja es que lleguemos a esta situación después tres décadas de autonomía andaluza, de autogobierno, porque la defensa del habla andaluza, sin complejos, era una de las mayores ilusiones. Que cualquier profesional andaluz, de cualquier materia, cualquier ciudadano, de cualquier parte de Andalucía, no sintiera vergüenza de su forma de hablar. Y que pudiera hablar un andaluz culto con orgullo y con rabia frente a quienes pretenden reducirlo a un acento que sólo sirve para los chistes, para los sirvientes de las comedias y para los borrachos de los teatros.
¿Tiene arreglo todo esto? Al contrario de lo que sucedía hace treinta años, el habla andaluza ha desaparecido de las preocupaciones políticas y académicas. Entonces, al principio de la autonomía, creo que llegó incluso a constituirse en el seno de la Consejería de Cultura un ‘Aula permanente del Habla andaluza’ y eran habituales los simposios y las publicaciones en las universidades sobre las características del andaluz. Se publicó, por ejemplo, patrocinado por la Junta de Andalucía, un libro de José María Vaz de Soto, ‘Defensa del Habla andaluza’, que es, quizá, uno de los ensayos más prácticos y contundentes sobre la forma de hablar de los andaluces. En ese libro, hay, incluso, un capítulo que le iría de perlas a los Pizarro y Montero de la política andaluza; se trata del decálogo del andaluz culto en el que José María se refería, precisamente, a esa forma de hablar. Y decía: «opino que, grosso modo, el andaluz culto debe y puede conservar esa “d”, más o menos relajada, en los mismos casos que el castellano culto».
¿Quién se preocupa hoy del habla andaluza, de que los andaluces sientan orgullo de su forma de expresarse y de que lo hagan sin complejos? Da la sensación de que todo eso, en gran medida, ha desaparecido. Y sin impulso político ni sensibilidad académica, qué otra cosa puede ocurrir más que en Andalucía cada vez se hable peor.
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