Baltasar
Yo era un joven abogado que en el día de los Reyes Magos le tocaba el turno de oficio. No habían dado las tres de la tarde cuando una llamada de teléfono me sacó a rastras de la comida familiar en la que yo, recién licenciado, me sentía como Michael Douglas, quería que me vieran como Michael Douglas. Era el oficial de guardia del juzgado: «Han detenido a uno de los reyes magos de la Cabalgata». Comprenderán que me tomara a broma aquella llamada, ‘bah, qué novatada más burda’; entenderán que no le prestara atención hasta que en el auricular del teléfono tronaron enfurecidas las voces del juez, un viejo conocido de mi padre, exigiéndome que, en cinco minutos, estuviera en el juzgado de guardia. Seis de enero, un joven abogado en plena comida con los padres de su novia y un rey mago detenido. Eso me pasó a mí.
Llegué al instante al juzgado. Sentados en un banco de madera, junto al oficial de policía, una pareja de unos cincuenta años: el rey Baltasar y su mujer. Él lloraba sin parar y ella, con el bolso entre las piernas, le golpeaba constantemente en la nuca. «Lo sabía... Sabía que no podía fiarme de ti… Mira que el ridículo que me has hecho pasar». Y zas, otro golpe en la nuca al pobre negro. Las lágrimas de Baltasar destiñeron la pintura negra alrededor de los ojos y habían cavado un surco hasta las mejillas. Tenía una peluca de pelo rizado y un turbante blanco y azul que se coronaba con una pluma roja. La capa de raso verde se ocultaba en los hombros tras una de estola mullida de piel de leopardo. Sólo los labios mantenían la pintura intacta, un rojo intenso que junto al churrete de las mejillas y los continuos tortazos en la nuca de su esposa parecían conspirar para hacer más cruel el patetismo de aquella escena, la humillación cómica de aquel hombre.
En la declaración, supe que llevaban poco tiempo casados; una de esas parejas que a los cincuenta deciden unir sus soledades. El hombre estaba parado desde hacía un año y, harta de verlo deambular por su casa, su mujer presentó una solicitud en un supermercado de la zona que ofrecía puestos de trabajo durante la Navidad. Le tocó ir disfrazado de Papá Noel durante todo el mes de diciembre y, ya en enero, lo pusieron de Rey Baltasar en la cabalgata del barrio, que patrocinaban aquellos grandes almacenes. Nunca había bebido alcohol y en la cabalgata del barrio todos se acercaban a ofrecerle una copa de anís y polvorones. «¡Baltasar, Baltasar!», le gritaban los niños a su paso, y. entre el anís y los vítores, aquel hombre se fue creciendo, se fue inflamando. Tan rápida corría la sangre por sus venas, tanto se aceleraba su pulso con el tachín, tachín de la banda de música, que, sin darse cuenta, lo que estaba a punto de estallarle por dentro era un antiguo enemigo que creía controlado. Un deseo superior, un instinto casi salvaje, una pasión descontrolada. En la esquina de las dos calles más populosas del barrio, ya no pudo más. Se puso en pie en el trono de su carroza y vio cómo se clavaban en él los ojos de cientos de niños, ojos abiertos como platos; se puso en pie y, con la sonrisa impávida del alcohol, se bajó de golpe los pantalones. Y allí, en la exhibición de su desnudez, vació, exhausto, todo el placer que reprimía.
(Relato sobre un caso real ocurrido en un barrio de Sevilla en la década de los 80)
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