El cambio
El cambio se ha convertido en un lema universal de la política porque, en plena crisis de las ideologías, esa invocación sirve de comodín para cualquier campaña electoral. Como de lo que se trata es de dirigir el mensaje a la mayor parte del electorado, se prescinde de las ideas y se acude al concepto. Pragmatismo electoral que nada tiene de malo porque, en realidad, conecta con dos principios esenciales de la democracia: la necesidad de alternancia en el sistema y la posibilidad de que los ciudadanos, con sus votos, pongan y quiten gobierno. “¿No te gusta lo que hay? Pues cambia”. Tan básico como eso.
Se ha extendido tanto la estrategia del cambio que hace unos días Tomothy Garton, un catedrático de Estudios europeos de Oxford, que ocupa nada menos que la cátedra Isaiah Berlin, teorizaba en un artículo publicado en España sobre el cambio en el reino Unido. Y sostenía que, con toda probabilidad, no era bueno que los laboristas, que llevan diez años gobernando en Downing Street, ganen de nuevo las elecciones, pero, por otro lado, tampoco los conservadores suponen ninguna novedad en la política británica. «El problema británico no es quién gobierna sino cómo gobierna», afirmaba. A partir de ahí, que podría ser una afirmación de perogrullo, el catedrático británico proponía un interesante ejercicio: «Si hiciéramos una cata a ciegas de las estrategias de los partidos en muchos temas económicos, sociales y de seguridad, sin ver las etiquetas de cada partido en la botella, muchas veces acabaríamos atribuyéndolas al que no es. Entre un 70 y un 80 por ciento de los contenidos políticos actuales es, por así decir, intercambiable».
Fíjense que esa simetría oculta en las diferentes ofertas electorales es la que, al final, provoca que todo el mensaje se resuma en una mera promesa de cambio que sirve para todos. Ocurre, sin embargo, que por esa misma similitud, lo que se devalúa es la promesa misma, o por lo menos que se tropiece con la incredulidad del personal. «Si todos los partidos piensan más o menos igual, ¿en qué consiste el cambio?». La única forma que tiene un político de resolver ese embrollo es encarnando él mismo el cambio político; que su imagen, su persona, evoque el ansia de cambio.
En una sociedad como la andaluza, en la que casi un setenta por ciento de los electores afirman que sería bueno un cambio político, sólo el líder político que logre conectar con ese deseo puede tener la victoria asegurada. Eso lo sabe el PSOE y, por esa razón, ha vuelto a poner en marcha un contrasentido. Lo decía Griñán hace unos días: «el pueblo andaluz quiere que haya cambio, pero que ese cambio lo haga el PSOE». (Con Chaves ya se decía que «el cambio es Chaves»). Pasemos por alto los tics de partido único que conlleva la expresión, ¿puede Griñán representar ese cambio? ¿Puede Griñán encarnar el cambio ante los andaluces? Para conseguirlo, presumiblemente, ha urgido a los suyos a que lo nombren secretario general del PSOE andaluz, para que ya no tenga sombras.
Lo que ocurre es que una cosa es el liderazgo de un partido y otra muy distinta el liderazgo político, y ninguna de las dos tiene que ver necesariamente con el liderazgo social. Y el problema de Griñán es que, aunque tenga el liderazgo del partido, nunca tendrá poder interno para hacer reformas profundas que sacudan la esclerosis del gobierno, con lo que no podrá ofrecer la imagen de cambio que desea para alcanzar el liderazgo político y, sobre todo, el social. Lo que obtendrá en el congreso regional extraordinario es un poder delegado por las agrupaciones provinciales, urgidas por el miedo de las encuestas. Pasará de militante a secretario general. No es poco, pero que no se engañe; en su caso, todo esto sólo se resolverá el día que gane unas elecciones. Hasta entonces, a aguantar con los dientes apretados y la sonrisa profidén.
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