Mi loco contemporáneo
Cada persona tiene un paranoico en su generación. Y puede vivir en el piso de al lado, un tarado sospechoso con el que nos cruzamos en el ascensor, o puede aparecer a diario en las portadas de los periódicos, en los telediarios en los que reproducen su foto de carné porque es el líder de una secta, de un grupo terrorista, de una revuelta nihilista que amenaza con sembrar las calles de sangre y de terror. Cada hombre, cada mujer, tiene a su loco contemporáneo. Y vivimos con ese peligro a cuestas, sin más, porque nada se puede hacer salvo mantener la confianza innata de que el azar no nos va a colocar en la encrucijada de circunstancias que señala el lugar exacto de la muerte, el momento equivocado y el lugar inadecuado. El día en el que el loco del ascensor decide no tomarse los medicamentos y se baja al supermercado del barrio con una alteración interior que le estallará en las venas del cuello justo cuando llegue a la caja y tú estés delante de él en la cola. O el día en el que se produzca un atentado terrorista en el aeropuerto en el que te encuentras, en la cafetería de un país extranjero en la que tomas una cerveza, en el concierto de música al que fuiste por una invitación de última hora.
Vivimos, sí, con la amenaza de los locos de nuestra generación y, solo nos libra del miedo constante la certeza inconsciente de que nunca nos va a suceder a nosotros. El vértigo se produce cuando, de repente, un día conocemos que hemos convivido con el peligro sin saberlo y que la Policía lo ha sorprendido con un arsenal de malas ideas en su casa. Como el yihadista que detuvieron en agosto en La Línea de la Concepción con planes para envenenar los depósitos de agua de un camping y asesinar a cientos de personas. «Dios mío, concédeme el martirio por tu causa. Que tenga la valentía y la suficiencia. Que mi cuerpo vuele en pedazos, por amor a ti», escribía en sus diarios de internet el marroquí paranoico seguidor de Ben Laden. Y lo teníamos ahí, al lado, y, lo que es más inquietante aún, estaba casado con una española y le prestaba el internet un vecino chino. ¿Qué ceguera puede apoderarse de gente tan dispar, educada en culturas tan distintas, para que alimenten con su ayuda, y hasta con su amor, los planes asesinos de un fundamentalista como ese? Si la sociedad, si nuestra sociedad, no actúa de parapeto de esos locos, saldremos a la calle con el miedo de haber perdido la red de seguridad de sabernos entre iguales.
Locos anónimos o dictadores endiosados que aparecen en toda generación; alguien que un día se coloca ‘La máscara del mal’ de la que nos hablaba Bertolt Brecht. «Colgada en mi pared tengo una talla japonesa,/ máscara de un demonio maligno, pintada de oro./ Compasivamente miro/ las abultadas venas de la frente, que revelan/ el esfuerzo que cuesta ser malo». Siempre existe, en todas las generaciones, alguien que se coloca esa máscara de demonio maligno. En el siglo XX, ya cerrado, el propio Bertolt Brecht tuvo los suyos, algunos de los peores, bigote recortado, esvásticas en el hombro y brazo en alto. La única diferencia con el poeta es que, por lo que llevamos visto en la historia, ser malo no cuesta trabajo. Más bien al contrario. «La radicalidad y decisión para cometer un atentado han ido aumentando con el paso de los días», dice el auto del juez al referirse a los planes del yihadista que, para adorar a su dios, se quiso poner la máscara de un demonio maligno. Lo dice del fundamentalista, pero muchas veces, cuando miramos alrededor, parece la sentencia de estos tiempos.
Etiquetas: Sociedad, Terrorismo
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