El samurái
Alguien debió explicarle al presidente Zapatero que también a la derrota, a los sueños rotos, se le puede encontrar un sabor de grandeza, un impulso hacia adelante. Una salida. Alguien debió explicarle al presidente Zapatero que los samuráis entendían que el suicidio era el triunfo en la derrota; que, como pensaba un teórico del ejército japonés, los pensamientos de victoria conducen a la derrota, pero cuando se pierde se continúa avanzando. Alguien debió acompañar a Zapatero en sus últimos pasos, indicarle la daga política con la que hacerse el harakiri, y rodearlo de soledad para que sólo él fuera el dueño de su final en la política. Para que hubiera repasado aquellos años de victoria y complacencia, de halagos y beneplácitos, para que se hubiera recreado por última vez en la fugacidad que ha sido, y lentamente despedirse de la presidencia. Alguien debió explicárselo, el final de un samurái, pero lo han acompañado como a César y, desde los idus de marzo, lo están apuñalando en la escalinata que lleva al salón en el que se reúne cada viernes el Consejo de Ministros.
La primera daga lo obligó a renunciar a la reelección como presidente, porque nadie, ninguno de los suyos, quería tener esa sombra oscureciendo las campañas municipales y autonómicas. La segunda daga, tras la debacle de las elecciones, lo forzó a desdecirse de sus promesas de primarias y de sus planes de sucesión. Por su boca habló el delfín con lágrimas en los ojos: “Doy un paso atrás porque se ha puesto en riesgo la unidad del PSOE, la autoridad del presidente y la estabilidad del Gobierno”. Quizá Zapatero pensó entonces que, una vez que había renunciado a todo, podría despedir en paz la legislatura, verla apagarse lentamente como el ocaso de su propia carrera política. Pero aguardaba este último empellón, las voces de su entorno que ya han comenzado a gritarle que se marche de una vez, que ha dejado un país al borde de la ruina y que, cada segundo suyo en la presidencia, es una milésima más de desgaste del PSOE. Se lo piden, unos sutiles, otros desesperados, con insinuaciones, con artículos, con silencios, con editoriales de prensa. Y no es la oposición quien le pide que se marche, que se marche ya, sino aquellos que en marzo lo acompañaron al pie de la escalinata para hincarle la primera daga. Zapatero tampoco podrá cumplir su último deseo, el de agotar la legislatura.
Caerá Zapatero, ya está derrumbándose al pie de las escalinatas, y la duda entonces será qué puede ocurrir con uno de los personajes de este drama político, sin referencias precisas en la tragedia clásica. ¿Quién es Griñán en ese teatro? Acaso un líder inesperado que llegó para conocer sólo el declive y las adversidades, quizá un tribuno despistado al que todos miraban con indiferencia, porque ni siquiera valía la pena el esfuerzo de conspirar contra él y acribillarlo como al césar. Pero Griñán está ahí, contemplando la escena sin rechistar, agarrado él también al final de la legislatura. Y en medio de todo, está Andalucía. Nadie podrá explicarnos en noviembre, cuando se adelanten las elecciones generales, que lo conveniente para España no es bueno para Andalucía; que la estabilidad política que se busca para salir de la crisis, no es buena para Andalucía; que el fin de ciclo al que se ha llegado en España, no existe desde mucho antes en Andalucía.
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