El fanfarrón
Fue un fanfarrón. Cristóbal Colón era, además de un aventurero, además de un osado, además de un tipo cultivado, además de todo eso, era un fanfarrón; uno de esos especímenes de la raza humana que se heredan, generación tras generación, y se encuentran en cualquier rincón del tiempo, en cualquier lugar del mundo, exhibiendo contentos su condición de fantasmas. Cuando volvió de su primer viaje a América, se paseó por Sevilla, se pavoneó por las calles en su entrada triunfal con una corte de indígenas asustados, papagayos de colores, cestos de frutas, flores desconocidas y, lo más importante, unas bolsitas con pepitas de oro. Y como Colón era de natural jactancioso, no se limitó a mostrar abiertamente aquel presente como un pequeño tesoro encontrado en las Indias, sino que se puso a contarle a todos que la tierra conquistada era tan rica en oro que cualquiera podría llenar un saco de oro con una pala, como en España se podía llenar un saco de arena o de tierra. El resultado de la fanfarronería lo cuenta muy bien Stefan Zweig en sus Momentos estelares de la Humanidad, porque el reclamo del descubrimiento del Nuevo Mundo no sólo atrajo a nobles honrados y aventureros audaces, sino todos los desechos del momento: «Toda la mugre y la escoria de España mana hacia Palos y hacia Cádiz. Ladrones marcados a fuego, salteadores de camino, bandoleros que en el país del oro buscan dedicarse a un oficio más lucrativo. Hombres cargados de deudas que quieren escapar de sus acreedores. Maridos desesperados que quieren huir de sus pendencieras esposas. Todos los desesperados, los huérfanos de la vida».
Las sucesivas conquistas de América, desde el descubrimiento del Pacífico hasta la impresionante odisea de la derrota del imperio azteca, la protagonizan esos hombres que desembarcaron en la otra orilla del mar con sus barbas largas, el pecho enlatado y un puñado de estandartes viejos. La superioridad de la civilización española y el cainismo salvaje de las tribus indígenas se encargaron de todo lo demás, hasta hacer posible que ejércitos de apenas unos centenares de personas se hicieran con el mando de aquellas tierras. No podría haber conquistado Hernán Cortés el imperio azteca si no fuera porque, a su llegada, todos los vecinos del todopoderoso Moctezuma encontraron en el conquistador español un arma poderosa para vengarse de él. La venganza indígena contra las batidas frecuentes que ordenaba su propio gobernante y que asolaba pueblos enteros para consagrarlos al sacrificio de los dioses y al canibalismo. Se van uniendo factores y surge la conquista de América resumida en una sola frase, la del historiador Will Durant, que sirve de marco a la película Apocalypto: «Una gran civilización no es conquistada desde fuera si antes no se destruye ella misma desde dentro».
Lo peor de la leyenda negra es que lo reduce todo; primero, al agravio, al enfrentamiento, y luego a la insoportable dictadura de lo políticamente correcto. Es el absurdo de analizar las conquistas de hace cinco siglos con los parámetros sociales, morales y éticos de hoy, con lo que la historia de la humanidad queda reducida siempre a conceptos y valores posteriores que nada tienen que ver con la época. Hoy es doce de octubre: celebremos la historia, desechemos los complejos. Y, sobre todo, aprendamos del pasado, de cómo se destruyen a sí mismas las civilizaciones.
Etiquetas: España, Memoria Histórica, Sociedad, Sudamérica
1 Comments:
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