Emprenyar
Nada hay más rentable en la historia reciente de España que la desafección. Antes incluso que el nacionalismo, fue el carlismo el que descubrió esta bicoca de presentarse con cara de mala hostia en Madrid y salir de los despachos con la chequera llena. Allí donde arraigó el carlismo, llegaría después el nacionalismo vasco y catalán y sólo tuvo que cambiar los objetivos porque la estrategia ya estaba diseñada. Ventajas económicas para calmar desafección, privilegios fiscales por la resignación de convivir con el resto de España. Se trata, además, de una maniobra perfecta, que se retroalimenta, porque las ventajas y los privilegios que se logran con la mala hostia consiguen mejoras permanentes para esos territorios, con lo que cada vez les resulta más fácil justificar la diferencia que existe con el resto de España. No es raro, por tanto, que el mecanismo histórico de la desafección se eternice y se expanda, de forma que logra sobreponerse a cualquier tiempo, que empapa cualquier ideología. La misma cara de mala hostia durante dos siglos, ya sean reaccionarios carlistas o progresistas tripartitos. Tan demoledora es la estrategia, que hasta nuestros días se arrastra y se condensa en una sola frase, un aviso: «Hay preocupación en Catalunya y es preciso que toda España lo sepa».
Mala hostia es una expresión, un estado de ánimo, una disposición moral que en catalán se traduce como «emprenyar». De ahí lo del ‘català emprenyat’ que ha vuelto a surgir estos días cuando los diarios catalanes han unificado sus editoriales para advertirle al Tribunal Constitucional y para advertirle a España que «estos días, los catalanes piensan, ante todo, en su dignidad; conviene que se sepa». Y la dignidad de Cataluña, dicen, está por encima de las leyes, por encima de la Constitución. O como escribía un ciudadano catalán en uno de los foros de internet que han rebosado estos días, tras la marejada: «¿per què els andalusos, estremenys, castellans, etc., han de dictar-nos les lleis?», se preguntaba y, sin quererlo, deslizaba un detalle («andaluces, extremeños, castellanos…») que dice mucho de la sociología prepotente y racista del ‘catalán emprenyat’.
Al final de todo, la duda que suscita este inmenso disparate, tan repetido en la historia y tan rentable para la cofradía de la desafección, es cómo actuar ante él. ¿Otra vez recordar que en un Estado de Derecho la legitimidad nunca puede estar por encima de la legalidad? ¿Que pagar más dinero a Hacienda no supone pagar más que los demás ni, por supuesto, garantiza más derechos? ¿Que el agravio del fuero vasco no se solventa con nuevos privilegios? ¿Otra vez repetir la historia, recordar la burda manipulación para inventar un pasado que nunca existió? ¿Merece la pena recordar otra vez que el Estatut de Catalunya no hubiera salido adelante en la Transición, que ahora se invoca, porque no habría superado ni el recurso previo de constitucionalidad ni los requisitos de la Ley de Referéndums?
Quizá no. Acaso sea absurdo, inútil, porque, como parece obvio, este un debate no se resuelve con argumentos, que la pugna no es por la verdad sino por la diferencia, por el privilegio. Y lo del catalán emprenyat, o sea, una mera pose, rentable como ninguna. No hablamos de razones sino de una inercia histórica. «Los que roban carne de la mesa/ predican resignación./(...) Los hartos hablan a los hambrientos/ de los grandes tiempos que vendrán./ Los que llevan la nación al abismo/ afirman que gobernar es demasiado difícil/ para el hombre sencillo». Tan antiguo, tan harto, tan cansado como Bertolt Brecht.
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