Días de rosas
Yo jugaba en la tierra colorada, como de albero tostado, mientras las mujeres de negro, arrodilladas frente a tumbas de cal, le pasaban un trapo húmedo a las lápidas de mármol. Las miraba en silencio, cuando agachaban la cabeza y metían el trapo en un pequeño cubo de plástico, luego lo sacaban y lo retorcían para exprimir el agua enjabonada, y de nuevo lo volvían a poner sobre la lápida, como si la acariciaran, describiendo círculos pequeños que se hundían en las letras doradas del nombre del marido muerto, del hijo muerto, de la madre muerta. Limpiaban y lloraban, se comían las lágrimas y se mordían los labios.
A lo lejos, desde aquel rincón de tierra colorada, el cementerio podía imaginarse como una ciudad de grandes edificios encalados, balcones desbordados de flores y calles anchas, pero todos, incluso un niño como yo, sabía muy bien que nadie se divertía en esta ciudad, que hasta los ramos de rosas recién cortadas parecían tristes el Día de los Difuntos; que allí se iba a pasar el trago de enfrentarse al pasado, a lo perdido. El primero de noviembre las mujeres limpiaban las lápidas y pasaban el trapo cuidadosamente por las hendiduras de la cruz grabada en el mármol, como si limpiaran el sudor de la frente arrugada de quienes amaban y ya no están aquí, sino allí, en esta otra ciudad; y los dos, los vivos y los muertos compartimos la impotencia de no poder abrazarnos nunca más. Un día al año celebramos este Día de los Difuntos para abrazar la memoria y sentir el calor de los recuerdos. Y luego de abrazarse de nuevo, las lápidas se volvían relucientes y la pena se quedaba flotando como pompas de jabón en el aire de flores, de rosas, de cada principios de noviembre.
En un libro de Magris se cuenta la historia de una rosa de papel, una fábula brevísima que escribió una niña deprimer curso en Trieste, una redacción de colegio que se publicó luego en una gaceta escolar y dejó desolado al escritor. «La Rosa era feliz. Un día, la Rosa se sintió marchitar y estaba a punto de morir. Vio una flor de papel y le dijo: ‘qué rosa tan bella eres’. ‘Pero si soy una flor de papel’ ‘¿Pero sabes que estoy a punto de morir?’ La Rosa ahora estaba muerta y ya no habló más». No es posible que la niña que lo escribió fuera consciente de la precisión con la que trazó la angustia primera de los hombres. No es posible que una niña dibuje así el abismo diario al que nos enfrentamos, la grieta que se abre cuando el deseo de perdurar se agarra al instante y quiere hacerlo eterno, busca parar el tiempo. Y dice Magris: «Se es fiel a las lágrimas de las cosas vivas si se escucha su llanto, su deseo de durar un poco más, por lo menos como las cosas falsas».
Yo las miraba desde el fondo, en un rincón de tierra colorada al final de la hilera de lápidas blancas y jugaba a las bolas porque allí era fácil cavar un pequeño agujero y no había niños mayores que se quedaran con tus canicas, como en el patio del colegio. En cuchillas, levantaba la mirada y contemplaba la hilera de los nichos del cementerio y las mujeres de negro, fieles a su llanto, fieles a los recuerdos, junto a las rosas nuevas. El sol del mediodía secaba pronto las lágrimas cuando resbalaban por la mejilla y se estrellaban en el mármol.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home