El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

31 agosto 2010

Carta desde Mazar



«Queridos compañeros. Es sólo una imagen de poca calidad pero con mucho significado. Además de querer compartirla con vosotros, espero que de alguna forma os reconforte». La carta llegó hace unos días a mi buzón con una carambola extraña: un guardia civil destinado en Afganistán se ha la enviado a sus amigos andaluces, algunos guardias civiles también y otros no. Uno de ellos, a su vez, me la ha remitido a mí después de oír un debate en la radio. Al leer las dos primeras líneas, me he detenido, extrañado: No puede ser, es el guardia civil que está en el ojo del avispero el que le manda una carta a sus amigos para tranquilizarlos, para reconfortarlos.

La foto, en efecto, tiene mucho significado. Se distingue claramente que está hecha en el patio de un acuartelamiento y que ha comenzado a anochecer. En el centro del patio un gran mástil, una bandera, y los soldados forman alrededor con trajes de faena, muchos de ellos cabizbajos. En uno de los extremos del rectángulo que forman las tropas, frente a la bandera, dos soldados más, que podrían ser los oficiales. Parece el momento de retreta, el final del día, cuando las tropas forman, suena una trompeta y se baja la bandera. La carta lo explica: «Ayer por la mañana el pequeño grupo de guardias civiles destacados en Mazar e Sharif decidió pedir permiso para cambiar la bandera de EEUU que habitualmente ondea en nuestra base e izar la española a media asta en señal de duelo por nuestros compañeros. El jefe de la base accedió un poco extrañado, pues era la primera vez que esto ocurría. Al anochecer íbamos a formar los cinco para arriarla y rendir una pequeña oración. De pronto, de forma voluntaria, se nos unió el contingente francés al completo, luego los Marines de Estados Unidos, los polacos y los holandeses. También nos acompañó, aunque no se ve en la foto, el personal civil».

En primer plano, se distingue, de espaldas, a los guardias civiles españoles, con la camisa verde y la gorra azul. Los demás grupos, más numerosos, tienen uniformes de camuflaje; son de otros países pero todos han formado en torno a la misma bandera, la española, porque, en Afganistán, todas las banderas son solo una. No es difícil entender la emoción de esos cinco guardias civiles cuando, poco a poco, han ido llegando al patio los soldados de los demás ejércitos para unírseles en el duelo, en el homenaje. «No hubo corneta ni himnos, no hubo orden previa ni ensayos, tampoco prensa o autoridades. Sólo unas palabras sentidas que a duras penas fueron pronunciadas en su memoria, seguidas de un silencio desgarrador mientras se arriaba nuestra bandera».

La carta termina con el nombre de algunos de los destinatarios, con abrazos subrayados con exclamaciones y algunos vivas enfáticos. Al acabar, vuelvo a leer la paradoja de las dos primeras líneas, que sean los soldados, los que combaten en Afganistán, los que transmitan confianza, serenidad y convicción. En el debate que se produce en España, muchos se han apuntado ya al discurso de «la guerra inútil»; otros mantienen la pose diletante que descarta que la democracia, la libertad, la igualdad, sea un derecho universal, por encima de religiones, por encima de culturas. Pero, en fin, todo eso ya es sabido. Lo seguirán diciendo. Pero desde hoy, con esta carta desde Mazar, que ninguno de ellos sume a sus argumentos el interés, el sentimiento y el deseo de los soldados españoles por abandonar Afganistán.

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19 octubre 2009

El árbol caído


La paradoja es el signo de nuestros tiempos. Todo aquello que dicta el sentido común se vuelve del revés y aparece, a diario, como un síntoma de normalidad. Como estos días. En una casa cuartel, unos guardias civiles celebran la festividad de su patrona, la Virgen del Pilar, e instalan en el patio del acuartelamiento un castillo hinchable para que jueguen sus hijos. Desde fuera, comienzan a llover piedras y palos hacia el interior del cuartel: son los vecinos de una barriada marginal de Dos Hermanas, Los Montecillos. Un par de guardias civiles sale del cuartel a ver qué pasa y reciben una paliza concienzuda, palos con estiletes en la punta y navajas. Ayer, en el periódico, venían declaraciones de los apaleados: «La Guardia Civil tendría que marcharse ya de Los Montecillos, allí no hay seguridad ni podemos hacer nada». Sublime paradoja: la Guardia Civil se queja de falta de seguridad en el barrio, en su barrio.

Es evidente que la paradoja no es fruto de la falta de profesionalidad de los agentes, que sólo faltaría que se les culpe a ellos, aunque habrá por ahí quien considere, para redondear el disparate, que el suceso, en realidad, se desató por la provocación innecesaria de los guardia civiles que salieron del cuartel para pedir a los vecinos que dejaran de tirarles piedras. No, la paradoja de los guardias civiles acorralados en su barrio por la falta de seguridad se produce por la desconsideración general hacia la autoridad. Y se pone el acento en la autoridad porque, al subir ese escalón, se da por entendido que todos los peldaños inferiores, civismo, respeto, educación, se han desbordado mucho antes; si no se respeta ni a la guardia civil, qué se puede esperar del resto de valores, qué pueden esperar el resto de ciudadanos.

Rescatemos la pregunta de hace unas semanas sobre la violencia de género: ¿Y si resulta que la causa de la violencia de género no es el género? Igual que entonces, el problema mayor es la violencia que afecta a todos los órdenes de la convivencia. Erramos el análisis si pensamos que la agresión a un profesor de instituto proviene de un mal distinto a la paliza que le propinan a un médico en el ambulatorio; que es distinto el maltrato de un menor a sus abuelos de las bofetadas que le da a su novia; que no es lo mismo las pedradas a un cuartel de la guardia civil que las amenazas de muerte a un profesor de instituto por catear a un alumno o expulsarlo del centro. El problema general tiene una sola explicación: en amplios sectores de la sociedad actual el concepto de autoridad, se ha diluido, el respeto no existe.

Hace algo más de un año, se hizo famoso Jesús Neira, el profesor que quiso evitar que un salvaje matara a su pareja a puñetazos y, al interponerse, recibió una paliza del maltratador que lo dejó en coma. Ahora, el abogado del maltratador le ha puesto una denuncia porque Neira protestó ante la posible puesta en libertad de su agresor. Le acusa un delito de amenazas y coacciones contra el juez del caso. Dice en su escrito de denuncia que «del árbol caído es muy fácil hacer leña». Y le reclama «juego limpio». O sea, según el abogado, el maltratador es el árbol caído y quien reclama justicia es quien practica juego sucio. ¿Llamamos a todo esto la paradoja del árbol caído?

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22 junio 2009

Abnegados




Suele decirse de cada policía o guardia civil asesinado por ETA que era una persona ejemplar y un servidor abnegado de España. Lo han dicho también del inspector de policía Eduardo Puelles, al que ETA asesinó salvajemente el pasado viernes en Vizcaya. “Queremos manifestar a todos los miembros de la Policía Nacional y del resto de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado nuestro reconocimiento por la labor abnegada que realizan cada día y por el sacrificio permanente en defensa del Estado de Derecho”, decía el otro día el comunicado conjunto de todos los grupos parlamentarios del Congreso.

Servidores abnegados, sí, sí. ¿Pues saben una cosa? Que ya está bien de que en los funerales se les pase la mano por el lomo a los policías y guardias civiles apelando a su abnegación. Porque a la vista del trato que se les dispensa, a la vista de lo tirados que están, más que abnegados se les trata como servidores públicos de segunda clase. La abnegación, por definición, es una renuncia del interés propio, un sacrificio del beneficio personal por motivos religiosos o por altruismo. Pero los policías y guardias civiles son funcionarios, no un voluntariado, quizá los funcionarios públicos peor tratados del Estado. Hace unos meses, en marzo, el grupo socialista tumbó en el Congreso una propuesta para homologar el sueldo de policías y guardias civiles a los de las policías autonómicas y policías locales. Como el PSOE no tiene mayoría en el Congreso, lo logró gracias al apoyo de los nacionalistas catalanes que, a su vez, obtuvieron como contraprestación una enmienda para aplicar a los Mossos de Esquadra los criterios de prejubilación de los que ya goza la Ertzaintza. No cabe mayor desprecio, o sea. Además de no aceptar el sentido común de la homologación, se acaba agravando la distancia que ya existe entre unos y otros. “Policías pobres, policías ricos”, dicen los sindicatos policiales, como si la realidad española fuera un enredo de telenovela sin final.


¿Abnegados? Sí, abnegados, sacrificados, pero ciudadanos al fin, funcionarios al fin que no merecen pagar con esta discriminación la locura segregacionista del Estado de las autonomías en España. El sueldo medio de los miembros de la Policía es inferior en 16.167,12 euros al de los Mossos de Esquadra. Ahora, cuando se plantee la financiación autonómica, el Gobierno tendrá que ceder a favor de la Generalitat o de la Junta de Andalucía, y esa cesión se convertirá al instante en recorte para policías y guardias civiles, que son los últimos, aquellos a quienes todos los gobiernos prometen la homologación, la dignificación de las plantillas, de los cuarteles, de los medios… Y jamás se cumple. Hace unos días, unos policías de Sevilla contaron que, por la falta de aire acondicionado, no podían tomar las huellas digitales porque el sudor las borraba. Y no había dinero para arreglarlo. Como a la guardia civil, que hace un mes, en pleno Rocío, les dijeron que no había presupuestos para arreglar vehículos averiados. Patrullas a pie.

Dicen de los guardias civiles y de los policías a los que asesina ETA que son tipos sacrificados. Y como está claro que son así, que siempre han sido así, que serán así, pasa el funeral y nadie se acuerda de sus miserias, de sus apreturas. Abnegados les llaman.

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15 mayo 2008

Asesinado


En la barriada de El Palo, donde Juan Manuel Piñuel jugaba con su hijo hace tres días, algunos árboles del paseo marítimo se han doblado por la fuerza del viento y, cuando se pasea a orillas del mar, parece que aquellas ramas torcidas quisieran hablarle a las olas, ondulándose como ellas. En la barriada de El Palo, donde Juan Manuel Piñuel se despidió de los suyos el martes, los niños juegan en la arena gris de Málaga, y hacen castillos en septiembre y en marzo, cuando todavía no han llegado las oleadas de turistas. Y sus padres los vigilan desde el chiringuito, todavía sin las apreturas del verano. Esa vida se derrumbó ayer, de madrugada; se desplomó como los ladrillos viejos de la garita en la que estaba; una vida arrasada por la onda expansiva de la bomba etarra.

Con ese paraíso soñaba Juan Manuel Piñuel cuando, hace unos días, se despidió de su familia y regresó de nuevo al País Vasco. Si se había presentado voluntario era porque, como tantos otros guardias civiles andaluces, aceptan pagar ese precio, ese riesgo, con tal de que, al cabo de unos años, los mandos aceleren la vuelta a su lugar de origen. Hace siete años que se licenció en Baeza con una de las notas más altas y, si quieres ser guardia civil y vivir en Málaga, tienes que pasar un tiempo jodido en el País Vasco. Y acostumbrarte a vivir siempre acojonado.

Se trata de aguantar treinta y seis meses, vivir tres años como un apestado, sin decirle a nadie quién eres, para entrar en las listas de quienes tienen ‘derecho preferente’ a elegir. Por haber pringado allí. «La vida de los guardias civiles en el País Vasco y Navarra es miserable. Vendido, desprotegido, en cuarteles muy antiguos e inseguros. Sólo piensas en cumplir los 36 meses del derecho preferente para volver a casa». ¿Cuántos guardias civiles andaluces ansían hoy lo mismo?

En el funeral de Juan Manuel Piñuel, su viuda lloraba ajena al trajín de protocolos y visitas que se va construyendo en torno al ataúd, cubierto con la bandera de España. Quizá porque a esos funerales, al convertirse en asuntos de Estado, se les acaba castrando el dolor propio, la angustia; los familiares contienen la desesperación y la rabia. Y desde fuera, repetimos de forma inconsciente que es el funeral de «la última víctima de ETA», como leyendo estadísticas. Tendría que colocarse en esos funerales una pancarta grande que les escupa su odio y zarandee a la sociedad. Muy pocas palabras: «Juan Manuel. Asesinado por ETA».

«Manolo tenía una relación muy estrecha con su hijo, y el niño lo va a pasar muy mal», dice una vecina llorando. «Esto no puede seguir así, no puede...» En la barriada de El Palo, Juan Manuel Piñuel soñaba con ver crecer a su hijo, fines de semana al sol, allí sentado en cualquier chiringuito, con manteles de papel, platos de boquerones victorianos y aliños de pimientos asados. Una casa pequeña, una parra a la entrada y una silla de plástico para sentarse a la sombra de ese cielo verde y contemplar los gajos de uva. Soñando con ese paraíso, se fue al País Vasco. Para acelerar el regreso. En la barriada del Palo, los árboles se inclinan para hablarle a las olas. Hoy parece que lloran.

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09 agosto 2007

Odiseas


Esta carta va dirigida a un muerto desconocido. Sólo para decirle que su muerte ha sido inútil, que no ha servido de nada. En los teletipos de ayer, no pasó de nueve renglones, los justos para contar, escuetamente, que lo arrolló el camión en el que viajaba oculto, enredado como una culebra entre los hierros, entre las ruedas, en los huecos grasientos del motor. Esta carta va dirigida a un muerto de nadie, que no tendrá velatorio ni lutos, para decirle que en las notas de prensa ni siquiera pusieron su nombre. «Inmigrante marroquí, de unos 25 años. Murió de fuerte golpe en el cráneo y la espalda. Carecía de documentación». Tampoco habrá nombres en su tumba, será, como los otros, una lápida blanca en el cementerio de Algeciras con la sola inscripción del registro judicial.

Esta carta sin ilusión va dirigida a ese muerto desconocido, para trazar el breve periplo que recorre el sueño de un inmigrante que ni siquiera tiene dinero para pagarle a la mafia de las pateras; acaso porque ya lo intentó y, como a otros muchos, los devolvieron a su país. Resignados a vivir, una noche se deslizan en el puerto de Ceuta y se ocultan en los bajos de un camión para cruzar al otro lado del Estrecho. Pasan las horas, y él sigue inmóvil, con los brazos y las piernas agarrotados, pensando en el instante en el que el camión se detenga en una gasolinera para echar a correr sin mirar atrás.

Esta carta va dirigida a ese muerto desconocido, a las horas en las que se creyó afortunado, que pensaba que había logrado burlar a la Guardia Civil en el registro del camión. Logró llegar hasta el puerto de Algeciras, y quizá entre las rendijas de su escondite veía desfilar, detenidos por la Guardia Civil, a los que, como él, se escondieron en los camiones que transportan las atracciones de Feria. Todos los años, cuando los feriantes recogen sus atracciones, los civiles descubren a cientos de jóvenes, de niños, agazapados en rincones y recovecos. Que no debe existir mejor metáfora de este drama que la imagen de esas atracciones de Feria, que todavía conservan el olor de los algodones de azúcar, minada de los adolescentes marroquíes que se chupan los mocos y se adhieren como lagartijas a los bajos de un camión.

Esta carta para nadie va destinada a un muerto desconocido para contarle que desde ayer es una cifra más, una aventura más que se estrella, un cadáver más, un saco de huesos rotos que se amontona con otros los miles. Una odisea más, como aquellas que recogió Eduardo del Campo en un libro con la frialdad de una retahíla que ya ni siquiera es noticia relevante. «Cuantas personas han muerto? Es imposible establecer una cifra. Un colectivo de Marruecos calculó que sólo entre 1997 y 2001 se recuperaron 3.286 cadáveres a ambas orillas del Estrecho». Por eso esta carta. Para decirle a ese muerto sin nombre que se han agotado las palabras, las explicaciones y los consuelos. Para decirle que se ha muerto y ya no hay nada que decir.

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26 junio 2007

Servido


Cuando unos policías se pasan una noche de lluvia apostados frente al domicilio de un delincuente, matando el sueño con café caliente en vasos de plásticos y la colilla del ducados pegada a los labios, no están de guardia ni de espera. Está haciendo la troncha. De largas noches de troncha, de la espesa niebla de tabaco en el interior de un coche cutre con dos policías dentro, han surgido las respuestas a muchos crímenes inexplicables, a sobornos insospechados y a robos que parecían perfectos. La troncha, o sea. Adoro esa jerga.

En la lucha antiterrorista, el seguimiento discreto de un coche utilizado por los delincuentes no es un caso de acecho o de búsqueda. Todo el mundo en la policía se da por enterado cuando se afirma que el coche viene «servido». Está marcado, chivateado por una baliza oculta en la carrocería. Gracias a vehículos servidos de ETA, se han podido desarticular algunos de los comandos más estables que ha tenido la banda terrorista en Andalucía. Por ejemplo, en marzo de 1998, cuando una autocaravana que venía ‘servida’ desde Francia, con la Guardia Civil pisándole los talones desde meses antes, llegó a una gasolinera de Alcalá de Guadaíra con 240 kilos de explosivos destinados al aparato logístico de ETA en Andalucía. Los vecinos del piso franco descubierto en Sevilla nunca lo hubieran sospechado; aquellos terroristas que comían torrijas en el bar y saludaban amablemente cada mañana, guardaban 440 kilos de explosivos, pistolas, subfusiles, un fusil con mira telescópica y siete ollas para coches bomba.

Lo incomprensible de todo este seguimiento minucioso es que un coche que es objeto de una investigación así acabe enredándose en las disputas policiales. La operación de la gasolinera, por ejemplo, concluyó con la detención de cinco terroristas en Sevilla, pero nunca se sabrá si ETA disponía entonces de más pisos francos en otras ciudades andaluzas. Nunca se sabrá porque un patrullero de Policía, que nada sabía de todo aquello, se fue directo a la gasolinera a detener a los terroristas franceses y abortó a medias la operación de la Guardia Civil.

¿Ha vuelto a ocurrir lo mismo con el coche de Ayamonte que ETA dejó abandonado con cien kilos de explosivos? ¿Por eso dice el SUP que la descoordinación entre la Policía y la Guardia Civil ha sido «un desastre sin paliativos»? Si el coche, como ha querido hacerse ver, venía ‘servido’ y fue abandonado al detectar los terroristas el control de la Guardia Civil, ¿por qué no ha habido detenciones?

A lo ocurrido en Ayamonte le faltan piezas, detalles de la jerga. Le falta el final. Esperemos que sea eso, sí. Porque si todo se explica por el azar y, otra vez, por la descoordinación de unos y otros, la aparición de un coche de ETA y una carga de explosivos que logra cruzar toda España en un momento de máxima alerta antiterrorista no parece una buena noticia. Que las buenas noticias no inquietan.

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