Calor africano
Me da miedo este calor africano que se ha echado sobre las ciudades como una manta de pelo gris. Asusta cuando se sale a la calle y el aire, espeso y caliente, presiona tanto la cabeza que parece que las venas se inflaman con sangre ardiente, se hinchan y golpean las sienes con el martilleo constante de los latidos del corazón. El sudor hace surcos en las mejillas, desciende como un río de lava salada desde las patillas hasta el cuello; toda la piel se empapa con ese sudor y no habrá sombra que lo mitigue, ni de día ni de noche llegará el descanso. Dicen que ha llegado una ola de calor africano y a mí me da miedo porque hasta el cielo parece haberse quemado, ha dejado el azul primaveral y ahora aparece gris, achicharrado.
Me da miedo, sí, este calor africano porque anda el personal tan presionado por todo, con los sentimientos acorralados en un rincón del alma, los ánimos tan afilados, que sólo hace falta un desequilibrio externo como este bochorno para que todos explotemos, rendidos, hastiados, quemados. En la vida tenemos aprendido que, cada día, nos exponemos al azar de un tropiezo en la acera, una llamada de teléfono inesperada, un pinchazo en la carretera que puede cambiarte el resto de la existencia. De la misma forma, en una situación tan tensa como ésta, sólo falta un chasquido, una chispa, para que todo se incendie.
Aquellos, cientos, miles, que se levantan pendientes de las listas de despidos de su empresa; aquellos, cientos, miles, que abren con cuidado el extracto del banco porque saben que su cuenta seca no llega a fin de mes; aquellos, cientos, miles, que viven pendientes de una orden de desahucio, de una mañana sin agua en la cocina ni electricidad en el salón porque le han cortado el suministro. Aquellos, cientos, miles, que suben el volumen del televisor cuando llegan noticias de Grecia con la oleada de suicidios que ya se ha extendido por todo el país. Un músico arruinado que se arroja al vacío desde el balcón, abrazado a su padre; un hombre que se encierra en el coche con sus hijos y lo incendia; un joven que se dispara en la garganta; una madre enferma de Alzheimer que sonríe en el filo del balcón antes de saltar cogida de la mano de su hijo. Y siempre, una nota desesperada, dictada con la lucidez que sólo puede atribuírsele a los suicidios de la crisis. «En mi vida sólo he trabajado todo el día. Ahora soy un idiota de 61 años y tengo que pagar. Espero que mis nietos no nazcan en Grecia, ya que no habrá griegos a partir de ahora. Dejemos que aprendan otro idioma, porque el griego será borrado del mapa a no ser que haya un político con el valor de la Thatcher para ponernos firmes a nosotros y al Estado».
Me da miedo este calor africano que se ha echado sobre la ciudades, que ha dejado los cielos grises y la boca seca. Que los ánimos se exaltan, los nervios se rompen, la paciencia estalla en un grito de protesta definitivo, un alarido: Qué mal hemos hecho para enfangarnos en esta penuria.