La señora Duffy
Es cierto que dentro de unos años ya nadie recordará su nombre. Acaso sólo se tendrá memoria del incidente, la carcajada internacional que estalla cuando un político como Gordon Brown se deja el micrófono en la solapa y comienza a insultar a la señora a la que, minutos antes, se ha acercado con el servilismo baboso de algunos políticos en campaña, la impostura de querer aparentar que todos los días pasean por las aceras y acuden al mercado, que todos los fines de semana llevan a sus hijos a los columpios de un parque público y se toman unas cañas en los bares más concurridos de la ciudad.
No, nadie recordará en unos años a la desconsolada señora Gillian Duffy, la viuda que incomodó al primer ministro laborista con sus preguntas, pero tampoco la notoriedad es la ambición de esta mujer, que si la han visto en fotos podría ser la madre o la tía de cualquiera de nosotros, una mujer con los mofletes sonrosados, el pelo negro y ondulado, metido en canas, y un batín rosa estampado. Le faltan unos rulos y que esa bata rosada sea, en realidad, una bata de boatiné que la desconsolada señora Duffy se echó por los hombros antes de salir a comprar el pan y tropezarse en la acera con el candidato del partido que ha votado toda su vida; le falta el boatiné para que el incidente tenga todo el color que necesita, el contraste preciso entre el candidato artificial y la vida real.
Nadie recordará su nombre porque, en realidad, Gillian Duffy aparece en todas las campañas electorales y en todos los países. La desconsolada señora Duffy es el ciudadano que le preguntó a Zapatero cuánto costaba un café y el presidente no supo contestarle. O es el joven camarero de Málaga que le dijo a Chaves que, por mucho que lo jurase con golpes de pecho, nadie se iba a creer que una persona que lleva treinta años con sueldo de ministro sólo tiene de patrimonio tres mil euros en la cuenta corriente. La desconsolada señora Duffy es, en definitiva, la única respuesta que existe a las sorpresas en las elecciones, a las preguntas que nos hacemos cuando intentamos explicarnos por qué no despega tal partido o tal candidato; por qué se hunden unos e irrumpen otros.
Y, sobre todo, la señora Duffy es el problema real que tiene la izquierda europea con una buena parte de su electorado. Fíjense que esta apacible viuda, votante durante toda su vida de los laboristas -incluso después del incidente con Gordon Brown lo que dijo es que pensaba abstenerse, no votar a los conservadores-, se convierte en una señora incómoda para el candidato, una fanática, porque le hace preguntas que no están en el guión político de la izquierda. Por esa deriva de lo políticamente correcto, hablar de inmigración se ha convertido en algo de derechas. Como hablar de cadena perpetua, de disciplina en las escuelas, de autoridad y de respeto. Pero hay millones de votantes de izquierda, como la señora Duffy, a los que sí le preocupan todos esos temas y quieren respuestas de su partido. Lo que no va a ocurrir nunca es que la señora Duffy se tropiece con el candidato por la acera y le pregunte sobre la ley de paridad o por la traducción simultánea del gallego en el Senado. No va a ocurrir porque, en realidad, esa izquierda no es la izquierda. La desconsolada señora Duffy lo sabe. Por eso el jueves se quedó en su casa y no fue a votar.
Etiquetas: Elecciones, Ideología, Política, Progresía
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