Hate man
Un célebre reportero de The New York Times, Mark Hawthorne, desapareció un buen día de la redacción, dejó de ir a trabajar, y ahora se lo han encontrado en las calles de Berkley, con la barba blanca, larga, un chándal de colores gastados, y los ojos pequeños y enrojecidos, como un topo cansado. Se alimenta de lo que encuentra en los contenedores de basura y duerme en cualquier portal de la calle. Lo extraordinario es que, por los reportajes que se han publicado, no parece que el tipo se haya vuelto un demente, que se arruinara o que perdiera la cabeza por las drogas o el alcohol; no se trata de un destierro consciente y voluntario que recuerda inevitablemente a Diógenes de Sínope, el sabio de la antigua Grecia que se abandonó para engrandecer su sabiduría, que renunció a toda fortuna para iniciar una vida de pobreza filosófica, como mendigo y como maestro errante. O como Estilpón, el filósofo que cita Séneca para reforzar su idea que a un hombre se le puede despojar de todo en este mundo menos de la sabiduría. “El sabio no puede perder nada: todo lo lleva consigo, nada deja al albur de la fortuna, todo lo tiene asegurado. La fortuna no quita sino lo que dio; no da la virtud, por tanto no la quita. Es libre, inviolable, firme incontrastable, y de tal manera se endurece contra los golpes del azar que ni siquiera la tuerce y mucho menos la vence”.
Igual que aquellos filósofos, el reportero neoyorquino, de 73 años, va contando por las aceras que en los tiempos que vivimos lo esencial es el odio, pero el odio como catarsis personal y colectiva; el odio como purgante moral. Dice así: "Odio a todo el mundo pero es una nueva forma de odiar. Se trata de ser directo con la gente. El diccionario define el odio como hostilidad, pero no es así. Mi idea es que todos tenemos sentimientos negativos y, de esa forma, se puede tener una conversación real con la otra persona. Soy positivo pero primero hay que ser consciente de los sentimientos negativos, para poder borrarlos". Por esa filosofía tan peculiar, todo el mundo lo conoce ya como Hate Man, el hombre odiado, y yo ya no sé si el realidad el apodo se lo han puesto ahora, por su filosofía, o porque conserva aún la estela de sus tiempos de periodista, que también podría ser.
De hecho, muchas veces, sobre todo cuando se trabaja en un periódico como EL MUNDO, uno podría llegar incluso a la conclusión de que todo buen periodista tiene detrás una colección de odios oficiales. Un puñado de vetos y querellas, no sé, como quien colecciona medallas o diplomas. No hace mucho, a una de las periodistas más jóvenes de la redacción, a María Rionegro, una señora facha, hija o nieta de un militar facha, la abordó en plena calle en Sevilla para insultarla, delante de todos. El insulto callejero, a voces, siempre produce bochorno y vergüenza, pero también indefensión porque ante esos tipos, como uno no dispone de sus armas, el asalto siempre se pierde por KO. Pero luego, cuando el periodista se coloca de nuevo delante del ordenador, recupera el equilibrio y la fuerza, porque sabe que con los insultos también se mide la independencia. A María Rionegro, de hecho, ya se la ve distinta desde los insultos aquellos, más periodista, como si hubiera aprobado unas oposiciones. Será eso, que los insultos conforman la personalidad de un periodista. Sólo habrá que imaginar qué no le habrán dicho a Mark Hawthorne en sus tiempos de cronista de The New York Times para acabar como Diógenes de Sínope.
Etiquetas: Periodismo, Sociedad
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