Mentira colectiva
Reconozcámoslo, llevamos años mintiendo. Sin decirnos la verdad, sin mirarnos a los ojos, sin querer reconocer quiénes somos de verdad. Reconozcámoslo, esta crisis que nos atosiga antes que financiera, antes que inmobiliaria, antes que europea, esta crisis nuestra que nos hace navegar sin rumbo, es la crisis de la mentira en la que hemos vivido instalados durante demasiado tiempo. Y, esta vez sí, vamos a admitir la generalización, vamos a mirarnos como sociedad, por encima de cada uno de nosotros, vamos a contemplarnos como andaluces, como españoles. Que ya sé que no todos tenemos culpa, que cómo se va repartir la responsabilidad a partes iguales entre un diletante presidente de caja y el operario de una fábrica de ferralla que se ha quedado en paro después de treinta años de plantilla. Es verdad, la responsabilidad en este desastre económico nunca puede ser homogénea, pero tampoco es exclusiva de la clase política o de los banqueros. Si fuera eso, si sólo fuera eso, la solución no sería tan compleja.
El problema mayor es la falta de ambición en la que parece haber caído la sociedad española. La indolencia que se ceba en los colegios forma parte de la misma inercia con la que muchos empresarios decidieron que su mejor negocio era tramitar las subvenciones que le llegaban de la Unión Europea. O la rutina de tantos trabajadores que durante años abandonaron los estudios, el trabajo del campo o la pequeña tienda que heredaron de sus padres y se acomodaron con sueldos irreales, inflados, en un puesto de trabajo en la construcción. Y se hipotecaron en casas y chalés que nunca habían soñado porque los créditos de los bancos y de las cajas de ahorro asumían, a su vez, la mentira de esa pompa de jabón. La dejadez de tantas familias acostumbradas a mirar para otra parte, a evitar los problemas con huidas hacia adelante, es la dejadez en la que se ha instalado la clase política que no ha sabido planificar, ni dirigir, ni aconsejar, ni frenar esta montaña de despropósitos acumulados que va desde la escuela al tajo. La comodidad, la fullería, el doble sueldo, la comisión ilegal, el subsidio de paro falseado, el pelotazo, la subvención amañada, las bajas inventadas, la contabilidad trucada, las facturas escondidas, el despilfarro. Hasta que todo eso explotó.
Me ha dicho un hombre de campo, un pequeño empresario de la construcción que se hizo a sí mismo cultivando la finca que heredó de sus padres, que «España no tiene ganas de vivir». Que ha perdido la iniciativa, la ambición, la fuerza, el empuje, las ganas de trabajar, el deseo de salir para adelante. Quizá nos falta perspectiva para saber si este momento de la historia que estamos viviendo se verá en el futuro como una depresión social profunda, similar a otras en las que el poeta sólo sentía el dolor de España. No lo sé. Es más importante ahora mirarnos en el espejo. Y admitir que lo que ha estallado aquí es una burbuja mayor que la inmobiliaria; ha estallado la burbuja de una sociedad sin sustento real. Veámoslo así y admitamos entonces que nada de lo que nos está ocurriendo es casual, que todo lo que nos pasa es lo que nos merecemos; o mejor, lo que no hemos sabido evitar. Que el merecimiento tiene más que ver con la moral que con la ciudadanía, y con la que tenemos encima, no hacen falta sermones políticos ni discursos apocalípticos, hace falta afrontarlo con la normalidad de quien se equivoca con insistencia y, al fin, decide rectificar. No era ése el camino, me equivoqué. Y otra vez echar a andar. Recuperar la ilusión.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home