Indignados
La campaña electoral ha parido un ratón. Esta enorme ventolera de discursos y carteles, este aluvión de globos y pegatinas, que intenta agitar la sociedad, que la envuelve para llevarla en volandas a las urnas, ha descarrilado en tres o cuatro concentraciones surgidas de redes sociales en las que el personal ha descubierto que el mundo no es justo y que la gente no debe permanecer indiferente ante los problemas. Cesare Pavese sostenía que «la cosa más trivial es interesantísima si la descubrimos en nosotros. Esto se debe a que ya no es una abstracta cosa trivial, sino una inaudita mezcla de la realidad y de nuestra esencia». Lo que ha ocurrido en estas concentraciones es eso, el descubrimiento de una trivialidad, la imperfección del mundo, y de una esencia, la capacidad del hombre para rebelarse y protestar ante una realidad que no le gusta.
Lo único que ocurre es que la indignación es una cualidad necesaria en el ciudadano, pero no es suficiente. La indignación en una democracia es un punto de partida, una actitud, pero nunca la solución de los problemas. Hay que estar indignados para reconocer la realidad y buscar los cambios. Hay que estar indignados para, a continuación, hacer algo, pero la indignación como fin no tiene sentido, se queda en nada; una pegatina, una cara pintada con trazos rojos, una noche dormitando en la plaza pública, un café en el termo de un vecino y un beso al despertar. Una noche de indignación y una vida de frustración.
Para que eso no ocurra, deben saber los nuevos indignados que su protesta, si quiere ser fructífera, primero tendrá que ser concreta; es decir, el camino contrario al de las etéreas proclamas contra «la tiranía de los poderes financieros y los tiburones del capitalismo». No, describamos el camino opuesto. El primer paso de la indignación es la autocrítica. La indignación tiene que empezar por uno mismo. También conduce a la ayuda a los demás, a la solidaridad. En un colectivo de jóvenes, como es el caso, el primer paso de la indignación está en el instituto o la universidad, con la exigencia permanente de calidad y la dedicación persistente a la formación. Excelencia, mérito y esfuerzo, sí, porque es así como se alcanza la madurez democrática; el ciudadano comenzará a ver su entorno con otros ojos, una mirada crítica, formada, que le hará ser exigentes con sus gobiernos, con sus instituciones. Un ciudadano maduro es un ciudadano indignado que no comulga con consignas ni con banderías. Analiza la realidad y se compromete a cambiarla.
Indignación antes que modorra; cabreo antes que complacencia; protesta antes que servilismo y dependencia. Sí, ésa es la esencia de una democracia que no es que sea la real: es que es la única que existe. Y, además, está más cerca de todos nosotros de lo que proclaman esas consignas, porque la democracia real no se reduce al tinglado político, sino que está en todas partes. En la gente que se pelea por una universidad mejor, en los que se apuntan voluntarios en un barrio para combatir la droga, en los que colaboran con Cáritas para atender a los que se han quedado sin casa, sin trabajo, sin nada. Indignación, sí, porque este mundo siempre ha avanzado con los que no se conforman. Haberlo reconocido es sólo eso, el descubrimiento de una trivialidad.
Foto: Jesús G. Hinchado
Etiquetas: Elecciones, Juventud, Sociedad
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