Letanías
Era sábado, sábado de campaña electoral, y en aquella plaza no había carteles electorales. Al pie de unos bloques de pisos, dos niños jugaban al columpio en un pequeño parque alfombrado de yerba artificial y, más allá, en bancos de madera despintada, un grupo de mujeres entretenían la mirada con el paso cansino de una mañana de calor precipitado. Ésta es la barriada de Las Letanías, en Sevilla, frontera de la confusión y del desorden, franja limítrofe con el hampa y las candelas de neumáticos a media noche, línea que divide la esperanza de la desesperación. Es sábado de campaña y aquí no hay carteles electorales. Sólo unas pintadas en negro en el soportal de los bloques de pisos. “Toñi, te quiero”, dice una. “Soy el más chulo”, dice otra. Pero ningún cartel electoral.
El contraste llama la atención porque, justo enfrente de donde se sientan las mujeres, en la parroquia de las Letanías, un numeroso grupo de vecinos se ha reunido en unas jornadas que organiza el Defensor del Pueblo: “¿Todos a la cárcel?”. Debaten sobre las reformas del Código Penal, el endurecimiento de las penas y la masificación de las cárceles. ¿Quién podía pensar que en un barrio acosado por el paro, el abandono y la droga, cien personas se iban a reunir durante toda la mañana de un sábado para hablar de las reformas del Código Penal? Hay que frotarse los ojos para creerlo. Pero es así y la explicación es sencilla: En un barrio marginal en el que cada familia tiene un hijo, un primo o un vecino en la cárcel, no hay mayor problema que esta impotencia de luchar contra la eterna espiral que convierte en terrible certeza que muchos de los niños que hoy juegan por estas calles están condenados a ser carne de cañón de las cárceles españolas. Ya están condenados. Y todos lo saben.
Las Letanías, sí, así se llama el barrio. Y las historias se repiten, se suceden, se multiplican. La letanía del preso en la cárcel, “no comes, no vives, no duermes; reúnes dinero para comprar una papelina y, cuando te la metes, comienzas a pensar en la siguiente; ahora quiero volver a ser persona”; la letanía de las madres con dos, tres o cuatro hijos en el infierno de la droga, “por las mañanas, limpiando escaleras, por las tardes, de visita a la cárcel, un bocadillo de tortilla en el bolso, que a mi hijo se le han clavado los huesos de la cara, de delgado que está”; la letanía de los vecinos que se ofrecen voluntarios a la Iglesia para llevarlas y traerlas a los vis a vis de las prisiones tan lejanas, para consolarlas, para ayudarlas, para sostenerlas. La letanía de los directores de prisión, de los policías y de los psiquiatras; la letanía de los fiscales y de los jueces, la letanía de la falta de medios, de recursos. La letanía de los sacerdotes de esta parroquia, capaces de movilizar la esperanza de un barrio desesperado.
La campaña electoral también es una letanía de eslóganes repetidos, de consignas prefijadas. La vida está hecha de rutinas, somos rutina, sí, por eso el contraste es tan crudo, tan imponente. Porque en la plaza en la que unos niños juegan al columpio en la frontera del hampa, la campaña parece tan lejana, se hace tan grande el vacío, que la ausencia de carteles ha convertido este sábado en una metáfora de la desafección política. Las letanías de la vida son otras.
Etiquetas: Elecciones, Justicia, Sociedad
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