Protestas de lazo
Una vez que los pastores de la Iglesia tienen asumida la hipocresía de predicar cada domingo el rechazo de los medios anticonceptivos ante una feligresía que los utiliza con la naturalidad con la que cada mañana se toman un café en el bar de al lado, cualquier posición de la jerarquía católica en estos asuntos tendría que acogerse con esa misma elasticidad. ‘Lo dicen, sí, vale, pero bueno, ya se sabe’. Así se establece una relación de cinismo consentido por ambas partes, muchos sacerdotes condenan, sin afán, el uso del condón y de la píldora, y los católicos los atienden, sin sonrojo, como quien oye llover. La parábola del sordomudo, que podría ser el caso.
Otra cuestión es pensar en la repercusión de ese mensaje fuera de nuestras iglesias, fuera de los países desarrollados; el impacto en el tercer o el cuarto mundo, en las misiones de África o en las parroquias de Sudamérica, porque allí, uno solo que atienda el mensaje de la Iglesia, una sola persona que lo adopte como parte de su doctrina católica, puede estar condenándose a muerte o a la miseria. Pero esa es otra cuestión, ya digo.
En circunstancias normales, lo extraordinario es observar lo anterior, que la Iglesia se mantiene invariable en el discurso de Pablo VI, de hace cuarenta años, la encíclica «Sobre la regulación de la natalidad» en la que se condena el uso de todo método anticonceptivo que no sea la observancia de los ciclos menstruales de la mujer y la abstinencia en los periodos de mayor fertilidad. O sea. Verán que cuando alguien se opone de forma tan pertinaz a la revisión de este tipo de planteamientos, incluso en lo elemental, el problema es que, a partir de ahí, el resto del discurso se descompone. Entre otras cosas porque, como se decía antes, estamos acostumbrados a oír las opiniones de la Iglesia sobre la sexualidad como quien se emboba con el crepitar de una candela y deja volar la mente a otros temas.
Lo cual que, en lo concerniente al aborto, el discurso de la Iglesia no resulta creíble, porque ya sabemos que surge del inmovilismo, de la pertinaz negativa a la revisión de la sociedad cambiante, de la ciencia, de las propias necesidades del hombre y de la humanidad. Y, por desgracia, la jerarquía eclesiástica parece más dispuesta a revisar el Limbo y el Infierno que a reconsiderar su doctrina sobre la sexualidad; antes prefiere renegar de los ángeles que anunciaron el Nacimiento que reconocer las ventajas de los profilácticos. Y en ese plan, entenderán que lo único razonable es lo de la misa, cada uno en su papel.
Dicho lo cual, ¿quién dice que la Iglesia no tiene derecho a pronunciarse sobre el aborto? O las cofradías… Cómo no va a ser normal en una sociedad democrática, que, a partir del principio básico de separación de la iglesia y el estado, la jerarquía católica diga lo que le parezca y como le parezca. Pues no, han llegado al absurdo de criticar a la Iglesias y a las cofradías por «politizarse», que es lo mismo que le hubieran dicho en el franquismo. ‘La política para los políticos’. Lo cual que, entre unos y otros, lo suyo es desmarcarse de estas protestas de lazo, blancos o violetas. Que nunca fue necesario tener que elegir entre sectarios o inmovilistas, sean obispos o feministas.
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