Tragedias
Llega un momento en la vida en el que comprendemos que sólo las tragedias pueden cambiarnos. Podemos cambiar de gustos y de forma de pensar, de pareja y de trabajo, de aficiones y de amigos, pero internamente sabemos que se alcanza un momento en la vida en el que ya sólo nos puede cambiar una tragedia. Se rompe una vida y comienza otra, un hachazo que parte en dos el destino, y cuando sucede, entonces, ya nada será igual. Ni las calles, ni el trabajo, ni tus amigos, ni las fiestas, ni tu casa. Lo que vemos en los ojos de Antonio del Castillo, el padre de Marta, es la certeza de ese momento, que esta desgracia le ha roto la vida, que ya nunca, jamás, nada será igual ni parecido, que ya sólo existirá un recuerdo y una obsesión. Una venganza imposible y una eternidad de amargura. Es la certeza de esa tragedia, la consecuencia de esa tragedia, lo que ha cambiado a los padres de Marta, como hace un año a los de Mari Luz. Y antes, a los de Sonia, a los de Rocío, a los de María Teresa. Y pasará la actualidad, pasarán los días y los años, y en algún programa de televisión aparecerán de nuevo con el luto en los párpados, la desgana en los labios y el abatimiento en los pliegues profundos de la sien.
Es muy probable, además, que el dolor de una tragedia así sea tan profundo que el propio cuerpo se inmuniza para el resto de la vida. Se muere el corazón y los sentimientos se anestesian para siempre; vivir y no sentir. Los avatares que hayan de llegar son pinchazos de alfiler en una carne muerta. Los padres de Marta del Castillo no quieren descansar, como se dice, porque saben que el descanso y la relajación ya no les pertenecen. Los padres de Marta, que ya no pueden sufrir más, saben que sólo les quedan dos o tres causas por las que luchar, dos o tres motivos por los que vivir, dos o tres certezas por las que merezca respirar. Enterrar a su hija y que condenen al asesino para poder contar cada uno de los días de prisión.
La crueldad máxima de lo que están haciendo los asesinos de Marta del Castillo es esta danza de burla sobre el cadáver desaparecido que priva a los padres de las únicas certezas a las que pueden agarrarse después de la tragedia. Tener que sobrellevar la monstruosidad inconsciente, inevitable, de recrear cada día cómo fue la muerte de su hija y de imaginar dónde está el cadáver, si en el río o en el mar, si en un descampado o en un vertedero. Y soportar la macabra frialdad de quienes asesoran estrategias a sus defendidos para rebajar la condena en el juicio.
Llega un momento en la vida en el que comprendemos que sólo las tragedias pueden cambiarnos. Por eso un escalofrío recorre el cuerpo cuando imaginamos que una tragedia así nos puede esperar en el camino. Y se seca la boca al pensarlo porque sabemos que lo peor no será el dolor, que se secarán las lágrimas y nunca llegará el consuelo.
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