El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

30 noviembre 2008

Malestar



En el principio fue la ciudadanía. En la antigua Grecia, cinco siglos antes de que naciera Cristo, los hombres acudían a la asamblea al cumplir los veinte años y allí discutían y hablaban de la cosa pública, de los asuntos que eran del interés de todos. Porque nadie en Grecia concebía la ciudadanía como algo adquirido, sino que ser ciudadano de Grecia significaba siempre participación, un compromiso de compartir. De esa raíz, por esa forma de entender la ciudadanía, hablamos hoy de Grecia como cuna de la democracia, porque una cosa llevó a la otra. Sabían que el peor enemigo de la polis era el déspota, porque con él en el poder no podían existir las leyes comunes. «La ciudadanía era la mayor gloria de los atenienses», dice Sabine.

De la asamblea nació la democracia y, al oír a los demás, nació la pasión por el conocimiento y el arte de la oratoria. Allí fue donde pudo aprender Platón de su maestro Sócrates que la virtud es conocimiento. Uno a uno, se pueden ir sumando valores, alzándolos a la vista, como las columnas principales de un templo que se construye de ideas: ciudadanía, democracia, conocimiento... Dos milenios y medio después de aquellas asambleas de atenienses, es curioso observar cómo la democracia es la norma básica de cualquier país desarrollado; que se ha agigantado en la sociedad y se ha universalizado a pesar de la persistencia, siglo tras siglo, de la exclusión de los esclavos y las mujeres. La democracia es el gran triunfo de la civilización pero, curiosamente, si desde estos días miramos atrás, veremos que, paralelamente, el concepto de ciudadanía, que es la raíz de todo, ha perdido su valor.

Podemos pensar, incluso, que el concepto de ciudadanía se devalúa a medida que la democracia se concibe como un territorio exclusivo de una clase, la clase política. Por eso, Víctor Pérez Díaz nos ha alertado que «más democracia no es mejor democracia». Podemos disfrutar del sistema de libertades más amplio que ha conocido la humanidad en el que, progresivamente, cada vez cuenta menos la ciudadanía. Una democracia formal en la que la participación se limita a la votación periódica de partidos políticos que, antes que por las ideas, se rigen por las reglas del mercado. El otro día, en las Charlas de EL MUNDO, oyendo a Pérez Díaz y observando al auditorio, era fácil concluir que a los únicos que no parece preocupar los males de la democracia es a la clase política. Es normal, claro, si, como dice Víctor Pérez, vivimos bajo una ‘triarquía oligárquica’ política, económica y cultural que impone su dominio y desnaturaliza la democracia sin negarla.

En el principio fue la ciudadanía. Después vino todo lo demás. Ya decía Platón que el escepticismo era el más letal de todos los venenos sociales. Para llegar a esta situación han sido menester muchas dosis de demagogia, privilegios y desilusión. Para llegar al régimen andaluz, ha hecho falta liquidar la ciudadanía para privilegiar la casta política. Y mucho coche de lujo, mucho palacio y mucha cara. El malestar de la democracia no es cosa de ellos, claro.

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