Sangre fría
Su único consuelo ya es que la sangre de su hijo se enfríe. Su hijo muerto, su hijo asesinado, su hijo acribillado por los soldados de un dictador cuando salió a la calle para pedir libertad. Hace ya muchos meses que ocurrió todo pero es ahora, con el sátrapa entre rejas y ante un tribunal, cuando Saida Hassan mira al cielo con una sensación extraña de pena y de respiro, de dolor y de alivio, porque piensa que al fin su hijo podrá descansar en paz. «Estoy encantada de ver a Mubarak en una jaula. Creo que el alma de mi hijo comienza a descansar y que su sangre se enfriará».
Sangre fría, sangre caliente. La injusticia de un atropello mortal del poder, la impotencia ante una violación, la punzada honda por un asesinato; la muerte inesperada, injusta, atroz de un ser querido, convierte la memoria en un río de sangre caliente que va creciendo a la espera de que se haga justicia. No hay descanso hasta que el autor de esa muerte, un psicópata, un terrorista o un dictador, se sienta ante un tribunal y se oye en voz alta la condena que se le impone. Hasta ese instante, la sangre bulle caliente, hierve en la sien y hace latir el corazón con golpes que piden venganza. El descanso, como el de esta madre egipcia, sólo llega cuando la victoria de una condena judicial se alza sobre todas las cabezas para reconocer al asesinado y concederle la paz eterna. Sólo entonces una madre puede pedirle al cielo que la sangre del hijo que ha parido se enfríe de una vez y se congele en el recuerdo de la última foto que colocó sobre la mesa del salón.
Setenta y cinco años han pasado desde lo días más trágicos de España, el golpe de Estado del dictador y la guerra civil que colocó en trincheras diferentes a hermanos y amigos, el enfrentamiento que salpicó de sangre inocente la tapia de los cementerios, que llenó las cunetas de odios y venganzas. Setenta y cinco años han pasado y parece como si esos tres cuartos de siglo que han transcurrido no hubieran servido para enfriar la sangre de los muertos. La sangre de la Guerra Civil sigue caliente, o así se fomenta, y una sociedad no puede vivir con ese rencor fluyendo por sus venas. Esta profusión de actos sectarios que se revisten de memoria histórica, esta estrategia de remover continuamente los rescoldos de la guerra, este afán legislativo para mantener vivo el enfrentamiento y la diferencia, todo este empeño de mantener caliente la sangre de los muertos, es lo peor que nos podía pasar casi un siglo después de la tragedia.
Aquí nunca veremos al dictador entre rejas porque, a diferencia de Egipto, el dictador español se murió en su cama; no fue una multitud la que se echó a la calle y a las plazas para tumbarlo. Lo asumimos así hace ya muchos años, hicimos la Transición, y todos estos intentos de ahora, toda esta propaganda, no persigue otra cosa que seguir alimentando el rencor como fórmula política. La muerte natural del dictador no impidió que la sociedad española se reconciliara consigo misma, con amnistías e indemnizaciones, con reconocimientos públicos, manifiestos, declaraciones formales y sentencias revisadas. Nada repara la tragedia de una muerte, pero al menos se logra que la sangre del asesinado se enfríe y pueda descansar en paz. «Si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección». Manuel Azaña. 18 de julio de 1938. Aquellos muertos nos dicen que dejemos su alma en paz para que la sangre derramada se pueda enfriar.
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