El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

01 junio 2011

Aprehensión




Vivimos pendientes de una plaga. Parece que la esperamos, más que temerla, la intuimos; se presiente, está ahí, ya viene, se acerca. Vive el hombre moderno a la espera de un mal antiguo, primitivo, un azote que lo borre de la faz de la tierra, una enfermedad que desborde los hospitales, que desconcierte a los laboratorios, que reviente los tubos de ensayos y empape de bacterias las batas blancas de los científicos. Un virus desconocido, con nombre de satélite espacial E-42, que llene las aceras de mascarillas y de ojos esquivos, bocas cerradas y miradas desconfiadas, un muro invisible que nos convierta en sospechosos ante los demás, en víctimas frente al vecino. Estamos esperando la pandemia, la enfermedad global, y por eso, en cada temporada, la humanidad entera se alerta con la llegada de un mal nuevo.

Ahora son los pepinos, la fiebre verde, como antes fue la peste porcina, la Gripe A, y antes la Gripe aviar, y antes de antes, el mal de las vacas locas. Pero es la certeza del hombre de que un gran mal puede asolar la tierra, es la inseguridad de este cambio de milenio, la que hace creíble las alertas. Es el temor subconsciente el que rompe todos los rigores, el que cierra las fronteras de golpe, el que hace añicos la fidelidad alemana, el que derrite en un instante la frialdad científica y la sensatez europea. Por esa acumulación de espera y desconocimiento; por esta aprehensión se multiplican las alarmas, se extiende el miedo, se propaga el pánico. La fiebre de ahora nace de una bacteria que vive en el intestino del hombre, de los animales; una bacteria inofensiva que se convierte en plaga, trasmuta como las anteriores, la del pollo, la de la vaca, se vuelve feroz. Y todo surge en los establos que el urbanita imagina con montañas de estiércol a su alrededor, y los animales enfangados en un barro de orines y de heces. No es real, pero así se imagina porque así se espera.

Vivimos presos de nuestros remordimientos, de aquello que no hacemos bien, de las injusticias que toleramos, de las hambrunas que consentimos, del egoísmo que engendramos, de las deidades que olvidamos, de la velocidad con la que transitamos por la vida, de la incertidumbre que acumulamos. Como el sermón de Paneloux, como el último sermón del sacerdote de Orán, la ciudad cercada por la peste. Paneloux se había agotado en sí mismo; su sermón apocalíptico se desvaneció cuando la muerte de niños inocentes, de hombres y mujeres piadosos, arrastrados por la plaga, hacía imposible sostener por más tiempo que era Dios quien, cansado de soportar el mal del hombre, había apartado de ellos su mirada. Entonces, poco antes de morir también él, en su último sermón, Paneloux alzó los brazos: «Hermanos míos, ha llegado el momento en que es preciso creerlo todo o negarlo todo. Y ¿quién de vosotros se atrevería a negarlo todo?». Estamos pendientes de una plaga quizá porque estamos pendientes de esa pregunta definitiva, la que nos sitúe frente al abismo de lo que somos.

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