Chucherías
Morales Padrón me tomó del brazo y me llevó hasta el pie mismo del abismo. ‘Ahí está, ¿lo ves ahora?’ Entonces vi por primera vez el abismo de odio que recorre Andalucía como una falla arquitectónica, honda y negra, desde Huelva hasta Almería. El odio disimulado e implacable que otros llaman ingratitud; el odio que no perdona, que aguarda su momento, y que hay quien lo llama envidia; el odio lacerado que los poetas dibujan con fuego y con nieve, la frialdad del andaluz envuelta en afectos. Que templando repele…
El secreto de ese abismo de odio, lo que lo hace distinto a todos los que puedan existir en otras regiones, en otros países, es que, aquí, antes de llegar al abismo, primero te conquista la tierra. Quizá para hacer más dura la caída, la camufla; para hacer más doloroso el desencanto, lo colma de placeres. Es la gente, el ambiente, el aire; es Andalucía la que te atrae, te embelesa y luego, cuando te ha conquistado, te desprecia. Andalucía nos envuelve, nos atrapa, nos apresa, y así vamos, alegres y ciegos, caminando hacia el abismo; llegará el final del camino y, en el último peldaño de esa atracción maravillosa, magnética, de un empujón te caes al abismo. Eso fue lo que le ocurrió a Francisco Morales Padrón una mañana de primavera, al pie del atril del pregón de Semana Santa de Sevilla.
Morales Padrón había llegado a Andalucía siendo un adolescente. Se embarcó en Canarias con un puñado de libros en el hatillo y se encerró en la Universidad de Sevilla hasta lograr la excelencia como uno de los mejores expertos de la Historia de América. Se vino a Andalucía y ya no se fue más: se enamoró. Aquel día que estaba en el atril del pregón de la Semana Santa de Sevilla debió pensar que era el momento culminante de su integración en la ciudad. Fue entonces cuando descubrió el abismo. «Me aconsejaron que, nada más empezar, en veinte minutos, buscara el pellizco, el aplauso. ¿Qué hice? Introduje en los primeros párrafos una alusión a mi madre, que estaba allí sentada, con sus 84 años. Y conté que cada Semana Santa yo le llevaba un clavel de El Cachorro que ella guardaba todo el año en su pecho. Lo dije, la señalé, elevé el tono… Y nada, ni un aplauso. Silencio absoluto… Se me vino el mundo encima. No aplaudieron ni siquiera como homenaje a aquella mujer que estaba allí presente».
Se ha muerto Morales Padrón y, ni la ciudad que lo enamoró ni la región en la que quiso vivir, lo han condecorado nunca con una distinción. Ni calles ni medallas. Hasta para ser catedrático emérito tuvo que afrontar, él que era hijo de un obrero socialista, el desprecio del ‘sector progresista’ de la Universidad de Sevilla. Me dijo aquella vez que me enseñó el abismo que, en realidad, todo ese mundo de pregones no era nada. «Chucherías. Parecen escayola, quincallería, todo bambalina, un discurso hecho para agradar y para la autocomplacencia». Pues eso. Sevilla. Andalucía. Descanse en paz.
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