El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

19 septiembre 2008

Ciego


Un inmigrante ciego ha llegado a la costa de Almería. Es el primero que llega en una patera. Llegaban inmigrantes jóvenes y fuertes; llegaban mujeres embarazadas con la piel tersa y negra, y madres con niños en brazos y los ojos blancos abiertos de par en par. Llegaban pateras de menores que se arrojaban al mar precipitadamente para vencer a las olas y pisar tierra antes que nadie. Para ocultarse entre los arbustos y vagar de noche por las carreteras. Nunca había llegado un inmigrante ciego.

La angustia que sentimos en alta mar, el vértigo de vernos diminutos en una inmensidad incontrolable, el miedo de imaginar bajo los pies el pozo oscuro e interminable de un océano, sólo puede mitigarse cuando, a lo lejos, se atisba al fin el horizonte. El silencio inquietante de la mar, la amenaza persistente de las olas que vienen y van, que golpean la quilla; el sobresalto de los peces que suben a la superficie, saltan y se pierden de nuevo en la verde negrura de las aguas salinas. Ser ciego en una patera, ser ciego en la fragilidad de una lancha neumática en alta mar, es una doble ceguera. Porque intuye la amenaza del mar y no tiene el consuelo de echar el ancla de la mirada en un horizonte de tierra firme.

Un ciego sólo tiene la certeza de lo que palpa, de lo que es capaz de atrapar y acariciar entre sus manos. Pero el mar, en su inmensidad inabarcable, ingobernable, desconocida, siempre ha sido una lección de impotencia para el hombre. La patera avanza en alta mar y el ciego piensa que se desliza por las olas como un lagarto en el desierto, arrastrando la panza contra el infinito, duna a duna. Navega, y el ciego sólo puede oír el ruido del motor, monótono y renqueante.

Al llegar a la orilla, casi al anochecer, y aspirar la sal de la costa, habrá tenido la primera certeza del final de su pesadilla de alta mar. Habrá tomado aire hasta llenar los pulmones con la brisa cierta de la costa, y al oír el graznido de las gaviotas revoloteando sobre su cabeza, habrá querido gritar, feliz como el pescador que, roto por el dolor y el esfuerzo, alcanza el puerto tras vencer a la tormenta. Habrá agitado los brazos, moviendo las manos delante de la su cara, y al abrir la boca para gritar, alguien a su lado se la habrá tapado de golpe. «Pero qué haces, ¿acaso quieres que nos descubran?» Hubiera dado igual, porque hacía mucho rato que la patera avanzaba en el radar de la Guardia Civil, como un punto minúsculo en un juego de ordenador.

Un inmigrante ciego ha llegado a la costa. Al sentir la arena mojada bajo sus pies, habrá tomado un puñado para olerla. «Oye, que éste parece que es ciego», habrán dicho los guardias civiles al verlo detenido, inmóvil y solo, ajeno al trasiego de camillas de la Cruz Roja. La brisa marina se mezcla con el olor del linimento con el que cubren las quemaduras de la travesía. Sobre el hombro desnudo habrá sentido la mano, cubierta por un guante de plástico, de uno de los voluntarios. Luego el olor húmedo de unas dependencias policiales y nada más. En el silencio de su primera noche en el centro de acogida, otra vez perdido, habrá recordado de nuevo la inmensidad del mar.

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