Odios políticos
Admitámoslo, en España la política es un hecho violento. Forma parte del paisaje, de la forma de ser, de la mala hostia social. Está en nuestra historia, está en los genes. La violencia política en España hay que verla como parte de la naturaleza, como las puyas invisibles de las chumberas que marcan las lindes del campo. El hecho diferencial de los españoles en Europa es aquella guerra civil, la única en este viejo continente, en el que la disputa no venía por fundamentalismos religiosos, por rivalidades dinásticas o por diferencias étnicas. Todo eso, en los tres mil años de la historia de España, se ha sorteado con la mayor naturalidad. La guerra aquí se desató por la violencia política, el odio concentrado en izquierdas y derechas que acabó en las trincheras, hermanos y vecinos matándose con escopetones viejos y bilis rebosadas. La Guerra civil es lo que nos hace diferente. Y el pus de aquella herida, la sangre seca de aquellos años, todavía hoy se puede rascar en el ambiente. Por eso, viéndose venir la guerra, el bueno de Fernando de los Ríos se puso en pie en el Congreso: “Reparad, señores diputados todos, que en España lo revolucionario es el respeto”.
Lo verdaderamente extraordinario es este periodo de paz que ha consolidado en España treinta años de democracia tras la muerte del dictador. La altura de la Transición es lo que nos ha embarcado en un país nuevo que, de cuando en cuando, se azota con ramalazos de aquel rencor maldito. La democracia en España, gracias a Europa y gracias a las nuevas generaciones, se ha consolidado, sí, pero aquí sigue calando el discurso del “dales caña, Alfonso”; el sectarismo político, la inquina que se percibe en muchos discursos, es la amenaza que aún queda, el poso de odio que no se ha superado. La agresión al consejero de Murcia nada tiene que ver con tea partys, forma parte de una forma de entender la política que sólo nos pertenece a nosotros y que sólo nosotros podemos superar. Y aunque esto es así, una asignatura de todos, la realidad es que los mayores episodios de violencia política en estos treinta años de democracia corresponden fundamentalmente a la izquierda. Proceden de la izquierda; desde el GAL a las algaradas tras el atentado del 11 de marzo en Madrid, los mayores episodios de violencia política, de crispación social, proceden siempre de la izquierda. No decirlo así, no asumirlo así, supone no reconocer el problema y, por lo tanto, manifiesta la imposibilidad de superarlo. En suma, que debemos saber, antes de combatir el problema, dónde está el límite de la crítica en política y cuándo se supera ese límite razonable, democrático, para adentrarse en la crispación. Que una cosa es la crispación y otra la oposición, y no conviene confundirlas.
Esa confusión, por ejemplo, es la que se percibe en el PSOE cuando acusa a la oposición de estar crispando la sociedad. Lo dijo ayer mismo la portavoz del Gobierno, expresó su preocupación y su condena a la agresión al consejero de Murcia y pidió al Partido Popular que reflexione. ¡Que reflexione el PP, que es el partido al que pertenece el político agredido por un tipo de extrema izquierda! No tiene sentido, al menos que se esté alimentando la confusión permanente de la verdadera crispación, y se intente hacer ver a la sociedad que cualquier acto de oposición al Gobierno es un acto de agitación social. Como ahora con la protesta de los funcionarios o con la sentencia del ‘caso Matsa’. Jamás se podrá esperar ni el reconocimiento de los errores, de los abusos y de las ilegalidades; no el problema es que los funcionarios son fascistas y que el PP, aunque los tribunales le hayan dado la razón, está crispando a la sociedad. Hay muchas formas de ejercer la violencia política, de fomentarla, de inocularla. Ésta es una de ellas.
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