Nervios
En el banco amanece una mañana cualquiera de este noviembre que ya se ha ido. Es temprano, pero la cola en la ventanilla se estira hasta la puerta para recordar, sin necesidad de calendario, que estamos a fin de mes. La crisis económica despliega en la calle sus propios gráficos, sus estadísticas diarias; los vectores que ascienden o se derrumban y las barras de colores que se achican o engordan se dibujan cada mañana en las puertas de las oficinas de empleo o en los bancos, como ahora. Podríamos analizar la crisis mirando sólo estas colas; la mejoría o el estancamiento de la situación económica se deduce de estas hileras de gente que acude a inscribirse en el registro de parados o para reclamar en su banco un aplazamiento de la hipoteca, que se atiendan las facturas, que el agujero del descubierto en la cuenta no se convierta en un despeñadero de recibos devueltos, en un abismo de servicios cortados por falta de pago.
Contemplaba ese paisaje de desesperanzas cotidianas cuando, al llegar a la ventanilla, me he tropezado con los ojos llorosos, absortos, del cajero. «No puedo más... Éste no es ya mi trabajo, no estoy preparado para esta tensión diaria...» La rueda de la morosidad se acelera, se agiganta y siempre se estrella en la mesa de un oficinista de banco que nada conoce de las normas inflexibles de su entidad, que nada puede hacer frente a las amenazas de las empresas de cobro de morosos. Los cajeros de los bancos, los gestores que atienden al público, se han convertido en el escaparate involuntario de la tensión social. La ventanilla de la desolación de preguntas sin respuestas, de la angustia de no saber qué hacer, de la desesperación de no encontrar a nadie que pueda escuchar, que pueda entender que estás atrapado en una situación desesperada. «Alguien, desde un despacho en Madrid, descuelga una mañana el teléfono, porque también ése es su trabajo, y llama a un domicilio a muchos cientos de kilómetros en el que, a partir de esa llamada, ya nada será lo mismo. Yo sé que, de cada diez personas que dejan un recibo sin pagar, nueve lo hace porque no tiene dinero y sólo uno no paga porque no quiere. Pero, en la estadísticas, todos son iguales». Un embargo, una denuncia, un ultimátum... Una amenza sin cara y sin oídos. No existen sentimientos ni excepciones, nadie conoce a nadie porque, tras una cuenta banacaria, no existen hogares deprimidos sino cuentas al descubierto, no existen parados sin ayudas, sino recibos impagados, no hay familias asustadas, sino hipotecas impagadas. «Cada vez es peor, porque cada vez son más y porque cada vez está todo el mundo más nervioso. Tiemblo sólo con pensar qué puede ocurrir cuando se eliminen las ayudas de los 426 euros de los parados de larga duración... Esta es una oficina pequeña de banco, y yo sé cuánta gente hay que no tiene otra cosa, que sobrevive con eso».
Ha llovido con fuerza y ahora el empedrado de la calle brilla con la nitidez de un espejo dorado, como si el agua se hubiera helado en los adoquines después de atrapar la primera luz del sol. Esta serenidad urbana, esta belleza inesperada, reconforta porque es ajena a todo. Dentro, en el banco, la cola de la ventanilla sigue alimentándose de preocupaciones nuevas.
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